El Café Moka de París

De RollitodeSushii

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En serio necesitaba ese empleo. Luego de que mi padre fuera acusado de fraude, no tuve más remedio que huir... Mai multe

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Dra. Kelly Coba Vargas
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~ DANIEL ADACHER ~
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Capitulo 64
Capítulo 65 + Epílogo

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De RollitodeSushii

Es un día nuboso. La protección de las nubes me permitió sentarme junto a la ventana en la cafetería al llegar, lo cual me deja perder la mirada en el vaivén de los niños jugando sobre la acera, los autos viajando con prisa y los clientes sonriendo satisfechos al salir con sus bebidas en mano. El mundo es maravilloso cuando nos detenemos a mirar agradecidos y Paicys es el mejor lugar para hacerlo.

Tengo frente a mí la libreta de deudas. En realidad, es una libreta de notas, pero desde que mamá murió, tuve que mudarme con Ben y luego él fue acusado del fraude... Bueno, desde entonces se ha convertido en una especie de listado de desgracias y deberes.

Debo concentrarme en ella, sé que tengo que hacer las cuentas reales, las que no le muestro a Beca porque se iría de espaldas, pero no puedo. Mi mirada se nubla cada vez que intento idear una nueva estrategia.

No tengo forma alguna de mantenerme viva y con la moral integra al mismo tiempo. Sé que tendré que volver con Ben tarde o temprano y que retrasarlo solo empeorará el pronóstico, pero no encuentro dentro de mí la fuerza suficiente para hacerlo.

Ya he recibido más de la mitad de los costosos medicamentos que donan los doce miembros del grupo, Beca y Kleyton siguen pagando todo el alquiler. Estoy arrasando con todo y si no me detengo ahora voy a terminar sin amigos, sin grupo, sin nada.

El camarero llega con mi café y me trae de regreso a la realidad dentro de la libreta. Agradezco y espero a que se vaya. Estoy a punto de llamarme al orden, mantener la compostura y fijar la mirada en las deudas para volver a empezar con las cuentas, cuando tomo la taza de café y dejo caer la cuchara al suelo.

Miro a mi alrededor, pero nadie parece interesado en mí. El camarero se ha ido, así que no me queda opción más que ponerme de pie, tomar la taza de café y dirigirme hacia la barra principal. Necesito hacer el cambio antes de que mi café moka se enfríe.

—¡Disculpe! —intento llamarlo, pero es inútil, hay demasiadas personas esperando su atención.

Justo cuando pienso que estoy por alcanzar una de las cucharas empaquetadas sobre la mesa, un cuerpo pequeño se me cruza por delante y me derrama todo el café encima.

Maldigo entre dientes e intentó alejar la blusa de mi piel porque el contacto me quema, pero es inútil, el ardor no se va ni siquiera un poco.

—¡Dan! —llama una mujer horrorizada.

Bajo la mirada y encuentro a los ojos azules más hermosos que he visto en la vida. No tardo mucho en reconocerlo, aunque parece más pequeño ahora, tiene la mirada horrorizada y no deja de retorcer las manos. Es Dan.

Una mujer rubia, delgada, de piernas largas y bronceadas, se nos acerca de pronto. Aparta al niño de mí y me mira como si yo tuviera la peste negra o algo por el estilo.

—Bueno, esto se ve mal —acepta el hombre que acaba de llegar junto a la rubia.

Me toma unos segundos recordar quién es él. Han pasado solo tres días desde la última vez que lo vi en la plaza, pero la neblina lúpica a veces nos juega así de sucio.

—¿Adacher? —casi gruño—. Bueno, de tal palo tal astilla —mascullo mientras intento limpiarme la ropa con el puñado de servilletas que me ha tendido.

—¿Se conocen, Daniel? —pregunta la rubia con una sonrisa congelada.

—Sí —respondo.

—No —responde él.

De fábula.

—Bueno, un poco...

—En una entrevista...

—Sí, una corta entrevista...

—Exacto.

—¡Papá estuvo tratando de contactarte, Danya! —Salta Dan y se libera del agarre de la rubia—. ¡Quiere que seas mi nueva niñera!

—Sí, bueno, yo no lo pondría así, en realidad Dan quiere —masculla Adacher con notorio fastidio.

—¡Aceptó!

Miro a Daniel Adacher con el ceño fruncido y busco una respuesta que no llega hasta que su acompañante las exige.

—Creí que Pollet tenía el puesto, es una excelente candidata.

Daniel se pasa una mano por los cabellos y lanza un suspiro al aire. Al parecer era una conversación que tenía tiempo evitando y no le apetecía en lo absoluto tenerla en público.

Lo más educado sería retirarme despacio para no interrumpir su momento, pero yo amo el cotilleo y ese tipo no me cae bien. No tengo ninguna intención de ponerle nada fácil. La decisión está tomada, hago lo que toda buena dama haría en mi lugar: me quedo y de paso me limpio la ropa con las servilletas en la barra sin quitarles el ojo de encima.

—Hice un trato con Dan.

Es su simple respuesta.

—La señorita Pollet tiene más de tres maestrías en pedagogía y treinta años usando títeres para educar a los niños con amor.

Resoplo.

—¿Quién quiere ver a alguien manejando títeres? —Me inclino hacia Dan y, llevándome una mano al pecho, le susurro—: La verdad es que da mucho miedo. Estoy contigo.

Es siniestro.

Dan asiente de acuerdo.

Su padre me mira mal y a la rubia le falta poco por echarse sobre mí y morderme el cuello.

—Es mi tía —ella me avisa con odio en la fachada.

Oh.

Vaya.

Maldición.

—Bueno, si todavía quieres el empleo esta es nuestra dirección. —Daniel Adacher me tiende una tarjeta que tomo de inmediato. No me cae bien pero no estoy para rechazar oportunidades—. Habrá un contrato esperándote mañana. Llega antes de las doce, si no lo haces entenderé que declinas y este trabajo no se ofrece dos veces.

¡Pero vaya! Está claro que lo último que quiere, después de beberse una colmena de avispas enfurecidas o bailar desnudo en una piscina de jeringuillas infectadas, es contratarme, pero la mirada de Dan es demasiado apremiante; no puedo culparlo por ceder, el niño tiene ángel.

No tengo que decir más, en realidad ni siquiera tengo oportunidad de hacerlo porque Adacher inclina la cabeza a modo de despedida y da la vuelta sin mirar atrás llevándose consigo al pequeño sonriente y a la rubia enfurecida. Si mi madre lo tuviera delante ya le habría soltado un enorme sermón sobre los gestos maleducados y sus consecuencias.

Asiento para mí y vuelvo a mi lugar, donde sopeso la posibilidad de conseguir ese trabajo. Era lo que quería, desnudé a mi jefe y lo entregué a un oficial de policía para conseguirlo, pero ahora que conozco un poco del temperamento de Daniel Adacher, no estoy tan segura de querer tenerlo cerca.

Mi mirada vuelve a caer sobre la libreta de deudas y la duda se disipa poco a poco. En realidad, no tengo muchas opciones y, aunque mi orgullo esté en juego, tengo que ceder si quiero sobrevivir, al menos el tiempo suficiente para entrar a la universidad otra vez.

Le escribo un mensaje a Beca para ponerla al corriente de mi nueva oferta de trabajo. Sé que Kleyton va a alucinar y a pedirme que salte por ello, pero Beca es el cerebro del equipo, la parte racional que sabe cuánto porcentaje de mi decadente orgullo está en juego. Evaluación riesgo-beneficio, lo llaman los médicos.


****


Voy tarde.

Ya sé lo que estás pensando, la señorita puntualidad llegando tarde. Por favor no me juzgues, ha sido un desliz más. Olvidé aplicarme bloqueador solar antes de salir y tuve que regresar a salvar mi vida con un humectante de oferta. Estas cosas pasan a menudo, más cuando te sientes tan fuerte que olvidas el dolor.

Muy bien, repasemos nuestra situación: Había hecho la entrevista de trabajo, la había reprobado y luego había acusado a mi futuro jefe de ser un maldito energúmeno enfermo de venganza cuyo único objetivo era aplastar a la chica que lo desnudó detrás de un contenedor de basura, pero lo peor estaba superado, ¿verdad?

Supongo que no debe haber algo peor que esa entrevista. Hay momentos en la vida que te hacen inmune a otros males. Esa entrevista es un ejemplo.

Llego a las doce diez y cruzo los dedos porque no me echen a patadas. No tengo mucha suerte. Cuando una mujer robusta de piel morena y ojos oscuros me abre la puerta, me recorre con la mirada y hace una mueca, entiendo que estoy empezando con el pie izquierdo.

A estas alturas de mi vida he comenzado a creer que en realidad no tengo un pie derecho.

—Llegas tarde —dice antes de intentar cerrarme la puerta.

Alzo la mano y freno el cierre. No puedo perder una oportunidad como esa.

Ella lucha por cerrar la puerta y yo lucho por mantenerla abierta. La sensación familiar del clímax de la inminente consecuencia de hacerme la fuerte me recorre el brazo, pero me ocuparé de eso después. El dolor y la inflamación que vienen como consecuencia del sobreesfuerzo, llegarán en su momento.

—Por favor, solo son diez minutos...

—En diez minutos pueden pasar muchas cosas —replica una voz conocida, agradable, pero aprensiva—. En diez minutos, por ejemplo, pudo haber firmado su contrato.

La mujer abre la puerta de golpe y casi hace que me vaya de cara al suelo. Si no me hubiese detenido del marco a tiempo, seguro habría dejado la nariz en los mosaicos.

—Tuve un imprevisto...

—Déjeme adivinar —pide, metiéndose las manos a los bolsillos y clavando la mirada en el techo, fingiendo interés—. ¿Tiene algo que ver con hombres desnudos?

La mujer lo observa como quien ha presenciado un atentado terrorista y luego me vuelve a recorrer con la mirada. Está tratando de atar cabos sueltos, aunque estoy segura de que ni en un millón de años podría acertar en nuestra breve historia.

Pero la insinuación de él es la que me pega en el ego, se siente como un golpe bajo porque sé de dónde proviene. Soy una mujer fuerte, sin embargo, no siempre soy la más sensata. La respuesta se me escapa de los labios antes de que pueda por el filtro del control de calidad mental.

—No, tiene algo que ver con otro imbécil que se me atravesó en el camino.

Daniel Adacher entrecierra los ojos en mi dirección. Sé que está a punto de echarme a gritos, pero su teléfono suena dentro de su bolsillo y decide que es una mejor idea ignórame y atender. Mientras tanto, la mujer con uniforme rosa me pega otro repaso. Quedaba claro que ya no tenía nada que hacer ahí, pero la mujer y yo habíamos entrado a un extraño reto de miradas y no quería perderlo.

Lo sé, lo sé, así de madura puedo ser algunas veces.

Adacher le hace una seña y ella se mueve, indicándome con una demostración del espacio libre que debo entrar ahora. Como no sé muy bien cómo debo proceder, la mujer termina tirando de mi brazo fuerte, haciéndome pasar de inmediato.

Es un lugar enorme. La mayoría de sus paredes de cara al jardín son de cristal, como ventanales descomunales. El césped es tan verde y hay un montón de árboles frutales custodiando a un hermoso camino de ladrillo. Hay demasiadas flores, es un lugar tan lleno de vida. Entonces presto más atención a sus detalles, al ambiente lacónico que parece rodear ese jardín tan espléndido. Luce tan solitario que me llena de pena verlo sin nadie disfrutando de su paz. En definitiva, es algo que tiene que cambiar.

El interior es un mundo distinto. Cassina, Kartel, Minotti, conozco esas marcas de lujo porque son las mismas que iluminaban mi antigua habitación. Debo añadir lo cómodos que son: ¡una locura! No he estado cerca de muebles tan cómodos desde... bueno, desde lo que sucedió con Ben. No hay mejores sofás que los Minotti, podría dormir en ellos durante horas; su aroma a canela mezclado con la lavanda de una mesa de caoba Cassina, podía volver loco a cualquiera. Intento respirar hondo para deleitar a mis pulmones con el bello recuerdo de lo que es tener un hogar otra vez. Espero no parecer una pirada.

—¿Qué estás haciendo?

—Está demente —le susurra la mujer, sin apartarme la mirada.

—Lo siento —intento explicar—. Son Minotti, ¿cierto? Puedo reconocerlos por la textura y el aroma...

—¿Le pusiste nombre a mi sofá? —Daniel ahora me ve como si de verdad fuera una pirada. Noto que ha dejado su teléfono sobre una mesita de caoba junto al sofá grande y, con el ceño fruncido, me dedica toda su atención.

—No, no. —Sonrío—. Minotti es la marca de la línea de...

—¿Sabes qué? No importa —me corta sin pena—. ¿Quieres el empleo? Bien, los chicos están arriba. —Él toma las llaves, recoge el móvil y camina apresurado había la salida mientras va soltando indicaciones—: Daniel es alérgico a la nuez y Dakota odia todo lo que se mueve. Su hora de dormir es a las cinco.

—¿Duermen a las cinco? —lo cuestiono con kilos y kilos de incredulidad en la voz mientras lo sigo hacia la puerta.

Pero no siquiera me mira cuando escribe en su móvil de camino a la salida.

—O a las diez o a las doce, oye que lo importante es que duerman.

—¡Oye, espera! —llego a la puerta, pero no logro alcanzarlo—. ¡Ni siquiera sé cuántos son!

—¡Son mi hermana, mi hijo y un pato, pero no se lo digas! —grita antes de subirse al auto y marcharse como a quien no le importa más que tres hectáreas de mierda lo que suceda con sus retoños.

Quiero decir que estoy sorprendida, pero la verdad es que, en este mundo de los billetes verdes y las tarjetas de crédito, los padres desconsiderados no son tan inusuales. Lo esperé dese que supe que Dany escapó la noche en que nos conocimos.

—¡¿Que no le diga qué a quién?! —intento mientras el carro sale de la residencia.

Genial.

Veo por el rabillo del ojo, detrás de mí y encuentro a la mujer robusta evaluándome, otra vez, con desconfianza. Intento no parecer ofendida y, al volverme a ella, abro los brazos al aire.

—¿Decirle qué a quién?

—Al pato —responde sin ganas, antes de dar media vuelta y dejarme sola, plantada en medio de una sala lujosa, un aroma a lavanda y una sensación de vacío en la boca del estómago.

Delante de mí tengo muchas opciones, todas me implican a mí huyendo de regreso a casa, entregando a mi padre y tratando de recuperar lo que queda de mi antigua vida. La parte más racional es la que me hace mover las piernas y buscar a dos niños y un pato por mi cuenta, porque por la forma en la que me miraba aquella mujer, pedirle ayuda a los sofás de Minotti iba a ser más sencillo.

Subo los escalones deseando no llegar al final. Ni siquiera fui oficialmente presentada, ni siquiera sé dónde están sus habitaciones y, sobre todo, ni siquiera sé qué es lo que no debo decirle al maldito pato. ¿Los patos tienen orejas?, ¿siquiera podría entenderme? ¿Qué mierda hacía la estatua del busto de mármol de Einstein en el pasillo? ¿Y por qué demonios ese fetiche con las obras de Miguel Ángel? Estaban por todas partes.

Abro la primera puerta, porque he decidido que las abriré todas hasta dar con los niños y, si tengo suerte, nunca conoceré al pato.

Intento no prestarle atención al dolor familiar que siento en la mano derecha, intento no mirarla, no pensar en lo roja que debe estar o en lo hinchada que debe verse ahora que la pelea en la puerta principal ha terminado, y trato de apartar el deseo de cubrirla con una bolsa de hielo como hacía mamá. Nunca servía. Mi única salida son los esteroides.

No iba a echar a perder esa oportunidad por un cuerpo débil. Puedo con eso. Puedo actuar normal.

«Estás bien, Danya, estás bien», me repito como un mantra. Hay un montón de artículos sobre la autosugestión y, aunque nunca me ha funcionado en su totalidad, si me ayuda a mantenerme a raya algunas veces. Por fortuna, esta es una de ellas.

Encuentro una habitación impersonal al entrar. Al centro hay una enorme cama de edredones blancos, con tres enormes ventanales de cara al jardín principal. Hay una iluminación maravillosa y no puedo evitar acercarme a la orilla, desde donde se puede apreciar todo el jardín, que luce tan inmaculado, que me hace pensar que no ha sido aprovechado por nadie en esta casa. Me quedo contemplando el exterior un par de minutos antes de recordar que ya he absorbido mi buena dosis de radiación solar y esto es pasarse de lista. Entonces regreso a la seguridad de las sombras y salgo de la iluminada habitación.

Apenas cierro la puerta y siento un mordisco en la pantorrilla. Un maldito pato se ha quedado prendado a mi pantalón. Gracias a Dios apenas alcanzó a rosar mi piel con el pico o esto habría terminado muy mal para ambos. Intento sacudírmelo, pero es imposible: tiene una quijada poderosa.

Una niña grita detrás de mí y me lanza un golpe al hombro con un horroroso, duro y frío bastón negro. Al segundo intento detengo el aparato en el aire, pero el pato se vuelve más agresivo y comienza a lanzarme mordidas más feroces. Si Dany no hubiese llegado habría terminado siendo trufa de pato molida a palos.

—¡Alto, alto, somos amigos, alto!

El pato me libera solo cuando la pequeña rubia delgada baja el bastón que ya solté, poco a poco.

La chica lleva unas gafas oscuras y no puedo culparla, las paredes laterales del pasillo son de cristal y dan directo al jardín. Al parecer la iluminación natural es un tema de toda la casa. Vaya regalo del destino. Tiene la piel tan blanca que casi parece tallada en mármol, el cabello tan rubio que me avergüenza que la raíz del mío me delate con tanta facilidad... Hasta siento un poco de envidia, es una niña hermosa.

—¿Quién es ella? —cuestiona con molestia la rubia, señalando en mi dirección.

—¡Es Danya! ¡La mujer de la que te hablé la noche que escapé! —Dany corre y aparta al pato que, lo juro, me gruñó—. Es nuestra nueva niñera. ¡Papá aceptó!

Pues vaya, ¡qué giros da la vida! Jamás se me habría pasado por la cabeza vivir una escena así.

El pato me sigue amenazando.

—¿Es la loca de los problemas existenciales? —gira hacia mí y, aunque no puedo ver sus ojos a través de esas gafas oscuras, la siento recorrerme con la mirada.

—No tengo problemas existenciales —miento. Los tengo y en cantidades industriales, pero no me apetece hacérselos saber.

Zapatero a sus zapatos.

—Hueles a café moka con lavanda y árnica; o tienes problemas existenciales o un resfriado que no te deja respirar para olerte a ti misma y regresar a casa y hacer algo al respecto.

Pero qué joyita.

Ya me puedo ir haciendo a la idea de que tendré un periodo difícil.

—¿Por qué Daniel no te presentó con nosotros? —dice mientras gira y se aleja por el pasillo, con el bastón como guía.

La incógnita debe permanecer grabada en mis facciones, porque Dany se inclina hacia mí y susurra despacito:

—Está ciega. Fue un cáncer de ojos cuando tenía seis.

Mis labios forman una «O» y asiento despacio. Tampoco es como si fuera poco notorio, pero la información extra nunca me viene mal.

—Mi expediente médico está en la enfermería del piso de abajo, por si te apetece ir a husmear un rato... o podrías preguntármelo directamente, como una mujer adulta. ¿Qué edad tienes?

Estaba anonadada. Como un conejito deslumbrado por las luces de un automóvil o un espantapájaros al que se le ha parado un cuervo encima.

—Veinticuatro.

—A veces es un poco gruñona, pero luego es buena onda.

Sé que Dan trata de tranquilizarme, pero la verdad es que está muy lejos de conseguirlo.

La seguimos por el pasillo. Por alguna extraña razón, no tengo ganas de contradecir a la Morticia francesa, así que camino en silencio.

—¿En serio huelo mal?

Había usado un poco de pomada de árnica en las plantas de los pies. No servía para una mierda, pero Beca me había hecho prometerle que la usaría para disminuir el dolor en las articulaciones metatarsofalángicas. Porque sí, cuando estás condenado a visitar el hospital una vez al mes durante años enteros, se te pegan algunas palabrejas médicas. Así aprendí que las articulaciones entre la planta del pie y los dedos se llaman metatarsofalángicas, las que unen al pie con la pierna se llaman tibio-peroneo-astragalianas y que los médicos en serio se fuman cosas ilegales cuando bautizan pedazos del cuerpo.

Dany niega.

—Tiene los sentidos súper desarrollados —me explica bajito.

—Un premio divino de consolación por tener cáncer —añade la chica a más de seis metros de distancia.

¡Pero qué buen sentido arácnido!

El pato me seguía de cerca: pegado detrás de mí como un pequeño policía. ¿Lo más extraño? Cuando giraba la cabeza para percatarme de que seguía caminando, el pato me dedicaba un graznido que, juro por mi hemoglobina, se parecía más a un gruñido.

—No sabía que los patos podían gruñir —le dijo a Dan.

Él niega.

—Pacman es un pato pakistaní, pero no le gusta que lo llamen así —dice bajito, como si pudiera herir los sentimientos del animal.

Ya, como si eso lo explicara.

—¿Pacman? —El niño asiente—. ¿Y se supone que ellos hacen esas cosas?

Como si me hubiese entendido, el pato lanza un nuevo graznido que me obliga a caminar más rápido. Ya me ha dejado el pantalón mordisqueado y la pantorrilla dolorida. Quiero salir de esa casa con ambas piernas, así que no protesto más.

—Se cree perro guardián o caballo de Troya —la chica parece pensarlo unos segundos más—. Todavía no lo entiendo bien. Soy Dakota, por cierto.

Ella se detiene frente a una puerta enorme y nos encara.

Por mero instinto, cometo el error de tenderle la mano. Cuando recuerdo que no puede verla la llevo otra vez a mis bolsillos traseros.

—Soy Danya Collins —me limito a responder.

Asoma una media sonrisa burlona y resopla con desdén.

—Me tendió la mano, ¿cierto?

Miro a Dany confundida y articulo un inaudible: «¿Qué carajos?», al que el niño responde con un sencillo y desinteresado encogimiento de hombros.

¿Cómo demonios puede saberlo?

—Qué buen sentido arácnido —intento con una felicitación sincera, aunque bastante absurda cuando sale de mi boca.

Dakota resopla, otra vez, pero ahora con más fastidio.

—Mis sentidos se han desarrollado y puedo percibir las ráfagas de viento que me rodean cuando mueves el cuerpo. No es tan difícil de entender, escuché que vas a la universidad local... y eres rubia.

Pillo el insulto casi de inmediato, aunque me cuesta creer que una chica tan guapa tenga tanto veneno en la sangre.

Sé que no puede verme, pero asiento sin ánimo de comenzar otra batalla verbal, quién sabe, quizá hasta tenga sensores de calor en los lentes o cualquier chorrada de esas.

—Tú también eres rubia —señalo, para que vea qué tan absurdo es el maldito prototipo de la rubia estúpida, incluso conmigo.

—Yo iré a Harvard y soy rubia natural. Dan dice que tus cejas son oscuras.

Ya está. Es suficiente.

—¿Esto cómo influye en mi trabajo? —pregunto molesta.

—Esta es mi habitación. —Señala la puerta detrás de ella—. No entres, no me llames y, sobre todo, no intentes hacerme salir.

Dicho lo anterior, da media vuelta y se encierra dentro.

—Como dije, a veces es buena onda —tranquiliza Dan con una sonrisa tímida.





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