El fantasma de la ópera

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La Ópera de París se convierte en teatro de horrores en la más célebre obra del periodista y escritor de nove... Meer

Prefacio
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
EPÍLOGO

XIX

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EL COMISARIO DE POLICÍA, EL VIZCONDE Y EL PERSA


La primera frase del señor comisario de policía al entrar en el despacho de la dirección fue para pedir noticias de la cantante.

—¿No está aquí Christine Daaé?

Iba seguido, como ya he dicho, por una compacta multitud.

—¿Christine Daaé? —responde Richard—. No, ¿por qué?

Por lo que se refiere a Moncharmin, ya no tiene fuerzas para pronunciar ni una palabra... Su estado de ánimo es mucho más grave que el de Richard, porque Richard todavía puede sospechar de Moncharmin, pero Moncharmin se halla frente al gran misterio..., el que hace estremecerse a la humanidad desde su nacimiento: lo Desconocido.

Richard continúa, porque la muchedumbre que rodeaba a los directores y al comisario guardaba un silencio impresionante:

—¿Por qué me pregunta, señor comisario, si Christine Daaé no está aquí?

—Porque tenemos que encontrarla, señores directores de la Academia nacional de música —declara solemnemente el señor comisario de policía.

—¡Cómo que hay que encontrarla! ¿Acaso ha desaparecido?

—¡En plena representación!

—¡En plena representación! ¡Es extraordinario!

—¿Lo es, verdad? ¡Y tan extraordinario como esa desaparición es que yo tenga que informarles de ella!

—En efecto... —asiente Richard, que se coge la cabeza entre las manos y murmura—: ¿Qué es toda esta historia? Decididamente, hay motivos suficientes para presentar la dimisión...

Y se arranca algunos pelos de su bigote sin darse cuenta siquiera.

—Pero esto es como en un sueño..., ha desaparecido en plena representación.

—Sí, ha sido raptada en el acto de la cárcel, en el momento en que invocaba la ayuda del cielo, pero dudo mucho que la hayan raptado los ángeles.

—¡Pues yo estoy seguro!

Todo el mundo se vuelve. Un joven pálido y tembloroso de emoción repite:

—¡Pues yo estoy seguro!

—¿De qué está usted seguro? —pregunta Mifroid.

—De que a Christine Daaé la ha raptado un ángel, señor comisario, y podría decirle el nombre...

—¡Ah, señor vizconde de Chagny! ¿Pretende que la señorita Christine Daaé ha sido raptada por un ángel, por un ángel de la Ópera, sin duda?

Raoul mira a su alrededor. Evidentemente busca a alguien. En ese instante en que le parece tan necesario llamar en ayuda de su prometida el socorro de la policía, no le importaría ver de nuevo al misterioso desconocido que hacía un momento le recomendaba discreción. Pero no lo descubre en ninguna parte. ¡Vamos, tiene que hablar...! Pero, no podría explicarse ante toda aquella muchedumbre que le mira con una curiosidad indiscreta.

—Sí, señor, por un ángel de la Ópera —le contestó al señor Mifroid—, y le diré dónde vive cuando estemos solos...

—Tiene razón, caballero.

Y haciendo sentarse a Raoul a su lado, el comisario de policía ordena que salgan todos, salvo, naturalmente, los directores, que sin embargo no habrían protestado porque ya parecían hallarse por encima de cualquier contingencia.

Entonces Raoul se decide:

—Señor comisario, ese ángel se llama Erik, vive en la Ópera y es el Ángel de la música

¡El Ángel de la música! ¿De veras? Si que es curioso... ¡El Ángel de la música!

Y, volviéndose hacia los directores, el señor comisario de policía Mifroid pregunta:

—Caballeros, ¿tienen ustedes ese ángel en la casa?

Los señores Richard y Moncharmin movieron la cabeza sin sonreír siquiera.

—¡Oh! —dijo el vizconde—, estos caballeros han oído hablar del Fantasma de la Ópera. Pues bien, puedo asegurarles que el Fantasma de la Ópera y el Ángel de la música son la misma cosa. Y su verdadero nombre es Erik.

El señor Mifroid se había levantado y miraba atentamente a Raoul.

—Perdón, caballero, ¿tiene intención de burlarse de la justicia?

—¿Yo? —protestó Raoul, que pensó dolorosamente: «Otro que no quiere hacerme caso».

—Entonces, ¿qué me está diciendo con su Fantasma de la Ópera?

—Digo que esos señores han oído hablar de él.

—Caballeros, parece que ustedes conocen al Fantasma de la Ópera.

Richard se levantó, con los últimos pelos de su bigote en la mano.

—¡No, señor comisario! No, no le conocemos, pero nos gustaría mucho conocerle, porque esta misma noche nos ha robado veinte mil francos...

Y Richard volvió hacia Moncharmin una mirada terrible, que parecía decir: «Devuélveme los veinte mil francos o lo cuento todo». Moncharmin le comprendió tan bien que hizo un gesto de loco: «¡Ah, lo digo todo! ¡Lo digo todo!».

En cuanto a Mifroid, miraba alternativamente a los directores y a Raoul y se preguntaba si no se había perdido en un asilo de locos. Se pasó la mano por el pelo:

—Un fantasma que en una misma noche rapta a una cantante y roba veinte mil francos es un fantasma muy ocupado. Si ustedes quieren, hablamos en serio. Primero la cantante, luego los veinte mil francos. Veamos, señor de Chagny, tratemos de hablar en serio. Usted cree que la señorita Christine Daaé ha sido raptada por un individuo llamado Erik. ¿Conoce a ese individuo? ¿Le ha visto?

—Sí, señor comisario.

—¿Dónde?

—En un cementerio.

El señor Mifroid se sobresaltó, siguió mirando a Raoul y dijo:

—¡Por supuesto...! Ahí es donde se suele ver a los fantasmas. ¿Y qué hacía usted en un cementerio?

—Señor —dijo Raoul—, me doy perfecta cuenta de la rareza de mis respuestas y del efecto que producen en usted. Pero le ruego que crea que estoy en mis cabales. Va en ello la salvación de una persona que, junto con mi bienamado hermano Philippe, me es lo más querido del mundo. Querría convencerle en pocas palabras, porque el tiempo pasa y los minutos son preciosos. Por desgracia, si no le cuento desde el principio la historia más extraña del mundo, no me creerá. Voy a decirle, señor comisario, cuanto sé sobre el Fantasma de la Ópera. ¡Por desgracia, señor comisario, no sé gran cosa!

—Diga lo que sepa, diga lo que sepa —exclamaron de pronto Richard y Moncharmin, muy interesados; por desgracia para la esperanza que por un instante habían concebido de conocer algún detalle susceptible de ponerles tras las huellas de su mistificador, pronto tuvieron que rendirse a la triste evidencia de que el señor Raoul de Chagny había perdido del todo la cabeza. Toda aquella historia de Perros-Guirec, calaveras y violín encantado sólo podía haber nacido en el cerebro trastornado de un enamorado.

Era evidente, además, que el señor comisario Mifroid compartía cada vez más esa manera de ver, y el magistrado hubiera puesto fin ciertamente a aquellas palabras desordenadas, de las que hemos dado un apunte en la primera parte de este relato, si las circunstancias mismas no se hubieran encargado de interrumpirles.

La puerta acababa de abrirse y un individuo singularmente vestido con una amplia levita negra y tocado con un sombrero de copa a la vez raído y brillante, calado hasta las orejas, hizo su entrada. Corrió hacia el comisario y le habló en voz baja. Era algún agente de la Seguridad, sin duda, que iba a dar cuenta de una misión urgente.

Durante ese coloquio, el señor Mifroid no dejaba de mirar a Raoul.

Y, por fin, dirigiéndose a él, le dijo:

—Caballero, ya se ha hablado demasiado del fantasma. Hablemos ahora un poco de usted, si no tiene inconveniente; ¿debía raptar usted esta noche a la señorita Christine Daaé?

—Sí, señor comisario.

—¿A la salida del teatro?

—Sí, señor comisario.

—¿Había tomado todas las medidas para hacerlo?

—Sí, señor comisario.

—El coche que le ha traído debía llevarse a ambos. El cochero estaba avisado..., y el itinerario trazado de antemano... ¡Mejor! Debía encontrar en cada etapa caballos de refresco...

—Cierto, señor comisario.

—Y, sin embargo, su coche sigue ahí, esperando sus órdenes, junto a la Rotonda, ¿no es así?

—Sí, señor comisario.

—¿Sabía que, junto a su coche, había otros tres vehículos?

—No les he prestado la menor atención...

—Eran los de la señorita Sorelli, que no había encontrado sitio en el patio de la administración; de la Carlotta, y de su señor hermano, el conde de Chagny...

—Es posible...

—Lo que es cierto, en cambio..., es que, si su propio vehículo, el de la Sorelli y el de la Carlotta siguen en su sitio, junto a la acera de la Rotonda..., el del señor conde de Chagny ya no está...

—Eso no tiene nada que ver, señor comisario.

—¡Perdón! ¿No se había opuesto el señor conde a su matrimonio con la señorita Daaé?

—Son cosas que sólo afectan a la familia.

—Ya me ha contestado..., se había opuesto..., y por eso usted raptaba a Christine Daaé, se la llevaba lejos de las posibles maniobras de su señor hermano... Pues bien, señor de Chagny, permítame informarle que su hermano ha sido más rápido que usted... ¡Ha sido él quien ha raptado a Christine Daaé!

—¡Oh! —gimió Raoul llevándose la mano al corazón—, no es posible... ¿Está usted seguro?

—Inmediatamente después de la desaparición de la artista, organizada con complicidades que tendremos que establecer, su hermano ha montado en su coche, que se ha lanzado a una carrera enloquecida a través de París.

—¿A través de París...? —dijo en un estertor el pobre Raoul—. ¿Qué entiende usted por a través de París?

—Y por fuera de París...

—Fuera de París... ¿Por qué ruta?

—Por la de Bruselas.

Un grito ronco escapa de la boca del desventurado joven.

—¡Oh! —exclama—, ¡juro que los alcanzaré!

Y, de dos saltos, salió del despacho.

—Y tráiganosla —le grita jovial el comisario—... ¡Vaya! ¡Esa noticia vale tanto como la del Ángel de la música!

Dicho lo cual, el señor Mifroid se vuelve hacia su auditorio estupefacto y le administra un cursillo de policía honrado pero en modo alguno pueril:

—No sé si ha sido realmente el señor conde de Chagny quien ha raptado a Christine Daaé..., pero necesito saberlo y creo que, en este momento, nadie desea informarme mejor que su hermano el vizconde... ¡Ahora corre, vuela! ¡Es mi principal ayudante! Así es, caballeros, el arte que se cree tan complicado de la policía, y que, sin embargo, parece tan sencillo cuando se descubre que debe consistir en hacer que gentes que no lo son hagan de policías.

Pero el señor comisario de policía Mifroid tal vez no habría estado tan contento de sí mismo de haber sabido que la carrera de su veloz mensajero se había visto detenida cuando éste entró en el primer corredor, vacío sin embargo de la muchedumbre de curiosos que se había dispersado. El corredor parecía desierto.

Pero el camino de Raoul se vio obstaculizado por una gran sombra.

—¿Dónde va tan deprisa, señor de Chagny? —había preguntado la sombra.

Raoul, impacientado, había alzado la cabeza y reconocido el gorro de astracán de hacía un momento. Se detuvo.

—¡Usted otra vez! —exclamó con voz febril—. ¡Usted que conoce los secretos de Erik y que no quiere que yo hable de ellos! ¿Quién es usted?

—Lo sabe de sobra... Soy el Persa —dijo la sombra.

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