LUCRECIA

Siuxxa tarafından

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Aquellos que digan que jamás serán vencidos por el brillo de unos ojos, es porque nunca vieron el reflejo de... Daha Fazla

-Lucrecia-

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Siuxxa tarafından

En el mundo existían pocas cosas que aborreciera más que el traqueteo del tren. Mucho antes hubiera preferido regresar varias décadas en el pasado, optando por la compañía de un manso corcel, me atrevería a apostar incluso los vaivenes de un carromato; cualquier otro medio de transporte antes que tener que soportar la peste que emanaba de la goma de los asientos; lo que fuera con tal de huir de sus chirridos contras las vías, haciéndome visualizar las chispas saltando sobre mi cabeza, dispuestas a engullirnos y hacernos descarrilar de un momento a otro. Por desgracia, este era un viaje que no podía ser realizado ni por mar ni aire, y requería de una inmediatez que cualquier otro tipo de transporte no me hubiera podido otorgar. En ocasiones como esta, me arrepentía profundamente de carecer de un permiso para la conducción, pero si hay algo que odiase más que el ferrocarril, era tener que compartir coche con un extraño.

Además, se trataba de una ocasión especial; una en la que me veía obligado a apartar todos mis prejuicios y desalientos, pues no podía ser de otro modo. Unas horas antes de poner la maleta en el vagón, había recibido con alegría y tristeza a partes iguales una carta de un buen amigo. El mejor de todos los que un hombre pudiera desear a su lado. En primer lugar, me extrañó la presencia del extraño sobre urgente en un buzón cubierto por las telarañas y la propaganda que nunca me atrevía, por vagancia, a retirar de la caja. Hacía ya demasiado tiempo (mucho más del que pudiera recordar), que mi buen amigo y yo nos vimos por última vez. Dentro del sobre, venía brevemente redactada la dolorosa noticia: su joven y relativamente reciente esposa había fallecido a causa de una fugaz enfermedad. No tenía otra opción ni excusa que me impidiera ir, aunque fuera por simple compasión, al funeral de una mujer a la que yo nunca tuve la oportunidad de conocer, por mucho que sus cartas (mi buen amigo era un admirador de los viejos recursos) y llamadas telefónicas me hablaran de su encanto, su personalidad, belleza, y atractivo con detalles que sólo los más minuciosos arquitectos de ideas podrían confeccionar. Una mujer que había caído presa de un malestar que jamás quiso especificar, la misma que, al parecer, había sucumbido ante lo inevitable. Lo más llamativo de aquella carta, fue sin duda su brevedad y concisión; mi buen amigo, quien generalmente necesitaba explayarse en mínimo tres folios para describir con suma fidelidad un agradable paseo por la playa, había resumido tan terrible suceso en apenas una retahíla que podía meter en mi puño, pudiendo calcular con su peso la gravedad de la situación, y por ello no dudé en aceptar su invitación.

Sólo me atreví a salir de casa con lo puesto, cargando con un pequeño maletín en el que metí lo esencial para poder aguantar unos días si la situación lo requería. Amablemente me había ofrecido cama si así lo deseaba, sabiendo como suponía que yo todavía seguía en Hampshire, y donde probablemente seguiría hasta que una corriente de buena fortuna me arrancara de allí como el huracán se lleva a los árboles más arraigados a su tierra natal. Mi buen amigo había sido más hábil que yo; mi buen amigo había abandonado los sueños delirantes de poeta, de redactor de comedias y artículos, escritor de todas aquellas cosas que nadie quería poner en papel. No como yo.

Antes de echar la llave al apartamento, cogí el abrigo más largo que pude encontrar, levanté la solapa del cuello y me coloqué las gafas de sol, apariencia que no me retiré ni aun encontrándome en el interior del tren. Las luces artificiales que inundaban el vagón me hacían más daño que el propio astro rey. A través de los cristales tintados, pude distinguir la transición del paisaje a medida que cruzábamos la línea que separaba Hampshire de Sussex, nuestra tierra madre.

Hacía tiempo que no pisaba esa tierra que ahora se extendía ante mi vista. No había ni un mísero lazo que me atara a ese desolado paraje de tristeza y frialdad constantes, aislado en su propia neblina y follaje. Mentiría si dijera que en su soledad no residía su encanto, pero para dos jóvenes universitarios con la cabeza llena de ingenuos sueños, aquellos prados verdes no eran suficientes para contenernos. Mas luego los sueños se transformaron en necesidades, las ideas alocadas en búsquedas de un salario fijo, y después de que mi buen amigo recibiera en herencia la casa de sus abuelos, hacia la cual me dirigía, poco le quedaba sino aceptar la propuesta y buscarse un reconocido trabajo como redactor del periódico local de Sussex, el cual le había otorgado cierto renombre y distinción por el mundillo, mientras que yo todavía tenía que desgastar la suela de los zapatos en busca de diversos pellizcos que me ayudasen a llegar a fin de mes. Por no hablar de las deudas que empezaban a caer sobre mi cabeza como la tierra de mi tumba.

Con el pensamiento perdido entre los valles, mi propia vista me devolvió el reflejo de mi silueta proyectada sobre los cristales de tren; la de un pobre crédulo que todavía no había logrado abandonar sus estúpidos sueños de convertirse en el próximo Lovecraft; un personajillo que en aquel momento hubiera deseado ser cualquier otra persona, literalmente cualquiera, pero que ahora se encontraba encerrado en la jaula de su propia carne y huesos.

El taxi que cogí nada más bajar de aquel condenado tren, y cuyo conductor reconoció perfectamente la dirección con tan solo unas pocas indicaciones que le di, no pudo acercarme más que hasta la verja de mi destino, cerrada a cal y canto. No tuve más remedio que pagarle lo prometido, y encomendarme solo en la tarea de cargar con el maletín a través de una tierra desconocida. Comprobé varias veces la dirección que había apuntada en la carta, pero nada a mi alrededor me indicaba que estuviera en el lugar acertado; no era nada más que una parcela forestal y aislada. No obstante, debido al cansancio y la falta de luz, tuve que aventurarme aun con la vergonzosa posibilidad de equivocarme.

Tras proseguir un camino de serpenteantes guijarros que ascendían por la colina, situada coronando el valle donde el pueblo que tanto me repugnaba dormía, llegué hasta la puerta principal. Una puerta imponente, vencida por el paso del tiempo, a la que me dispuse a llamar sin llegar a hacer falta; antes de que mis nudillos pudieran golpear la madera, una sombra escuálida deslizó una de las aberturas, asomando ligeramente su cabeza. Ambos tratamos de escudriñarnos como idiotas en la penumbra, hasta que por fin logramos reconocernos; su rostro se iluminó en cuanto reconoció mi semblante, aun con el cuello levantado y las gafas bien sujetas sobre el puente de la nariz, mientras me alegraba y aterrorizaba a partes iguales ante la visión de tan demacrada sombra.

―James. Has venido ―Fueron las únicas palabras que pronunció antes de pasar a abrazarme con débil pero sincero entusiasmo.

Contribuí a su gesto con las fuerzas que me parecieron adecuadas para no partirle en dos. Este no era mi buen amigo, sino su reflejo, su sombra. Una absurda y vana imitación, sin duda. ¿Dónde estaba el brillo de sus ojos, las horas de estudio reflejadas en su vivaz inteligencia, su ingenio y perspicacia? ¿Aquellas dotes que siempre me habían fascinado y las cuales había envidiado? Esto no era más que una flor marchita; una cáscara con nada más que la apariencia echada cual abrigo de pieles.

―No podía ser de otro modo ―murmuré, delatando demasiado pronto mi preocupación por su estado de salud, pues lo pronuncié con la suavidad causada por el temor de desarmarlo con tan solo un soplido―. Mi más sentido pésame, Oswald, viejo amigo.

―Entonces deja que te libere algo de ese peso, es lo que hace un buen anfitrión ―respondió con un breve destello en la mirada, cargando con mi maletín a una lentitud que me pareció abrumadora.

Traté de insistir en que no hacía falta, pero o bien sus sentidos no me escucharon a no quisieron hacerlo, pues al instante volvió a entrar por donde había aparecido, invitándome a seguirle al interior de la casona. Una casona que, todo sea dicho, no se encontraba en tan buen estado como me hubiera gustado imaginar. Realmente parecía que mi buen amigo se había fundido con las paredes peladas que embadurnaban los muros, como si de pasar tanto tiempo juntos se hubieran fusionado uno con el otro. Era más que comprensible, teniendo en cuenta que la casa en cuestión había pertenecido a la familia durante varias generaciones, y aunque lo que se podría considerar como su esqueleto era verdaderamente imponente, en cierto modo me alegré al pensar que lo único que la diferenciaba de mi apartamento era el tamaño. ¿Y quién necesita una veintena de habitaciones cuando vive en soledad?

―Es terrible esta niebla que estamos teniendo... ―pronunció de pronto, tratando de dar comienzo a una conversación que encubriera el silencio funesto―. ¿Te ha dificultado el viaje?

―En realidad me hubiera ofendido si Sussex no me hubiera recibido de este modo.

―¿Hacía cuánto que no venías por aquí?

―Me gustaría decir que desde tu boda, pero ambos sabemos que eso no fue así...

―Hace mucho, entonces... ―recapacitó, echando la mirada hacia los campos de la melancolía―. Se te echó en falta aquella noche. En realidad, siempre se te echa en falta.

―Lamento que el motivo de nuestra reunión sea este...

―Oh, vamos, James. No hace falta que me vengas con palabras remilgadas. No hace falta que me expliques tus sentimientos, pues ya puedo verlos, amigo mío. Es mejor que los buenos escritores nos guardemos las palabras vanas para las hojas.

―Especialmente aquellos que pueden escribirlas...

―Como si tú no tuvieras cientos de manuscritos en el cajón, estoy seguro.

―Tú mismo lo has dicho. En un cajón

Fue con mi pensamiento rondando por los cuadros ostentosos, de una estética claramente anterior a la que cualquier persona de mi generación hubiera querido colgar de su pared, cuando me di cuenta de que, como era costumbre, había vuelto a llevar la conversación hacia el terreno en el que residían mis problemas y pataletas de ser humano frustrado, a pesar de haberme obligado a lo largo del trayecto a contenerme en esta ocasión. Supongo que los viejos hábitos no se ocultan con tanta facilidad. Oswald debió de sentir mi repentino cambio en el ánimo, pues al instante volvió a ponerse en camino hacia las escaleras. En cierto sentido agradecí no haber traído una maleta, pues tal y como me demostró, apenas tenía fuerzas para cargar con su propio pecho por los escalones. Aun así, tampoco quería parecer un maleducado pidiéndole que me devolviera el maletín; considerarlo como un viejo senil era uno de los pocos errores que uno podía cometer en torno a mi buen amigo. De modo que me limité a seguirle despacio, muy de cerca por toda la subida, con la piel en alerta en caso de que pudiera suceder lo que parecía inevitable.

Lo cual, por otro lado, me recordó:

―Esta casa está muy vacía... ¿no va a venir nadie a velar a Lucrecia?

―No lo he querido así, viejo amigo... ―respondió casi sin aliento.

―Entiendo... Podemos visitarla, sólo los dos. Ya que no tuve el placer de conocerla en vida, al menos que puedas presentármela en muerte...

De pronto, de su pecho brotó un pequeño espasmo que me alertó de una caída que jamás tuvo lugar, pues no fue el cansancio quien lo provocó:

―Me temo que no va a poder ser... ―se disculpó al instante, mirándome por encima del hombro―. Nada me gustaría más, pero su cuerpo... Esta enfermedad ha arrasado con ella de una forma que ni todos los expertos del mundo podrían repararlo. Lo que sí que deseo es que quede vivo el recuerdo de quién era en realidad, esa imagen de la que todo el mundo se enamoró. Espero que puedas perdonarme...

―No hay nada que perdonar ―Más mentiría si dijera que no me decepcionó sobremanera la noticia. En todo el trayecto había mantenido viva la imagen de mi curiosidad siendo saciada, de por fin poder poner cara a la misteriosa mujer que había logrado derretir un corazón que en sus tiempos de joven había resaltado por su capacidad fría y calculadora.

Tras lo que pareció la subida a un zigurat, por fin llegamos al rellano superior, donde el hedor cerrado y antiguo se pronunciaba con mayor intensidad. Incluso en la oscuridad saltaba a primera vista que había una mano que había tratado de darle forma de la mejor manera posible, pero que hacía tiempo que no acariciaba la pintura de las paredes. No me hizo falta preguntar para saber quién.

Oswald me acompañó hasta la que sería mi habitación, pasando por delante de una cerrada a cal y canto, que desprendía una oscuridad que me atraía y horrorizaba a partes iguales. Un peligro que me atraía como si se tratara de un imán. Por fin lo vi soltar mi maletín sobre la cama, y pareció recobrar algo el aliento, aunque por desgracia ni una pizca de su ánimo. Y aun así, trató de desenvolver la mejor de sus sonrisas para invitarme a tomar un té una vez me hubiera acomodado.

Fue aquella imagen la que me partió el corazón.

***

― ¿Y los criados? Me cuesta creer que esta finca sea capaz de mantenerse por sí sola...

―Me pareció apropiado darles la semana libre ―explicó mi amigo―. No tengo ganas de encontrarme con gente pululando por la casa. Sólo el cocinero se pasa por las mañanas...

―Si necesitas cualquier cosa, estoy dispuesto a ayudar.

―De ninguna de las maneras ―negó al instante, depositando su humeante taza de té de vuelta al platillo de porcelana―. Debería ser yo quien te hiciera esa propuesta.

Y era curioso, sin duda, porque en aquella situación, tenía la sensación de ser de todo menos un invitado. Traté de ahuyentar esa sensación dirigiendo mis ojos hacia todos los puntos posibles de la sala, inundada por una palpable sensación de tristeza, a pesar de que no podría concretar si era causa de la oscuridad que se había pronunciado al otro lado de las cortinas, el desaliento en el que se había sumido mi amigo, o la propia respiración de la vivienda, que parecía haberse vestido de luto para lamentar la pérdida de su dueña. De lo general pasé a los detalles, escudriñando las estanterías de libros, los cuadros que agujereaban la pared, centrándome finalmente en las llamas del fuego que rugía en la chimenea, cuya luz llegaba a proyectarse en el espejo colgado sobre la boca.

―Magnífica pieza ―confesé, señalando el espejo bellamente tallado con ramas de plata que se me asemejaban a un nido de serpientes enroscándose en un nudo infinito―. Me he dado cuenta de que en esta casa sois bastante admiradores de los reflejos...

―Eran de Lucrecia, le encantaba hacer colección ―admitió mi amigo―. Es curioso, nunca fue vanidosa, y sin embargo siempre necesitaba ser consciente del aspecto que tenía... Juraría que éste era su favorito... No podría contar la de horas que pasó frente a él.

Conmovido por la historia, mis ojos volvieron a posarse sobre la placa de plata, disponiendo mis ojos de otra forma; de pronto aquel objeto se convirtió en una puerta abierta hacia otra dimensión, una en la que la mirada de Lucrecia había quedado impregnada, revivida junto con la mía. Y me dio aún más pena el no haberla conocido.

―¿Por qué no vuelves a Hempshire? ―inquirí en un arrebato―. El paisaje no se puede comparar, pero me parece que un cambio de aires te vendrá bien.

―Me encantaría aceptar, pero... no ahora. Ahora no es el momento ―aseguró mientras se recostaba sobre el sofá confidente―. Siento que esta casa se derrumbaría si llego a abandonarla. Y Lucrecia... Lucrecia puso tanto empeño en ella que todavía puedo sentir su aura entre las paredes... Temo que al cerrar los ojos, esa estela se vaya.

―Algún día habrá que enfrentarse y dejar partir, viejo amigo.

―Sí, pero no hoy ―Y como si aquella verdad ineludible le hubiera ofendido, depositó la taza de té a medio terminar sobre la mesita, incorporándose con cierta pesadez―. Lamento tener que interrumpir nuestra conversación de este modo. Pero es tarde, y mañana...

Mi amigo no encontró más palabras, o tal vez las fuerzas para pronunciarlas. Con un asentir de su cabeza bastó para despedirse, caminando con los pies arrastrándose sobre el suelo. Mis ojos pasaron sobre la taza a medio terminar, aquella que sostenía entre mis manos, para finalmente reposar de nuevo sobre el espejo de plata colgado sobre la chimenea. Los destellos de la llamas parecían dibujar en fugaces suspiros la silueta de aquella mujer cuya partida había devastado de esta forma a mi amigo.

El resto de la noche la pasé en mi habitación, imaginando a Lucrecia de todas las formas posibles, hasta llegar a los más mínimos detalles, como el número de sus pecas, las líneas de sus orejas o las pequeñas arrugas de expresión alrededor de su boca. Ninguno de los resultados me parecía lo suficientemente creíble como para otorgarle un nombre. Tan profundo debió de ser este planteamiento, que no me di cuenta de que me había quedado dormido hasta que un escalofrío me despertó con un espasmo. La habitación se había quedado terriblemente fría, mis párpados estaban tan pegados que no era capaz de mantenerlos abiertos. En cualquier otra situación hubiera desistido al intento, más esta noche había algo diferente, algo que me repetía que debía mantenerlos abiertos. Algo que debía ver antes de que fuera demasiado tarde.

Cuando por fin logré incorporarme, hallé aun en la oscuridad un tenue destello azulado, de aspecto irreal, que inundaba las paredes de la habitación. El pánico me desperezó del todo, tratando de discernir la explicación en la penumbra. No fue difícil encontrarlo; aquella luz brotaba del interior del espejo que había colgado de mi habitación. Pensé que no era más que el reflejo de la verdadera fuente de luz, pero me equivocaba. El espejo era, sin duda alguna, su origen.

Aparté las sábanas, y me acerqué cual sonámbulo de la forma más cautelosa. Una serie de serpientes de luz estaban danzando sobre la superficie del espejo, haciendo casi imposible el poder ver el reflejo de nada. Éstas, en cuanto notaron mi presencia, empezaron a juntarse unas sobre otras, formando lo que parecía una figura humana. Mis ojos no daban crédito mientras iban contemplando cómo se formaban todas sus características. Piel suave y tersa, de tonalidad acaramelada. Un cabello que caía a la altura de los hombros, llamativamente rizado y voluminoso. Una cara en forma de corazón, con unos labios carnosos y delineados. Una nariz recta y redondeada en la punta, un cuello largo... Cuanto más lo miraba, más detalles podía sacar. El número de pecas, la forma de las orejas, las líneas de expresión. Todo menos los ojos, que permanecían cerrados, en un estado somnoliento. Cuando los hilos de luz dejaron de desplazarse, un cosquilleo me inundó cada milímetro del cuerpo. Algo dentro de mí lo sabía. No cabía duda alguna. Era ella.

―Lucrecia...

Al instante, sus párpados se levantaron perturbados, Demostrando sus pupilas pequeñas. Eran los ojos más claros y brillantes que jamás había visto. Tal era su impacto, que me provocaron despertar de mi pesadilla, haciendo que literalmente me sentara sobre el colchón en un acto reflejo. Mi corazón todavía rebotaba entre las paredes de mi pequeño, y mi alma trataba de escaparse a través de mi aliento. La luz del amanecer empezaba a penetrar a través de la ventana.

Ya no hacía frío.

***

Tras la misa, a la que acudieron sólo los conocidos más íntimos (o eso deduje, ya que no pude sacar a ninguna cara conocida), la comitiva pasó a acompañar el ataúd hacia el panteón de la familia, situada en una parcela de la finca, no demasiado lejos de la casona. Pero en todo lo que duró el acto, fui incapaz de quitarme la visión de la noche anterior de la cabeza. Me sentía culpable, pues en estos momentos tendría que estar apoyando a mi buen amigo, pero no tenía la cabeza como para cargar con asuntos ajenos. Mi mirada iba perdida, incapaz de posarse en los álamos o el verdor de la hierba; mi piel apenas percibía la humedad del rocío, ni la inminente tormenta que se cernía sobre nuestras cabezas. Mis oídos no se percataban de los rezos, los sollozos, ni el ulular del viento. Nada de eso me hacía recuperar mi ser, pues mi ser estaba en otro páramo, una dimensión desconocida, donde el viento era el aliento de Lucrecia, donde la madreselva era su pelo rizado, donde los cánticos no eran más que los destellos de sus ojos, capaces de convertir hasta al mismísimo Belcebú.

Tan fuertes debían de ser estos pensamientos, o tan distraída mi conciencia, que lograron empujar los límites del espacio, haciendo que por infortunio uno de los portadores del féretro tropezara con una furtiva raíz escondida entre la alta hierba, torciéndose un pie y cayendo en el acto sobre el suelo, agarrándose con fuerza al asa del ataúd, y por ende arrastrándolo hacia el suelo, sin que nadie pudiera evitarlo. La madera cayó de canto, haciendo que los clavos se desencajasen de su sitio y la tapa se desplomase sobre la hierba de esmeraldas. La comitiva se detuvo entre gritos y ojos cerrados, horrorizados, pero mi pecho reaccionó de otro modo, todo lo contrario, de hecho. Traído de vuelta a la realidad como una flecha en llamas, mis ojos se abrieron hasta desorbitarse, buscando desesperadamente entre el follaje de cabezas el cuerpo de la que debía ser mi visión. Traté de abrirme paso sin llamar demasiado la atención, pero tal era el espesor de las gentes que se reunieron alrededor del ataúd, para cerrarlo de nuevo, que apenas tuve tiempo de distinguir ninguno de los rasgos. Sólo pude diferenciar una parte cuando recogieron el cuerpo para introducirlo de nuevo; una mano fría, alargada, de piel acaramelada, con una pequeña película azul bañando hasta la punta de sus uñas, brillantes, esmaltadas, con el dibujo de las venas todavía delineado cual raíces de la tierra. No puedo describir la decepción que me provocó el no haber distinguido nada más. Ni un mechón, ni un párpado entreabierto. ¿Pues cómo sabía si la Lucrecia de mi imaginación era en realidad la Lucrecia que había habitado en el corazón de mi amigo? Tras haber perdido esta oportunidad para descubrirlo, al igual que haber perdido la oportunidad para siempre, una vez le enterraron, un sentimiento de desasosiego empezó a hacer mella en mi cabeza.

Apenas puedo describir los acontecimientos que prosiguieron a ese fatídico suceso; todo lo que hay de ellos no es más que una imagen emborronada por la lluvia del tormento, la locura del delirio. Todo pensamiento de razón quedó enjaulado por la más malsana de las obsesiones; tantas dudas que asolaron mi pecho, que perdieron mi vista en el infinito, más allá de mí mismo. Mi cuerpo se movía al son del cortejo, reaccionaba al son de la humanidad; mi cabeza sólo podía arañar una palabra con las uñas en las paredes de mi cráneo: Lucrecia

Lucrecia

Lucrecia.

Mis ojos buscaron el recuerdo de su imagen sobre el espejo del salón, allá donde lo único que podía encontrar era el brillo inexistente de mis párpados, caídos, agotados por la incertidumbre. ¿Quién sabía si yo mismo podría ser Lucrecia? ¿Cualquiera de los presentes? ¿Existiría siquiera, habría existido? Cada pensamiento se adentraba en las profundidades con mayor ahínco, aferrándose como el aliento a la vida.

Una vez hubo concluido la ceremonia, no pude soportarlo más. Me abalancé sin tapujos sobre la efigie de mi amigo, sujetándolo de los hombros con la desesperación manando de mi boca como el humo de un cigarro. Mi actuación lo sobrecogió, y aún más mi petición, pues si bien pensó que mi aflicción se debía a una repentina empatía liberada, mi propuesta fue más bien inesperada:

―Oswald, amigo mío, te lo suplico: recuérdamela. Recuérdame cómo era ella. Como hacías en tus cartas, hasta el más mínimo detalle. No omitas nada. Cada peca, cada curva de cada pestaña, cada brillo de sus poros. No omitas nada...

―Lamento que mi memoria está demasiado fatigada como para realizar ahora una petición tan extenuante, para mí envuelta en zarzas y hiedra.

―¡Hiedra! ¡Ese era el color de sus ojos, ¿no?! ―salté con la furia del enloquecido―. ¡Verdes como la hiedra! ¡Hiedra fresca, veraniega!

―Cualquiera diría que eres tú el que ha perdido a mi esposa...

―¡Y su pelo, enmarañado como los tallos de los rosales! ¡Su piel de café, con su aroma dulzón!...

Oswald me preguntó con consternación sangrante en la garganta por qué parecía conocer con tanto detalle los entresijos de su amada, a lo que hube de responder terminando mi exhaustiva descripción, demostrándole, como después le confesé, mi encuentro con el espectro de su amada en los espejos de la casa. Por el rostro que se dibujó a sí mismo, una parte de él pareció preocuparse por mi salud mental, mientras que otra parecía trajinar un cometido más oscuro que sus propias entrañas. Se levantó con paso penumbroso, acompañándome hasta mis aposentos para que pudiera ahuyentar las malas pasadas y recobrar algo de consciencia, ya que la casa parecía que estaba arrebatándonosla a los dos. Intenté seguir sus consejos, pero mis ojos no podían cerrarse ante todo el desfile de las Lucrecias que bailaban en el reflejo de la habitación. Pasaron las horas, y cuando fui capaz finalmente de entornar ligeramente los ojos, fui nuevamente desvelado por un destello azulado. Un destello que me paró el corazón, que me hizo incorporar sobre la cama y abalanzarme ante el espejo, donde apenas pude atrapar algunos bucles de su cabello. Mis pasos se abalanzaron escaleras abajo, persiguiendo el resplandor que brotaba de las paredes, que danzaba sobre los cristales de plata de las paredes, que conducían hacia el espejo del salón. Y allí me esperaba Lucrecia. Era imposible, imposible que no fuera ella. Todas las quimeras que me persiguieron en sueños de delirio se desvanecieron en el vaho de las ventanas; ni la más lúcida de mis ensoñaciones hubiera sido capaz de concretar y confeccionar facciones tan perfectas, tan armoniosas. Y su ojos...

Aquellos ojos que me atraparon en su red hacía apenas una noche, que me habían quitado toda voluntad y deseo, salvo aquel que no fuera el poseerlos, mientras se mostraron altivos la primera vez, en esta ocasión me llamaban en un silencio embaucador, que tiraba de mi ser como el imán corre hasta encontrarse con el norte de su camino. Una de sus manos se adelantó en el parpadeo de un ojo, atravesando la pared del cristal, tornado ante mis ojos en un sutil vaho que caía a mis pies, sobre el suelo. Sus labios se separaron, y aunque no pudieron pronunciar palabra, entendí hasta el último de sus sonidos. Mi corazón se sostuvo en el tiempo, mi respiración parecía insignificante, mientras los hilos que aquella mujer había tendido alrededor de mi pecho me arrastraron sobre la moqueta, atrayéndome hacia mis más profundos deseos, a los que me encomendé sin pensarlo. Lo había conseguido, aunque no le encontrara la explicación. No sabía qué deseaba, pero lo hacía, y nada me produjo mayor éxtasis que saber que Lucrecia me correspondía. Me quería para ella, me había elegido a mí, por encima de cualquier otra alma del universo. Más allá de Oswald, más allá de todos en la comitiva. Yo, sólo yo era el elegido. ¿Cómo no iba a encomendarme a la magia que brotaba de aquel rostro? ¿Quién le hubiera dicho que no?

Levité hacia su lado, extendí mis brazos hasta desencajarlos, impaciente por sentir por primera vez el maravilloso tacto con el que tantas horas había soñado. El momento del primer roce es uno que jamás olvidaré; un calambrazo me recorrió hasta la última espina del esqueleto. Jamás podré sentirme tan poderoso, tan vivo, tan deseado. Fue un momento breve, uno que jamás podré arrancarme de la piel, ni de los huesos.

Y digo breve, porque apenas unos segundos después de ese primer contacto en el que tanto me deleité, los ojos de Lucrecia se clavaron en los míos. No pude leerle el pensamiento, era demasiado profundo. Tan profundo como el tirón que sentí a continuación, que me levantó en volandas del suelo, que me atrajo hacia el espejo de la chimenea sin tiempo para coger aire. Un estruendo ensordecedor me noqueó, y todo a mi alrededor se volvió oscuridad.

Desperté, si es que en realidad llegué a estar dormido, tendido sobre la más pegajosa de las tinieblas, en un ambiente indescifrable, comprimido por la humedad, con un eco que reverberaba los propios latidos de mi corazón. Escasas ventanas de luces azuladas iluminaban el espacio indefinible, extendidas en distintas direcciones, esparcidas como estrellas en el firmamento. Mi respiración se volvió forzosa, mis ojos escudriñaron en la oscuridad, buscaron la figura de Lucrecia. Y la encontré; su efigie me miraba a través de una de las ventanas ovaladas. Todo en ella parecía cambiado, sus mejillas sonrosadas, su piel palpitante, sus ojos vívidos, profundos como las lagunas del verano. Intenté acercarme a ella con la curiosidad aterrada de un niño, hasta que un sonido me distrajo. Una de las ventanas se había apagado sin previo aviso. A esa le siguió una. Después otra. Sumiendo a cada instante la estancia en una oscuridad más asfixiante. Mis pies reaccionaron por su cuenta, tratando de dar caza a las luces que se esfumaban de mi vista. A una de ellas llegué a tiempo para ver la figura de Oswald, mi buen y viejo amigo; allá donde se habían encontrado mis aposentos, allá donde el espejo de mi habitación debió de estar colgado, sujetaba una tela acartonada. Mi corazón dio un vuelco, de mis entrañas salió un profundo grito que captó su atención. Ambos nos miramos. Sé que me vio, vio más allá de mi propia alma. Y con la misma frialdad con la que tantas desgracias lograron superar nuestras adversidades, hizo caso omiso de mis súplicas, tapando el espejo del otro lado y apagando para siempre aquel haz azul de esperanza. Mi cuerpo entró en caos, incapaz de reaccionar hacia todas las luces que simultáneamente se iban apagando por ayuda de aquellos que jamás me habían saludado. Mi subconsciente fue capaz de ver la última de las oportunidades, haciéndome regresar hacia el espejo por el que había entrado. Mis pies se tropezaron sobre el suelo hasta que mis puños lograron impactar contra el espejo, deteniendo mis gritos y, por ende, captando la atención de Lucrecia, con su tela ya sujeta a media altura. Mi ira se tornó en desesperación, mi voz ronca dio paso a las lágrimas. Ni abrir los ojos pude.

―Por favor... te lo suplico...

Supliqué con algo más que palabras. Con algo más que el alma misma, aquella que había entregado a cambio de la suya. Para ella debió de ser la paga del favor, pues tras unos instantes de penuria, decidió apartar la tela. Una de sus últimas miradas, la última que recuerdo, me habló en una lengua jamás escrita por el hombre, hasta que finalmente desapareció por la puerta del fondo. Mi frente se apoyó contra el cristal, hasta descender de rodillas sobre el suelo, bañándome en la luz azulada, la única de aquel vacío, el único espacio seguro.

Mi condena para mí no es condena. Aquí nada es realmente oscuridad. No mientras sea capaz de alimentarme con sus fugaces visitas, sus intermitentes apariciones. Verla formar una vida, aunque en brazos de otro, es suficiente para mí. Algunos estamos destinados a ser meros espectadores de la vida de otros. ¿Mi consuelo? Aún consigo mantener una chispa ardiendo en lo más profundo de mi ser. Aún me queda el recuerdo de los brillantes ojos de Lucrecia, aquellos que me eligieron a mí, y sólo a mí.

Quien haya visto su reflejo, me entenderá.

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