Reseco de veneno, sediento de...

Door Poisonganger

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Las llamas lo han consumido todo: su hogar, sus vecinos, sus pertenencias y su memoria. Remo Milton es el úni... Meer

PRÓLOGO
FORTUNA: I
FORTUNA: II
FORTUNA: III
ASPEREZA: I
ASPEREZA: II
ASPEREZA: III
CONEXIÓN: I
CONEXIÓN: II
CONEXIÓN: III
CONEXIÓN: IV
GERMINACIÓN: I
GERMINACIÓN: II
GERMINACIÓN: III
GERMINACIÓN IV
GERMINACIÓN: V
GERMINACIÓN: VI
GERMINACIÓN: VII
CRECIMIENTO: I
CRECIMIENTO: II

ASPEREZA: IV

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Door Poisonganger


A pesar de que los días eran cada vez más cortos, las noches más largas y el sol calentaba menos, Remo se sentía asfixiado. No había silencio, ni gotitas de condensación pegadas a un cristal; tampoco estaba encerrado, pero sí se encontraba en un jardín. Estaba rodeado de robles, hayas, olmos. A lo lejos veía un imponente sauce llorón, a la orilla de un estanque donde crecían juncos, helechos y hasta nenúfares. A pesar de que cada vez hacía más frío, Remo sentía calidez. La misma calidez que en sus recuerdos —sueños, (visiones)—. Desde la punta de los pies hasta la de su nariz, todo su cuerpo vibraba en un extraño hormigueo que no podía describir y soportaba en silencio, junto a las taquicardias, que iban y venían en distintas intensidades.

Su padre le había despertado esa mañana de muy buen humor, para decirle que se vistiera. Lo primero que hizo Remo fue girarse, en busca de su madre en la cama, pero Vivian ya no estaba ahí y Leo no le dio tiempo a preguntar por ella. Le tiró una chaqueta negra, con borreguillo en el cuello y llena de parches, mientras le decía «abrígate, que va a hacer frío». Ni siquiera le dejó desayunar, sacó el Ford del garaje con un rugido y lo obligó a sentarse de copiloto.

Lo primero que hizo su padre nada más llegar a la autopista fue una demostración de lo que era un coche con suspensión hidráulica y que, por supuesto, Remo no entendió, porque estaba bastante ocupado pensando en que el «maquinón» no tenía reposacabezas en el banco delantero y cualquier choque podría suponer muerte segura. Prefirió no compartir sus miedos, como tampoco compartió el bofetón que recibió al llegar al jardín botánico y darse cuenta de que los susurros que se atoraban en su cabeza no provenían de ningún grupo de personas demasiado cercano a ellos. No había nadie a su alrededor. Le aturdió de tal manera que ni mostró sorpresa al darse cuenta de que su padre se había tomado muy en serio lo de «nada de explotación animal». Incluso le había leído por encima un folleto donde decía que podrían ver una secuoya roja de California, sin importarle que no tenía ni idea de lo que eso quería decir y que con toda probabilidad, pasarían por delante sin saber que era ese árbol en cuestión.

Habían hecho una parada técnica para desayunar en una cafetería vegana que Leo había marcado en su aplicación de mapas. Desde que salieron de allí, el 90 % de la conversación se relacionaba con la sorpresa de darse cuenta de que el bacon de mentira sabía igual que el de verdad y que era carísimo. Remo le siguió la corriente con monosílabos. O se estaba volviendo loco o podía oler todos y cada uno de los perfumes que desprendían las plantas que se apelotonaban a la vera de los caminos y los puentes. Estaba tan aturdido que le pidió a su padre, en un gesto mudo, sentarse en el primer banco disponible que encontraron sus ojos.

—¿Te encuentras bien? —Leo no se sentó con él, sino que se inclinó para examinarle la cara de cerca—. Estás paliducho.

—Estoy un poco cansado —se limitó a contestar, con los ojos cerrados. La cabeza le daba vueltas, los susurros se habían convertido en un zumbido y por mucho que trataba de llenar el pecho de aire, nunca llegaba hasta el final.

—Normal, te tienen que faltar nutrientes. ¿Has ido al médico? Seguro que es anemia, comer todo el tiempo verduritas no es sano, necesitas proteínas. —Leo se dio por vencido y se sentó al lado de su hijo.

—Papá, mi dieta es más sana y variada que la tuya, cállate —espetó, agobiado y de incipiente mal humor. Se desabrochó un par de botones de la chaqueta.

—Bueno, vale, vale. Perdona. Es solo que no entiendo de dónde sacáis las proteínas.

Remo se echó hacia delante, para sostener la cabeza con las manos y apoyar los codos sobre las piernas. No iba a contestar a eso.

—Ahora que lo pienso, he sido un poco bruto... Acabas de salir del hospital. ¿Cuánto tiempo llevabas en la cama? Necesitas descansar y te he traído a caminar. —Estaba nervioso, había sido otra torpeza más en la lista de la que se había dado cuenta después de que su hijo pinchara con un alfiler la burbuja de su ilusión.

—No hemos caminado tanto.

—Para una persona normal, no, ¿pero para un convaleciente? Oye, ¿ya no llevas vendas, no te curas las... quemaduras? —Horas después se había fijado en la cicatriz de su hijo, lo que le llevó a pensar en el resto. Vivian le había informado, por encima, de que había respondido muy bien al tratamiento, que habían tenido mucha suerte, pero Vivian le ocultaba cosas, aposta.

—Picaban.

—Creo... que eso es normal, ¿no?

—No las necesito. Estoy bien. —Cogió una bocanada de aire frío, con fuerza. Le llegó a las fosas nasales tal mezcla de aromas que se le emborronó la vista.

Leo lo observó unos instantes. El silencio entre ambos fue como música para los oídos de Remo, taponados de ruidos inteligibles. No necesitaba preguntarle a su padre si él también lo oía, porque era obvio que no.

—Siento mucho lo de ayer, leoncito. —Se repantigó en el asiento y miró al frente—. No sé cómo se me pudo olvidar... Creo que estaba demasiado emocionado por verte.

—Déjalo, papá. En serio. Está bien. —Remo sintió, por debajo de la ropa, una gota de sudor bajar por la espalda.

—Solo quiero recuperar el tiempo perdido contigo. Tu madre tiene razón... Pero no se lo digas, que me hundes la vida. —Lo miró de reojo, no parecía prestarle mucha atención y eso lo desmoralizó un poco, pero también pensó que se lo merecía y debía continuar—. A veces, tomamos decisiones pensando en cuál es el mal menor, porque no hay opción buena.

—Papá, soy tu hijo, no una soga atada al cuello. —Reunió las fuerzas suficientes para intentar terminar con los remordimientos de su padre, quien no pareció entender lo que le decía—. Me refiero a que si para ser feliz tenías que irte de casa, pues ya está. No me habría gustado que te quedaras solo por mí.

—Pero tu madre...

—A mamá le encanta torturarte, pero está mejor sola. ¿Te crees que está soltera porque no puede?

—No. —A Leo le brotó una sonrisa estúpida de la boca—. Desde luego que es porque quiere.

—Mira... Os prefiero así, libres y haciendo lo que os da la gana, que aguantando años y años una farsa por tenerme a mí entre algodones. Está bien.

La presión que Leo sentía en el estómago desde hacía horas se alivió. La de Remo aumentó.

—Admito que lo de la nota en la nevera fue una mierda... Pero es que cada vez que intentaba decírselo, la veía y pensaba en todos los buenos momentos y me convencía a mí mismo de que si nos esforzábamos podía funcionar y luego me daba cuenta de que no, pero la volvía a mirar y era tan guapa, me gustaba tanto, la quiero tanto... No quería irme. Pero tampoco aguantaba más ahí, con ella. Es implacable.

—Ya lo sé. —Se pellizcó el puente de la nariz—. Ha logrado que me vaya de Nueva York de un día para otro sin rechistar. —Sonrió, aunque no tenía ganas.

—No soy la clase de persona que necesita a su lado. —Leo terminó la confesión, sorprendido por habérselo dicho a su hijo. Hasta el momento, solo se lo había contado a Laika.

—Papá, no necesitas justificarte conmigo. —Ni tenía ganas de que lo hiciera.

—Bueno... —La actitud de su padre cambió de golpe—. Prefiero decírtelo ahora que estás consciente que hacerlo cogiéndote de la mano en una cama de hospital, sin saber si me estás escuchando o no.

—Qué gracioso eres.

—¿Te gusta el jardín? Ha sido idea mía.

—Me encanta.

Lo de Remo no había sido mentira. Le encantaba el sitio, lo poco que había leído en las placas y carteles le habían interesado. Le fastidiaba encontrarse tan mal, porque no podía disfrutar del paseo. Sin embargo, también le daba la impresión de que veía con más claridad los colores vibrantes de las flores, con más exactitud los balanceos de sus tallos e incluso cada muesca de los troncos.

—Siempre te han gustado los bichos, hasta los verdes. —Leo estiró las piernas en el banco, con las manos dentro de los bolsillos de su cazadora de cuero—. No sé, supongo que es normal que a los niños les gusten los perritos, pero es que tú recogías absolutamente todo lo que te encontrabas.

Remo se relajó un instante. Trató de acallar el ruido de su cabeza y olvidar lo que sus sentidos captaban, para centrarse solo en las palabras de su padre.

—Nos llenabas el garaje de patos, conejos, mapaches, perros, gatos. Una vez, trajiste una mofeta.

De la mofeta sí que se acordaba. No podría decir desde cuándo, pero ya sí.

Quizás, si su padre le seguía contando más cosas, la memoria le volvería, poco a poco. Quizás solo necesitaba que alguien le contara las cosas, teniendo él la certeza de que lo que le decían era real y no un sueño lejano.

—Pero es que, además, también te encantaban las plantas. Entrar en tu habitación era como acceder a una puerta mágica que te llevaba a la selva. Con diez años ya eras capaz de hacer que los cactus sacaran flor.

—Hay algunos que tienen flores, papá. —Reprimió una risa genuina.

—Yo creo que no tenías una pitón en tu cuarto a lo Alex Delargue porque a tu madre le habría dado un infarto.

—Bueno —al final rio—, creo que antes tendría una vaca o una nutria.

Decidió intentar levantarse, no quería perder el día sentado en un lugar tan bonito.

—Perdona por lo de antes, papá.

Leo lo miró desde el banco, confuso.

—He sido un poco borde, porque no me encontraba bien... No me encuentro bien. —Se corrigió—. Desde que me desperté en el hospital me encuentro muy mal.

—Tu madre me ha dicho que en cuanto lleguéis a Montreal, buscará ayuda psicológica. Seguro que tienes estrés postraumático.

—Ya, aparte. —Remo se mordió el labio. Vivian se preocupaba por él todo el tiempo, pero con quien tenía ganas de sincerarse era con su padre—. El problema es que el médico me dijo que mi amnesia era transitoria, pero no termino de recuperarme.

—¿A qué te refieres?

Remo volvió a sentarse, con la espalda erguida y clavándole la vista a Leo. Necesitaba que lo tomara en serio y que le creyera.

—No sé quién soy.

Leo abrió la boca, pero Remo continuó hablando:

—Sé que me llamo Remo Milton, que viví en Montreal, que me mudé a Nueva York, que estudié Derecho. Si me esfuerzo recuerdo leyes aleatoriamente, te lo prometo. Pero igual, no sé quién soy. Sé que no como carne, sé que me gusta la tarta de zanahoria... Pero no sé qué hacía en Nueva York, no sé por qué quise ir a Nueva York, no sé dónde trabajaba, no sé nada.

»Ahora mismo llevo una chaqueta que no es mía. Pues así me siento en mi cuerpo. Me siento como si estuviera en un cuerpo que no es mío, un cuerpo prestado. Me siento como si vagara en un lugar desconocido lleno de niebla, sin poder ver más allá de dos palmos de lo que tengo delante.

«Y yo creo que eso no es amnesia transitoria».

Dejó unos segundos de silencio, para que Leo procesara todo lo que le acababa de decir. Le había dejado con ambas cejas enarcadas. Remo le pidió mentalmente que le dedicara unas mínimas palabras de consuelo o se derrumbaría ahí mismo. Las taquicardias habían vuelto.

—Trabajabas de voluntario en un centro de mujeres maltratadas —murmuró Leo, todavía en shock por el arranque de su hijo.

Remo quiso preguntarle un «qué» sorprendido, pero tan pronto como se lo dijo, se acordó del edificio en el centro de una ciudad desconocida, en su mayor parte antiguo, con grandes ventanales y ornamentos en la fachada, pero partes reformadas, con placas de distintas tonalidades de malva. Se acordó de que la puerta había que cerrarla con un golpe seco fuerte y de que las escaleras eran blancas y estrechas, como en un cuento de hadas.

—¿Cómo... me mantenía? —No era la pregunta más lógica que quería hacerle, pero fue la que le salió.

—Tenías suficientes ahorros como para permitirte el año sabático.

—¿Estaba de año sabático?

Sí, claro que sí. Quería pasarse un año entero conociendo la ciudad, para no tomar decisiones precipitadas, para encontrar estabilidad y no caer en las trampas de los novatos. El voluntariado era para no perder la rutina, y para conocer desde dentro las diferentes asociaciones y organizaciones que le interesaban. Echaría su currículum al año siguiente, cuando ya tuviera contacto con el campo que le interesaba.

—Ya me acuerdo. —Levantó la mano, para indicarle a su padre que no hacía falta que le respondiera—. Cuando me lo cuentas me acuerdo.

—¿Tu madre no te lo había contado? —Leo estaba indignado a medias.

—Aunque no te lo creas, apenas hemos tenido tiempo de hablar las cosas básicas para irnos a casa. Me prometió que en casa todo sería diferente y tendría tiempo para recuperarme. Está muy nerviosa.

—Ya.

Se acordaba. Empezaba a acordarse aquí y allá. La niebla, al lado de su padre, que le contaba todo sin reservas, parecía menos espesa y eso le animó.

—¿Dónde vivía? ¿Cómo era mi casa? ¿Me fuiste a visitar alguna vez?

Remo no tardó en atiborrar a su padre de preguntas. Leo se levantó del banco e indicó a su hijo que hiciera lo mismo. El abrazo que le dio fue sentido, fuerte, mucho menos precipitado que cuando lo recibió el día anterior.

—Leoncito, quiero que sepas que siempre tendrás una casa aquí, en Boston —lo dijo con una gravedad impropia—. Puedes quedarte con nosotros todo lo que quieras, aunque tu madre se vaya. Nosotros también sabemos cuidar de ti. —Escuchaba su voz amortiguada. Eran más o menos igual de altos, por lo que la cabeza de Remo estaba sobre el hombro de Leo y viceversa.

—Gracias, papá. —Fue lo único que le salió, en parte porque estaba a punto de llorar, en parte porque habría preferido que le respondiera a las preguntas que le había hecho. Estaba sediento de recuerdos y su padre parecía sostener el único vaso de agua del incendio.

—Fui a verte una vez —le dijo, tras separarse de Remo. Echó a caminar por el jardín, puede que en busca de la secuoya de California—. Fuimos a ver juntos a los Celtics y me quedé un fin de semana contigo. Vivías en un edificio... —carraspeó y le evitó la mirada. Remo le hizo un gesto para que continuara—. Antiguo. No me extraña que se haya incendiado. Era muy viejo.

—¿Por qué?

Caminaban hombro con hombro. A Remo le habría gustado perder más tiempo inspeccionando todos los ejemplares que se encontraban por el camino, pero la conversación se estaba poniendo, por fin, interesante.

—¿Por qué era viejo?

—No. —Sonrió—. Por qué vivía en un edificio viejo.

Le dio la impresión de que su padre se envaraba. Le habría gustado señalarlo, de no ser porque no quería perder el hilo.

—Encontrar casa en Nueva York era un infierno, hijo. Me imagino que era lo que había.

—¿Tenía dinero, sin trabajar, para pagar el alquiler?

Leo se llevó las manos a los bolsos de la chaqueta. Remo inspeccionó su gesto. ¿Le estaba contando la verdad? ¿Le estaba vendiendo sueños o realidad? Porque no conseguía acordarse de nada, al contrario que antes.

—Sí. Sí podías pagar el alquiler. Y el piso estaba bastante bien, ¿eh? No era un palacio, ni nada, pero era suficiente... —Se cortó de golpe. Estuvo a punto de continuar la frase. Por suerte o desgracia no lo hizo—. El salón y la cocina estaban en una sola pieza, ya sabes. Tenías dos habitaciones y un balconcito. No estaba mal situado.

—¿En qué zona, papá? —Frunció el ceño, obligando a su cerebro a exprimirse.

—Brooklyn.

—Siento que tengo cuentas pendientes con esa ciudad. —Habló en voz baja, pero Leo lo escuchó a la perfección y se estremeció. Le pasó un hombro por encima, quería ayudar a su hijo y quería no cagarla con Vivian. No sabía si iba a ser posible lograrlo todo en las próximas horas, pero lo intentó.

***

Era cierto que se encontraba bien, pero también que había pasado mucho tiempo postrado en una cama, por lo que el paseo en el jardín le dejó agotado. Leo le había hablado durante un par de horas de un sinfín de detalles de Nueva York. A Remo le había parecido increíble que se acordara de tantas cosas en un fin de semana y luego, su padre le había respondido que no era la primera vez que visitaba la ciudad.

Le tuvo que contar cosas tan obvias como la sensación de coger el metro o el olor de las panaderías a primera hora de la mañana. También se centró un poco en su casa. Le explicó que la parte favorita de su hijo estaba en una esquina, al lado de una ventana de proporciones generosas. Tenía un sillón y una estantería llena de libros y de plantas. Una bandeja con una regadera de metal. Guardaba tierra en sacos debajo del fregadero y acumulaba revistas de jardinería, también libros. Le gustaba pasar el tiempo intentando hacer ilustración botánica, aunque todavía no la dominaba. Leo le había explicado que él mismo le había dicho que por eso le gustaba el hobby, porque no era bueno en ello, pero le relajaba no tener metas, ni pretensiones.

Pararon a coger la cena en un restaurante asiático vegano. Leo quería probar las versiones veganas de todo lo que conocía hasta el momento y Remo no se opuso. Admitía que tenía hambre. El viaje de vuelta fue más tranquilo. Leo lo dejó descansar y no hizo que el coche saltara —los tramos de atasco se lo impidieron—, así que tuvo tiempo para reflexionar.

Tenía vecinos y trabajo, aunque no cobrara. También aficiones. No se hacía una persona asocial. Tampoco era el alma de la fiesta, pero no le costaba entablar conversaciones. Era imposible no haber dejado a nadie atrás. No podía comprobar sus contactos en el teléfono o el ordenador, porque ambos aparatos habían perecido en el incendio, pero se hizo una nota mental para llamar a la compañía de teléfono y solicitar una copia de tarjeta.

¿Sus amigos habrían llamado para preguntar por él? ¿Sabían quién era su madre? ¿Le había dado tiempo a hacer amigos en un año? Desde fuera, Nueva York parecía una ciudad llena de vida, atestada de gente. Esa misma gente que cada día tenía que luchar por un salario con el que vivir para poder trabajar. Los trayectos en el transporte eran cada vez más largos y lentos, las tareas de casa ahogaban el poco tiempo libre de la jornada. Trabajar para poder vivir. ¿Era posible hacer amigos viniendo de fuera a su edad? ¿Podían siquiera permitirse tener ocio?

«¿Por qué me fui a Nueva York?». Era la pregunta que no dejaba de hacerse y no compartía con nadie, porque no era la típica cosa que alguien compartía. Sus padres quizás se atrevieran a darle las excusas o las respuestas superficiales. Pero él quería llegar hasta el fondo del asunto, él quería adentrarse en esa niebla espesa, hasta lo más profundo de su psique y entender por qué el Remo de hace más de un año hizo sus maletas lejos su vida en Montreal y decidió empezar una nueva e inestable en Nueva York, donde todo se complica cuando dejas de ser turista.

Había algo. Tenía que haber algo.

Fuego.

Un jardín con plantas.

La respiración de alguien (¿la suya propia?) condensada en un cristal.

Lorena.

—Prueba los rollitos con la soja, están que te cagas.

Se habían sentado alrededor de la mesa, dentro, porque se había levantado un viento feo fuera. Leo le pasaba un par de rollitos de primavera a Laika, emocionado por la cata de comida vegana. Todavía no se había atrevido a probar el pollo teriyaki, incapaz de comprender que existiera algún componente no animal que pudiera reemplazarlo.

—¿Te gustan los tallarines, cielo? —le preguntó a Vivian, que comía concentrada, con palillos, al contrario que Leo y Laika. Había dejado un libro gordísimo a su lado, marcado por una página del final.

—Deja de llamarme cielo, por Dios —protestó, sin levantar la vista de la comida—. ¿Qué tal ha ido todo? —Puso una voz sedosa y eso era sospechoso.

—Genial. —Remo parpadeó varias veces, sin entender muy bien cómo había llegado hasta la silla del comedor y cómo su cuerpo había ingerido la comida de forma automática, pero él seguía sumido en sus pensamientos—. Vimos un gingko japonés.

Leo enarcó las cejas, sin enterarse de nada, con cara de «¿cuál era ese?».

—Desayunamos unos donuts veganos —añadió su padre.

—¿Veganos? —Laika no entendía el concepto y Remo pasaba de explicarlo.

—La leche, el huevo, la mantequilla... todo es de origen animal, cariño. —La que lo hizo fue Vivian, con falsa amabilidad. Remo sabía que le encantaba que lo fastidiaran.

—¿Y qué comes? —La pregunta le salió de forma involuntaria, casi con admiración.

—Hay un montón de opciones. —Vivian se encogió de hombros, quitándole importancia—. Leche de soja, almendras, avena, coco... plátano, linaza.

—¿Tú también eres vegana, cielo?

—Intento reducir mi huella de carbono y lo más fácil es reducir el consumo de carne, por ejemplo.

Remo los dejó hablar, sin importarle que fuera el sujeto de conversación. Aquello era lo más parecido a una charla casual que habían tenido desde que llegaron y se sintió como si remitiera una migraña, como cuando dejó de escuchar los susurros extraños al alejarse del jardín. Las taquicardias le seguían amenazando, porque no sabía cómo decirle a su madre que no se iba a ir a Montreal.

—La huella de carbono refleja la cantidad de gases de efecto invernadero que producimos como individuo. —Su madre había adquirido el tono que utilizaba para dar clase, mientras Laika escuchaba interesada y Leo fruncía el ceño, sin terminar de entenderlo.

—No entiendo la relación entre comer carne y el efecto invernadero.

—La industria cárnica es muy contaminante. —Remo también participó. Quería incluirse, para dar el quiebro que le interesaba en algún momento—. Sobreexplotamos los recursos, deforestamos... Es un ritmo que no podemos asumir más tiempo y que podemos rebajar si dejamos de presionar con situaciones cotidianas, como la dieta, el plástico o la ropa.

Nadie respondió. Solo escuchó el masticar, los cubiertos contra los platos, las respiraciones, el agua de la jarra cayendo al vaso. Era una sensación muy familiar para Remo. Nadie quería hablar de algo tan incómodo, como que en unos años se irían a la mierda. A todo el mundo le hacía gracia que al chico le dieran pena los animalitos, pero se dejaban de reír cuando hablaba de inundaciones, sequías y epidemias repentinas. Nadie miraba a la verdad a la cara y eso era algo que Remo siempre se había prometido que haría. Buscar la verdad, enfrentarla y solucionar lo que tuviera solución.

—¿Ves? Siempre pensé que ibas a estudiar Biología o algo así. —Leo rompió el hielo—. Y de golpe me contaste que Derecho. A veces sigo sin entenderlo—. Pensaba que habías heredado la atracción innata de tu padre por los números. —Le guiñó un ojo.

—Anda Leo, eres programador porque siempre has sido un friki de los videojuegos, no te vengas arriba. —Vivian volvió al modo gruñido.

—¿Te gustaba la biología? —le preguntó Laika, ignorando a la ex de su novio.

—No... No sé. Me gustan las plantas, sin más

No había sido muy elocuente, pero es que tampoco había un motivo para explicar su afición a las plantas y su cariño hacia los animales. Remo siempre había respetado todo lo que vivía a su alrededor. Hormigas incluidas si la situación lo requería.

—Le estuve contando cómo era su casa en Nueva York. —Leo miró con intensidad a Vivian, hasta que esta lo captó—. Tenía muchísimas plantas, ¿verdad que sí?

—Sí. —El carraspeo de Vivian indicó que habían entrado en zona fanganosa.

—Había una zona en el salón, donde solía leer, en concreto, donde tenía las más bonitas. Pero yo no supe decirle qué clase de plantas tenía... Una orquídea o algo así.

—Entre muchas. —Vivian posó los palillos sobre la servilleta, para indicar que se había terminado su ración.

—¿Quieres más? —Laika hizo ademán de levantarse, pero Vivian le negó con un gesto y Remo se apresuró a comer. Tenía tanta hambre que podría comerse lo de todos.

—¿Qué más tenía, mamá? —preguntó, ávido de nueva información.

—Cielo, cuál era esa que tenía. Era impresionante, la mejor de todas. —Leo fruncía el ceño, en un intento de forzarse por dar con el nombre.

—¿Cuál? —Su madre parpadeó.

—Papá me ha contado que tenía una planta muy rara en una mesita auxiliar, al lado del sillón.

—Me dijiste que solo podía estar ahí porque necesitaba mucha luz. Era una planta de selva.

—¿Morada? —A Vivian se le iluminó la cara.

—¿Azul?

—Hombres, no sabéis ni distinguir colores.

—¿Sabes cuál te dice?

—Sí, pero no me acuerdo, cariño. Tenías tantas y eres muy entusiasta con lo que te gusta. No pude absorber tanto conocimiento de golpe.

Laika soltó una risita involuntaria por la que después pidió perdón en voz baja.

—¿Pero de selva?

No es que le importara, seguro que se había calcinado con el resto. Pensar en sus plantas ardiendo le provocó un nudo en el estómago. De golpe, ya nadie estaba comiendo.

—¿Voy a por el postre? ¿Suelto a Tara? —Laika, un poco aburrida, se levantó de golpe para retirar los platos.

—Voy a ayudarte. —Leo la siguió.

—Era una planta tropical, sí. Llamaba la atención —le dijo Vivian, mientras permitía que Leo recogiera sus platos sucios—. Me contaste...

Se detuvo, igual que había hecho su padre en el jardín botánico. Remo no quería enfadarse, pero empezaba a sentirse muy irritado.

—¿Qué te conté? —Insistió. Ni siquiera le dio las gracias a su padre cuando se fue con sus restos.

—Te la regaló alguien. —Vivian fue seca, tajante.

—Ah, así que sí que tenía gente que me regalaba cosas —comentó Remo con una nota de aspereza en la voz.

—Pasabas mucho tiempo en un vivero de por ahí. Era donde comprabas el abono, la tierra, macetas y todas esas cosas... Pedirlas por Amazon es de capitalistas. —Su madre le dio un toque de atención muy sutil—. Puede que te la regalaran ahí por ser cliente estrella, ya sabes. Las ventajas del comercio de proximidad. —Le dedicó una sonrisa de advertencia.

«No hay nada más que contar», era lo que le decía esa sonrisa. Leo y Laika volvieron con un plato lleno de taiyakis y helado.

—Me gustaría pasar más tiempo con papá, aquí, en Boston. —Lo soltó cuando ya estaban los cuatro de nuevo sentados, abordando el postre. Remo no era rencoroso, pero tampoco un pusilánime y sabía cuándo responder a las sonrisas de advertencia.

Leo se atragantó con el pastel y se le cayó por la comisura del labio un poco de pasta de judías. Vivian abrió mucho los ojos. Le había cambiado la cara por completo, sin dar crédito a lo que acababa de decirle su hijo, como si fuera terrible. Como si quisiera decir que después de todo, prefería a papá antes que a mamá.

—Recuperar el tiempo perdido. —Saboreó las palabras, porque sabía que le hacían daño. Una necesidad desenfrenada e irracional de molestar a su madre, que estaba llegando al límite.

—No.

Leo bebía agua que Laika le había pasado con rapidez.

—No puedes prohibirme nada.

Madre e hijo se retaron en silencio, mientras Laika le preguntaba a su novio si se encontraba bien.

—Leo no seas ridículo, te ha puesto de excusa, no lo dice porque te quiera —espetó Vivían, muy enfadada, pero sin levantar la voz.

—O igual es lo que te gustaría pensar... —musitó su exmarido, mientras se mordía el labio.

—Me quedo con papá —volvió a decir.

—No tienes nada. Por tener no tienes ni ropa.

Leo estuvo a punto de decir que eso daba igual, pero Laika fue más lista que él y le calló con un codazo muy discreto en las costillas. Esa conversación era entre Vivian y Remo.

—En Montreal tampoco.

—En Montreal tienes tu casa, me tienes a mí.

—Aquí tengo también mi casa y tengo a papá.

Vivian resopló. Le impacientaba que Remo fuera tan meloso, que no hiciera las cosas de frente. En el fondo, intuía que era una pequeña venganza por haberle sacado con tanta prisa del hospital sin darle explicaciones.

—Mira, mamá, piensa un poco las cosas. No te he dicho que no vaya a ir a Montreal, solo te digo que no quiero ir todavía.

—Remo, acabas de salir del hospital. Estás débil. Necesitas un chequeo médico, ayuda psicológica, descansar, estar tranquilo... No preocuparte por nada, ¿vale?

—Estamos de acuerdo, pero no es algo que solo Montreal me pueda ofrecer.

—Yo no me voy a quedar aquí más tiempo. —Entornó los ojos, como si le incomodara decir eso delante de Leo y Laika, que seguían escuchando.

—Vale, pero yo me quedo con papá.

—Remo, por favor, solo te pido que no compliques más las cosas.

—¡No, mamá! —Alzó un poco la voz, solo un poco. En realidad, quería dar un golpe en la mesa, pero se contuvo—. Me sacaste de mi ciudad en volandas, sin explicarme nada. ¿Y mis amigos? ¿Y mi trabajo? Ni siquiera sé lo que he perdido, no he tenido tiempo a asimilarlo. ¿Quieres que pase página? ¿Cómo voy a pasar página si no sé lo que hay detrás? Estoy confuso y no me ayudas así.

Por un instante, Vivian mostró un gesto de vulnerabilidad absoluta. De haber llegado a su límite, de no querer seguir en una carrera solitaria cuya salida estaba aún muy lejos. Cuando parpadeó volvió a ser la de siempre.

—Lo hago lo mejor que puedo... —dijo en voz baja y con la vista clavada en el mantel.

—Ya lo sé, mamá. Pero a veces no escuchas y tienes que escuchar. Tienes que saber lo que necesito y necesito parar a respirar. Me estás ahogando. ¿Quién nos persigue? ¿Qué pasa?

Vivian abrió los ojos lo máximo posible. Dos enormes ojos azules que se le clavaron en cuanto pronunció las últimas palabras. Le había tocado la fibra sensible. Remo sabía cuál era el punto débil de su madre, el arma de doble filo que suponía su fortaleza. Si no escuchaba, no dudaba.

—Necesitas no volver a esa ciudad. Eso es lo que necesitas —le dijo, más firme.

—Eso lo decidiré yo. —Remo también se había recuperado del breve momento de frustración.

—No, no lo decides tú, porque no te acuerdas ni de la dirección de tu calle. No estás en posición de decidir todavía.

»Cuando lleguemos a Montreal y estés recuperado, podrás decidir si te quedas, vuelves o te vas a otro sitio. Nunca te he dicho lo contrario.

Eso había sido un golpe bajo, lo que quería decir que su madre empezaba a sentirse acorralada. Por el rabillo del ojo, vio a Laika coger del brazo a Leo, incómoda. Su padre no se movía, solo los miraba a ambos de forma intermitente.

—Mamá, hubo un accidente terrible. Casi me muero. Lo siento yo más que nadie que es quien lo ha perdido todo. Pero no necesito más vendas, ni psicólogos. Necesito saber quién soy y recuperar mi memoria.

—Para eso está el psicólogo.

—No. Cuando papá me contó esta tarde que trabajaba de voluntario, me acordé de muchas cosas. Necesito que me cuentes las cosas y no me estás diciendo nada. Necesito que esta amnesia se me quite y no me estás ayudando en nada.

El cuello de Vivian se volvió tirante. Quería gritarle muchas cosas. Reproches que solían ir hacia su marido y no hacia su hijo. Un «¿que no te estoy ayudando?» como mínimo, pero conocía los límites y necesitaba pensar, ser cautelosa. Caminaba sobre un filo muy peligroso.

—¿Qué le has contado? —No lo consiguió. Se volvió, hecha una furia hacia Leo—. ¿¡Qué le has contado a Remo!? —Ni cigarros ni ansiolíticos, no había nada que detuviera a la fiera.

—¡Nada! —Leo saltó en su asiento.

Tanto él como Laika se sobresaltaron. Los ojos de Vivian estaban prendidos de ira.

—¡¡Mentiroso!! —Se levantó de golpe, para ir hacia él. Laika se interpuso en el medio por acto reflejo.

—Vivian, por favor, cálmate —le pidió, de notable mal humor.

—Me calmaré cuando Leo me diga qué le ha contado a mis espaldas a Remo. —Ni siquiera le dedicó una mirada a Laika. Era como un insecto molesto que la retenía por el hombro.

—No le he contado nada.

—Me ha contado todo lo que tú no me has contado.

Vivian no se calmó.

—¡Eres un puto gilipollas, Leo! —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡Solo sabes arruinar todo lo que tocas!

—Vivian, le he contado cómo era el piso en el que vivían y dónde trabajaba. —Leo miró de una forma muy poco discreta a su hijo. De golpe, Remo lo entendió todo.

—Qué me escondéis.

Lo preguntó muy calmado, al contrario que sus padres. Era como si en el fondo lo llevara sabiendo horas, días. Era lógico.

—¿Quién está en Nueva York que no queréis que vea?

No podía ser otra cosa. Si lo pensaba desde esa perspectiva, todas las piezas encajaban.

—Nadie, hijo. —Vivian se cruzó de brazos, pero no se movió ni un milímetro.

—Deja de mentirme. Yo nunca te he mentido, mamá.

—Te estoy diciendo la verdad.

Hubo un segundo de calma antes de la tempestad, un momento para que todos recuperaran el aliento.

—Díselo, Vivian. Esto no tiene sentido. Yo no te entiendo. —Leo empezó la segunda ronda y Vivian le dedicó una mirada de profundo odio—. Te dije que no le había contado nada. —Se encogió de hombros, cansado.

Remo guardó silencio, pensando. Así que sí le estaba mintiendo. Con tanta naturalidad... ¿Cuántas cosas de las que le contaron sobre su vida anterior no eran recuerdos sino sueños?

—No tienes nada que entender —le escupió, con la mayor cantidad de veneno concentrado en sus palabras—. No es asunto tuyo.

—Es asunto mío porque es mi hijo y yo sí quiero contárselo.

—Como se te ocurra, Leo... —Empezó con la amenaza, pero no supo terminarla.

—¿O si no qué, Vivian? ¿Me dejas? ¿Te vas? ¿No me vuelves a hablar? —dijo con un tono irónico de alguien a quien ya habían dejado, ya se había ido y estaba bloqueado de cualquier método de comunicación con ella.

—Solo te pido... —Puede que fuera la primera vez en mucho tiempo que Remo veía a su madre amenazar con llorar.

—Vivian, estás muy nerviosa. Llevas mucho tiempo nerviosa y estresada. —Laika se la llevó al sofá, segura de que el llanto no tardaría en llegar.

—¡Claro que estoy estresada! —gritó un poco más lejos de la mesa.

—Por eso no piensas con claridad. Es absurdo que le escondas a Remo... —Leo dejó de hablar, para girarse hacia su hijo, que hacía tiempo que se había convertido en espectador.

—¿Qué me escondéis? Me tenéis en ascuas. —Enarcó una ceja, igual de venenoso que su madre.

—Que Lorena está muerta.

Tan pronto como pronunció las palabras, Remo sintió que le daba un vahído. Se habría ido directo al suelo de no ser porque estaba sentado. Vivian aguantaba las lágrimas de una forma un poco deplorable y su padre fue el que se encargó, a medias, de decirle la verdad.

—Lorena era tu novia. —Terminó con lo que había empezado.

La cabeza empezó a darle vueltas a una velocidad vertiginosa. Lorena era su novia. Aquella mano que le agarraba en medio de la lluvia y los destellos era su novia. Esa calidez era su novia. Lorena era su novia.

—Vivía contigo, murió en el incendio.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No era voluntario. Lloró por una persona que no recordaba, a excepción de un eco salvaje que se extendía por su cuerpo. Remo estaba descubriendo que se podía echar de menos algo que no sabía que tenía.

***

No se fijó en la reacción de su madre cuando Leo le reveló el secreto que tanto se había esmerado Vivian en esconderle. Tampoco es que pudiera ver nada, porque las lágrimas se lo impedían. Lloró como nunca, porque no podía recordar a su novia. Porque no podía evocar nada más que la presión de una mano enguantada contra la suya. Ni su cara, ni su olor, ni su risa. Nada. Solo un nombre y una sensación casi onírica.

«¿Por qué no me lo contasteis antes?», quiso preguntarles, pero no tenía fuerzas. Solo tenía fuerzas para dar una bocanada de aire tras otra. Le dolía el pecho y no respiraba bien. Los susurros en su cabeza volvieron de golpe, como gritos lastimeros, desesperanzados. El corazón cada vez le latía más rápido y había perdido la noción del espacio.

Cuando intentó levantarse torpemente del asiento, Laika dejó a Vivian en el sofá para ir a por él. Trastabilló y al final, se cayó, pero casi ni lo notó. Solo podía notar que las paredes de la casa se hacían pequeñas, amenazaban con aplastarle, con asfixiarle en medio de una niebla espesa cálida, húmeda, pegajosa como la selva.

—¡Remo, tranquilo!

Laika fue la única que reaccionó. Le estaba dando un ataque de pánico. Antes de que su padre se diera cuenta, Laika ya estaba en el suelo con él, con los ojos a la misma altura de sus ojos.

—Mírame —le hablaba desde un lugar muy lejano—. Es ansiedad, no pasa nada.

Sí, sí pasaba. Su novia estaba muerta.

—¿Puedes respirar conmigo?

Asintió, sin saber que asentía. Se limitó a seguir los movimiento del pecho de Laika. En algún momento, Leo quiso acercarse y Vivian tiró de su camiseta para dejarle espacio. Los minutos fueron angustiosos, pero tal y como Laika le dijo, solo eran desagradables y todo pasaría. Volvería a poder respirar. Los susurros se habían apagado.

***

—Te fuiste a Nueva York para vivir con ella.

Vivian no sabía por dónde empezar. Los dos habían salido fuera para que ella pudiera fumar. Laika se había ido a la cama, cansada del espectáculo, y Leo le había instado a su madre a que se lo contara todo. Él esperaría dentro. Al final, Vivian accedió, para sorpresa de ambos, como si planeara alguna especie de revancha.

—¿Cómo la conocí?

Volvían a estar sentados en las escaleras del porche.

—Por Internet. —Se quedó estupefacto—. No es broma.

—¿Por aplicaciones de citas? —preguntó, sonrojado.

—No. Por alguna red social o algo así, no sé. No me diste detalles... Bastante vergüenza pasaste cuando me lo contaste por encima para invitarla a casa.

—¿Estuvo en Montreal?

—La fuiste a buscar al aeropuerto hecho un adolescente. Me hiciste elegirte una camisa y todo. —Sonrió, con nostalgia.

—Pero...

—Luego tú fuiste a su casa a Nueva York. Empezasteis a salir más tarde, después de la marcha.

Remo miró a su madre interrogante, mientras esta fumaba con parsimonia.

—Por las elecciones. Fuiste a protestar con ella. Empezasteis a salir ese día, según tú. No sé si me contaste la verdad o la maquillaste. —Le dedicó un gesto malvado—. No sé cuántas cosas le escondes tú a tu madre.

Las mejillas de Remo terminaron por encenderse.

—¿Fui a protestar por el resultado de las elecciones?

—Sí, no sé por qué te interesa tu segunda nacionalidad. —Se encogió de hombros.

—¿Y por qué no se vino ella a Canadá?

—Ella vivía con su tía. Era latina. Tenía el permiso de su tía, pero cuando su tía le dijo que se volvía...

—Yo me quedé con ella.

—Sí, supongo. Os quedasteis en el mismo piso que vivía su tía.

«El piso del incendio».

Los dos guardaron silencio. Vivian esperó con amabilidad a que Remo procesara la historia. No parecía conforme, pero se había calmado un poco, aunque seguía teniendo ese gesto asustado. Daba la impresión de que temía cada palabra que se le pasara por la cabeza a su hijo.

—¿Dónde está?

—¿Cómo?

—¿Llevaron sus cenizas...?

—Ah. —Era una conversación amarga—. No. Su tía voló a Nueva York para enterrarla. Les salía más barato.

Los dos miraron al suelo y, sin decir nada, volvieron a entrar en la casa, donde Leo les esperaba dando vueltas de un lado al otro del recibidor. Remo no esperó a que les preguntara qué tal.

—Déjame despedirme de ella.

Vivian suspiró, hastiada por la insistencia de su hijo. Dijera lo que dijera, siempre quería volver a Nueva York y lo peor era que sabía que sucedería.

—Si me dejas despedirme de ella, sentiré que puedo pasar página en Montreal —insistió.

No necesitó pedirle ayuda a su padre, porque este comprendió al momento lo que debía hacer. Debía interceder por su hijo. Él habría hecho lo mismo.

—Vivian, déjalo ir a verla.

No era mal trato, diría más adelante Leo. A cambio de dejar que Remo fuera a Nueva York a la tumba de su novia, Vivian conseguiría que al final su hijo no se quedara en casa de su ex por tiempo indefinido, a pesar de que este lo estuviera deseando. Leo volvió a ceder a los demás su espacio en silencio. Era una oferta que no podía rechazar.

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