El Rendar (once cuentos corto...

Autorstwa federicorudolph

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El Rendar, opera prima del escritor y periodista argentino Federico G. Rudolph (1970), ganador del Premio al... Więcej

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El Sabio

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Autorstwa federicorudolph

El Sabio

Sentado en el umbral de la puerta (absorto en sus pensamientos), al final de las escaleras de aquel edificio desierto y sombrío (lleno de pasos de otros tiempos), el anciano buscaba, no ya en su conocimiento, sino en sí mismo, la respuesta a su última pregunta.

Había determinado que no abandonaría ese lugar, como antes lo habían hecho tantos otros, con sus manos y corazones vacíos, desolados ante aquellos hechos, que no habían sino destruido todo por cuanto habían luchado: el tiempo; el mismo tiempo.

Pero su propio tiempo había llegado a su fin, y hacía mucho. La respuesta no había sido contestada. Ora él, no cejaría hasta obtenerla. Los años le habían conferido ese dejo de terquedad característico de los suyos, no sólo por eso era nombrado “el anciano”. Inútil llamarlo de otra manera.

De esta forma, luego de un largo rato de espera, decidió, por fin, poner pie en el recinto. “La búsqueda de la verdad no puede ser suspendida ni por el más terrible hecho, aunque el mismo acaeciere bajo su causa”. Había sentenciado a si mismo.

—Volvamos al principio —dijo.

—Lo mejor será buscar en los libros: “Didáctica Tomo1”, creo que es un buen comienzo. “Al tiempo no le conozco, por lo tanto no habrá de cruzarse en mi camino”.

Seguro ya de su fin, abandonó la contemplación para dar lugar a la acción. Sus partes comenzaron a andar nuevamente, como un reloj otrora desatendido por su dueño y ora recién ajustado por el mejor de los relojeros: no el más hábil, sino el más insistente.

Oprimió, luego de la lectura, una serie de lo que parecían ser botones, grises, descascarados por el paso de las eras. De inmediato, la máquina cobró vida (por enésima vez), cual ejército llamado por sus reyes a la guerra luego de diez o tal vez veinte años: los soldados dormidos, refugiados en el calor de sus casas, enseguida se prestaban nuevamente en armas, como si no hubiera pasado ni un minuto de tiempo entre la anterior batalla y ésta.

Ingresó una serie de dígitos, palabras o tal vez alguna frase (es de suponer), las suficientes para ingresar al sistema, y cargó en la máquina cuanta fórmula, expresión, condición e información recordaba, a fin de que la misma dispusiera de las mayores referencias posibles para la resolución del problema. “Maquina Inferencia”, tenía grabado por allí, en algún lado.

El proceso comenzó; acaso, ¿no había vivido ya ese momento? “Deja vú”.

Tardaría no menos de un sol o dos en desmenuzar, por millonésima vez, lo que resultaba ser el alimento de aquel viejo artefacto.

¿Encontraría en esta ocasión la respuesta? Dudó, pero igualmente sabía que no podía ser imposible la llegada de la misma. “Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe” —citó para sí.

—Espero en esta ocasión no sea la máquina quien se rompa —bromeó.

Pero no, la máquina había sido diseñada y construida de modo que jamás se vería afectada por daño alguno: era la perfección en sí misma; poseía la capacidad de regenerarse en forma autónoma, tomando, para ello, lo que el medio le proporcionara según cada ocasión.

—“Retórica Libro XII”. Deberían estar los primeros resultados. Ya es hora.

Una lista de lo que podría ser papel comenzó entonces a brotar de sus entrañas. Una, y otra vez se repetía la misma combinación de símbolos: 0>0, 0<0, 0=0. Deslumbrado, no podía entender el extraño resultado.

—Esta máquina se ha vuelto loca —sentenció.

—Comenzaremos de nuevo.

Dos soles más pasaron entonces, y la lista emergió nuevamente: 0>0, 0<0, 0=0.

—Ya. Creo que es suficiente. “Anatomía General Tomo III”, y es el último. No voy a creer esto. No bien termine se acabó. Tiene que haber una verdadera respuesta.

“Metáforas utilizadas en las obras de compositores y poetas”.

—Estaba en ese anaquel al fondo del mueble verde, ni me lo hubiera imaginado. Estaba seguro de que la lectura ayudaría. Absolutamente seguro.

—Supongamos entonces lo siguiente: si el tiempo no tiene existencia física, no puede ser medido bajo sus leyes, ergo, sumergirlo en un entorno con dichas características, involucra un temible error, puesto que ninguna ecuación podrá ser correctamente resuelta, pues resulta: cero, o sea tiempo, igual a tiempo; tiempo mayor que tiempo; y tiempo menor que tiempo. Y todo esto es posible, debido a que el comportamiento del tiempo dentro de un medio experimental físico no se comporta conforme a las reglas de la física, sino de la física-espacio-temporal. Sin embargo, sabemos, ya que ha sido comprobado empíricamente, que viajamos a lo largo de un vector espacio-temporal; es decir, si resolviéramos su comportamiento, primeramente, atacando el problema físico, y luego el problema espacio-temporal, y estableciéramos una relación directa entre estas dos soluciones parciales, obtendríamos, sin lugar a dudas, la solución general a nuestro problema. La respuesta estuvo siempre ahí. Ciegos al no verla.

—Diseñemos entonces un sistema de coordenadas físico-espacio-temporal, para representar simbólicamente el misterio.

La luz se encendió como la llama de una vela, tanto en su ser como en su mente. Y juntos comenzaron a andar el camino.

La construcción del vehículo estaba en marcha. La solución esperada por todos: los impacientes y él (el más paciente de todos), había llegado.

Finalmente podría regresar y traer de nuevo lo perdido y lo olvidado, lo querido y lo soñado: el tiempo.

El tiempo de los suyos regresaría, al igual que los suyos. La translación físico-espacio-temporal estaba finalmente permitida. Faltaban, de resolver, algunos pequeños detalles.

La máquina eligió audaz y claramente el momento más adecuado para aquel acontecimiento, y mientras el anciano oprimía nuevamente los botones para iniciar el viaje al punto 0; en el preciso instante en que oprimió el último de los botones, la vio, pero era tarde: la máquina había sonreído; pero no era una sonrisa de contento, sino algo completamente distinto. La máquina sostenía en su mirada una sonrisa de triunfo.

Simplemente, el anciano, se rindió ante aquel que había creído inferior a él: “Maquina Inferencia”. Y entendió (recién en ese momento), que bajo ese manto de botones y tendidos eléctricos se escondía aquello que buscó junto a los otros; dentro de la máquina había algo mucho más antiguo que él mismo: el alma de su creador (o por lo menos su esencia), y que éste o ésta, había obtenido un mejor partido que el suyo, puesto que había logrado, a través de él, enviarse a sí misma y no a él (al “anciano”), a su punto 0. Lamentablemente, advirtió muy tarde su error; él seguiría transitando sobre la línea del tiempo, pero su máquina, la máquina, era la que volvería al punto 0.

Comprendió, entonces, que su función era servir y no desear. Comprendió, entonces, que él era sólo un anciano, pero que la máquina no era solamente eso, puesto que quién sino un sabio podía haberle derrotado (usado); y se iluminó su mente, y comprendió también que la máquina era él: “el anciano”, puesto que no contaba con la capacidad de alcanzar la sabiduría necesaria para responder su última pregunta, pues no es suficiente el conocimiento para alcanzar la sabiduría, sino que la sabiduría procede de la experiencia: la facultad de probar nuevos caminos, aunque los mismos resulten tortuosos. El error es necesario para llegar a la perfección, el error es necesario para llegar a ser “sabio”. Fue todo lo que comprendió (tan sólo por un segundo). Se apoyó un momento en el umbral y decidió (o creyó decidir), que era hora de iniciar nuevamente el proyecto.

—Esta vez no habrá errores —se dijo.

—Encontraré la respuesta. Y no cejaré hasta hacerlo.

Ingresó nuevamente al recinto y comenzó a oprimir los mismos botones.

Luego, tomó el grueso libro con sus manos y leyó simplemente el título, tal como lo había hecho con el resto:

“De los errores y sus causas, y como no volver a cometerlos, de cómo no se debe tropezar dos veces con la misma piedra y de cómo aprender de las equivocaciones cometidas – Ensayo – Libro I”.

—¿Y este ejemplar? Nunca había tenido la ocasión de leerlo.

© Federico G. Rudolph, 1999

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