Die Together

Von YouMyHeaven

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Una historia de amor y mafia. Mehr

Sinoptis
Capitulo 1
Capitulo 3
Capitulo 4
Capitulo 5
Capitulo 6
Capitulo 7
Caoitulo 8
Capitulo 9
Capitulo 10
Capitulo 11
Capitulo 12
Capitulo 13
Capitulo 14
Capitulo 15
Capitulo 16
Capitulo 17
Capitulo 18
Capitulo 19
Capitulo 20
Capitulo 21
Capitulo 22
Capitulo 23
Capitulo 24
Capitulo 25
Capitulo 26
Capitulo 27
Capitulo 28
Capitulo 29
Epilogo

Capitulo 2

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Von YouMyHeaven

A Eleanor, lo primero que le chocó de aquella ciudad desconocida fue su luz implacable.

 Un sol fulgurante recortaba las sombras como si fuera una cuchilla, se reflejaba sobre la piedra blanca de las construcciones más antiguas, sobre los muros de piedra que bordeaban la costa formando malecones. La brisa limpia de septiembre también añadía luminosidad a las olas, al cielo, al rostro de la gente. El paisaje, barrido por el viento, era de una claridad cegadora.

Eleanor se puso las gafas de sol y entornó los ojos.

Durante el interminable viaje desde Milán, que habían dejado a su espalda con un regusto a nostalgia bajo un amanecer gris pálido, Eleanor había contado las palabras que había pronunciado su padre, que conducía a su lado.

«Veinticinco.»

—Casi hemos llegado.

«Veintiocho.»

George Becket, de profesión juez, no siempre había sido tan callado. Ahora la curvatura de la boca apuntaba hacia abajo, pero en tiempos se abría en una sonrisa luminosa o pronunciaba discursos acalorados. De repente todo se acabó, bruscamente, sin previo aviso. Incluso el traslado había sido decidido usando el mínimo de las palabras necesarias, como si novecientos kilómetros fueran algo ridículo comparado con la distancia que se había creado entre ellos en casa. Entre él y su mujer, la madre de Eleanor. Entre Eleanor y ellos, sus padres.

El juez giró, siguiendo la voz metálica del navegador, y se encontraron en un barrio de edificios idénticos, alineados en orden como si fuese un laberinto de sentido único que obligara al padre y a la hija a describir un recorrido retorcido hasta llegar al portal adecuado.

Eleanor observó la que iba a ser su nueva casa. 

Eran las tres de la tarde y la calle estaba desierta. El asfalto mojado apestaba a pescado, como si hubiera habido un mercado allí. 

Mientras descargaban el equipaje, Eleanor notó que había algunas personas asomadas a las ventanas y a los balcones que parecían estar disfrutando del espectáculo. Se sintió incómoda y agachó la cabeza, para evitar la mirada de aquellos extraños.

 Subieron los cinco pisos a pie con una maleta cada uno, tras la espalda maciza del portero, que no cesó de contarles chismes no siempre comprensibles sobre la comunidad y el barrio. Eleanor escuchó el sonido de aquel dialecto desconocido y se preguntó con cierto temor si en unos pocos meses ella también estaría hablando así 

—De noche no se puede aparcar aquí en la calle —decía el portero—, porque tenemos el mercado del pescado y a las cinco de la mañana montan los puestos. Se llevan el coche y te multan.

  —¿Un mercado? —preguntó Eleanor con sequedad—. ¿Cada cuánto tiempo?

 —Todos los días —respondió el portero—. Cuando queráis pescado fresco solo tenéis que bajar las escaleras, es comodísimo.

Eleanor se abstuvo de replicar que en su casa se comía pescado tres veces al año como mucho. Y en cualquier caso, era pescado de ciudad, de ése que no huele mal y que se está quietecito en el congelador.

El portero llegó jadeando al último piso, un rellano rebosante de macetas, e introdujo la llave en la cerradura de una de las dos puertas marrones y lustrosas. Eleanor observó la de los vecinos: estaba segura de que alguien los observaba desde la mirilla. Se apostó para no ser vista y después siguió a su padre y al portero al interior del piso, cerrando la puerta tras de sí de un portazo.

—La terraza es una joyita —dijo el portero mientras subía las persianas de madera verde dejando que la luz blanca inundase las habitaciones y revelase los detalles. Había una cocina pequeña, un saloncito al que se accedía directamente desde la entrada y, atravesando una cortina de cuentas de colores se llegaba a la zona de los dormitorios, dos habitaciones pequeñas con un baño. Los radiadores estaban pintados de distintos colores: naranja, verde, rosa.

 —Es una casa rara —comentó el juez, observando el papel estilo años setenta, estampado de flores amarillas, que cubría las paredes del dormitorio que daba a la terraza.

 —El chico que vivía aquí —le informó el portero— también era un poco rarito, si entiende lo que quiero decir. Ahora se ha ido a Londres, pero el propietario no ha tenido tiempo de volver a pintar, ustedes tenían prisa y esto es lo que hay.

 Eleanor se asomó a la terraza y divisó un mar de tejados y antenas de televisión. Al fondo, apenas si se distinguía una sutil franja de mar, color azul brillante.

 —¿Quieres quedarte esta habitación? —le preguntó el juez a su hija—. Yo puedo dormir en la otra, no necesito mucho espacio.

Eleanor asintió. Le gustaba el papel de pared con sus floripondios. Y, además, había un escritorio grande que le serviría para dibujar y pintar sin necesidad de tirarse en el suelo.

El juez se despidió del portero no sin dificultad, prometiéndole que pronto le entregaría una lista de las cosas que iban a necesitar, desde alguien que se ocupara de la limpieza a alguna tienda que les trajese la compra. Le metió cinco euros en el bolsillo y finalmente consiguió desembarazarse de él. 

El silencio los envolvió por unos pocos segundos, mientras su padre se fue al cuarto de baño a darse una ducha Eleanor cerró los ojos y repasó aquel día que había tenido lugar hacía cuatro semanas.

Llovía y la mochila le pesaba, llevaba dentro al menos tres kilos de material de dibujo y libros de texto. Había echado a correr porque no llevaba paraguas, y después había decidido guarecerse en un portal. No debía de estar allí, sino sentada y calentita en su pupitre. Había estado vagando por el centro de la ciudad casi toda la mañana, sin propósito alguno, con la mirada puesta en los pies y los auriculares con la música a tope.

¿Por qué debería tener miedo a la muerte? No hay ningún motivo, antes o después hay que marcharse.

Había escuchado aquella estrofa de la canción «The great gig in the sky» por lo menos cien veces. Después, la lluvia la había obligado a guarecerse en un portal y a levantar la vista. En la acera de enfrente había un restaurante con un ventanal, a través del cual se veía gente comiendo. Su madre estaba sentada a una de las mesas, estaba sonriendo a un hombre. Un desconocido de cabello entrecano le daba de comer en la boca y le hablaba y, por lo que parecía, le hacía sonreír después de meses de depresión y silencio. Eleanor no le había visto en su vida y en ese momento decidió que no quería volver a verlo nunca más. Con las lágrimas empapándole la cara y entremezclándose con las gotas de lluvia, había salido de allí corriendo, intentando interponer la mayor distancia entre ella y aquella escena repulsiva.

Todavía recordaba la sensación del pelo, largo y negro, pegándosele a la cara y al cuello como si fuese un manojo de algas, de las piernas que parecían no querer detenerse nunca. Recordaba el sabor a vómito después de salir del baño, en su casa. Su padre le había preguntado qué le pasaba, con el rostro surcado de arrugas recientes, y Eleanor había vuelto a vomitar.

En ese momento llamaron al portero automático.

—Debe de ser el mensajero —dijo su padre desde el baño—. Estoy esperando un paquete. ¿Podrías bajar tú, por favor?

La idea de bajar y subir cinco pisos de escaleras no le apetecía para nada, pero no lo dijo. En lugar de eso, contestó y dijo al mensajero que esperase. 

Cuando abrió la puerta de la calle, vio una furgoneta y a dos hombre que estaban descargando algo voluminoso. Para bajarlo, lo deslizaron sobre sus dos ruedas por una pasarela apoyada sobre el pavimento.

 Eleanor reprimió el impulso de ponerse a dar gritos de alegría mientras en su interior estallaban los fuegos artificiales. Incluso sonrió a la viejecita que todavía estaba asomada al balcón, empeñada en dar instrucciones a los dos transportistas.

Su Vespa. La vieja Vespa destartalada que no quiso mandar al desguace, que no quiso sustituir por un ciclomotor más moderno y manejable. Pensaba que no volvería a verla hasta Navidad.

Eleanor se acercó a la Vespa y puso la mano sobre el acelerador, para asegurarse de que era la suya. Comprobó que la abolladura de la plancha delantera que Jack le había hecho años atrás seguía como la había dejado.

—¿Firma usted? —le preguntó uno de los hombres mientras le pasaba un recibo y un bolígrafo. Eleanor escribió su nombre y apellido en la parte inferior del documento, y después empujó la Vespa hasta el portal. La sujetó a un poste con una cadena que tenía enrollada bajo el sillín, y después de mirarla unos segundos, corrió al piso subiendo las escaleras de dos en dos.

—¡Papá!

El juez salió del baño con una toalla alrededor de la cintura. Estaba sonriendo. 

—¿Qué pasa? ¿Ha llegado el paquete? –Eleanor dudó un segundo, luego lo abrazó impulsivamente. Llevaba meses sin hacerlo.

—Gracias —le dijo.

 —Te hará falta —comentó él avergonzado, mientras se deshacía del abrazo—. Yo estaré muy ocupado, así tendrás independencia para ir y venir a tu antojo.

 Eleanor sabía cuánto absorbía el trabajo a su padre, sobre todo desde hacía un año. Por eso se limitó a asentir.

 —¿Te molesta si voy a dar una vuelta?

 —¿Ahora?

—Sí, mientras tú terminas de instalarte. Así no seré un estorbo.

 Un minuto más tarde estaba conduciendo. Delante de ella se abrían calles desconocidas. Sabía en qué dirección estaba el mar por el olor, como si emanase de él una especie de fuerza magnética. Y, también, porque lo había visto desde la terraza. Era extraño orientarse así. Delante, el mar, detrás, el resto. Se podría seguir la costa hacia el sur o hacia el norte sin perderse nunca. Eleanor observó las gaviotas que revoloteaban encima de ella y de pronto vio el paseo marítimo.

 A pesar de que hacía sol, el mar estaba revuelto. Era de un color azul rabioso salpicado de espuma blanca, que centelleaba como cuchillas veloces. Eleanor imaginó la quietud y la oscuridad bajo las olas. Una quietud similar a la de la muerte, pero también repleta de vida y de energía. Sonrió. Sabía que acababa de encontrar un amigo.

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Querido Jack:

 Hoy he hablado con las olas. Creo que en el mar yacen todos nuestros secretos. Viven junto a los peces pero las redes no consiguen capturarlos. Y aunque lo consiguieran, los secretos morirían en cuanto fueran expuestos a la luz del sol. Porque se nutren de oscuridad y de silencio. Como yo.

Eleanor ♥

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