Jailbreak || SukuFushi

Iskari_Meyer

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El día en que los cuervos se apostaron sobre los muros fue el día en que todo cambió. Sukuna no volvería a de... Еще

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Iskari_Meyer

El peto azul trae buena suerte.

Eso fue lo que Megumi pensaba, mientras se daba toquecitos en la protección que cubría su pecho. Al otro lado, su corazón latía con fuerza. Presentaron a su compañero, los pusieron frente a frente. Se convirtieron en oponentes así de fácil. Azul y rojo.

—¡Y con esto damos comienzo a la trigésima edición del Torneo de verano!

Los vítores comenzaron a oírse desde allí abajo, los familiares en las gradas animaban a sus parientes con la intensidad de un ejército, la prensa hacía fotografías, el jurado observaba y el árbitro vigilaba de cerca.

Sabía que su padre y su hermana estaban allí, entre todo el gentío. Toji se mordía las uñas de emoción, Tsumiki había traído pompones como esos que usaban las animadoras estadounidenses.

Megumi podía sentir la presión encima, pero la liberación en las piernas. Si bien un rasgo característico del taekwondo eran las patadas, en realidad había una gran variedad de puñetazos que podía usar a corta distancia. Era sólo que las patadas eran más cómodas y seguras, ponían a ambos competidores a una distancia prudencial.

Una patada golpeó su casco. Ahogó un quejido, apresurándose a responder. No podía perder un solo segundo dudando. Era un deporte de pensar rápido y actuar certeramente. Cualquier movimiento podía suponer el final. El marcador iba igualado, los puntos subían con frecuencia, dejándose atrás y encontrándose constantemente.

—¡Vamos, Fushiguro. Acaba con eso de una vez! —exclamó su entrenador, mirando con desprecio al entrenador de la escuela contraria.

Sacudió la cabeza, saltando y golpeando el pecho de su oponente. El chico retrocedió hacia atrás, pero giró con gracilidad sobre su propio eje y volvió a propinarle una patada en la sien. Su cabeza se resintió, bajó la mirada un momento, jadeando.

Aquello fue su perdición. Su oponente encajó el pie en su pecho, echándole hacia atrás cuando planeaba acercarse. Comenzó una marea de patadas, gruñidos, golpes cercanos y retrocesos brutales; el comentarista se ilusionó cuando el chico del peto rojo logró acorralar a Megumi emocionalmente.

Estaba en bloqueo. No veía por dónde podía golpear. Cada patada se sentía el triple de fuerte que la anterior, se sentía como una punzada en el pecho. Incluso los huecos que veía para moverse entre golpe y golpe… sencillamente no podía.

—¡Maldita sea, Fushiguro! ¿¡Por qué actúas como un principiante!?

El primer asalto terminó. Volvió a la grada, con su entrenador, al borde del llanto, incapaz de pensar. Tenía un minuto antes de la siguiente ronda. El marcador no iba a su favor.

Se quitó el casco. Los sonidos del lugar se intensificaron. Alguien le dio una botella de agua que sostuvo con debilidad.

—¡Sabes hacerlo mejor que eso!

—… lo siento —se disculpó, cohibido —. Lo haré mejor en la próxima ronda.

Su entrenador chasqueó la lengua, echándole un vistazo de arriba a abajo.

—Siempre dices lo mismo.

Los megáfonos sonaron. Hora del segundo asalto. Apenas pudo encontrar motivación en su interior, pero vio a su padre en las gradas y supo que tenía a alguien que confiaba en él al cien por cien. Así que se esforzó. Encontró los huecos, encajó las patadas pertinentes, recibiendo una en el pecho que lo dejó sin aire un instante suficiente como para que su oponente tomara la ventaja.

¿De verdad era tan débil físicamente? No lo estaba pasando bien. Se sentía humillado, tratando de patear con fuerza —¡usaba todas sus fuerzas!— al chico del peto rojo ante las críticas de su entrenador. Sin embargo, continuó. Siempre terminaba lo que empezaba, aún teniendo ya una muñeca resentida y el corazón en la garganta.

El sudor bajaba por su frente, picaba en sus ojos verdes. Se alzó en el aire como una grulla y golpeó el pecho del oponente, que trastabilló hacia atrás y estuvo a punto de caer.

—¡Golpéalo, Fushiguro!

La distancia se redujo inesperadamente. Quedaban quince segundos en el marcador del segundo tiempo y parecía que su oponente quería zanjar el asunto de una vez por todas y enterrarlo en los resultados. Megumi se defendió de varios puñetazos usando su antebrazo, incapaz de responder. El chico se le adelantó un paso y clavó el codo en su pecho. Retrocedió con un suspiro, ágil.

Podría haber encajado una patada ahí, en esos dos segundos. Sus miradas se encontraron. La duda lo consumió. ¿Debería? ¿Qué pensaba su oponente? ¿Patada con giro o directa al pecho? Perdió el tiempo, recibió un golpe en el plexo solar que realmente le dolió. Su entrenador se puso furioso.

El peto azul no daba tanta suerte. Eso eran tonterías.

En el ecosistema de la cárcel, sobrevivía el más fuerte o aquel que, amparándose bajo los más grandes, podía bajar la mirada cómodamente. En el ecosistema del apocalipsis la analogía era la misma.

Y había un tigre en la selva.

El módulo cinco se encogió ante la mirada en llamas de aquellos ojos rabiosos, marcas negras que se apretaban en torno a músculos marcados, cicatrices de guerra por doquier. Su rostro estaba tan marcado como su corazón. Deflagración, asfixia, piel en carne viva sin nada que la protegiera. Nudillos salpicados de hematomas que aún dolían, la dermis rota en grietas que rellenar con sangre y oro. El rey de la naturaleza. Depredador por excelencia.

No apartaba la mirada de su camino, no importaba quién estuviera a los lados, no importaba la brisa del patio, ni las cuchillas de concertina brillando bajo el sol matutino. De vez en cuando desviaba la mirada sólo para clavarla en alguno de aquellos pobres desgraciados que lo miraban con tanto asombro, como si hubieran visto un fantasma. ¿Tan sorprendente era? ¿O es que parecía salido de la mismísima guerra? Su sombra se proyectaba en el suelo como un abismo en el que caer si uno pisaba demasiado cerca. Todo en él gritaba victoria, violencia.

Sukuna Ryomen puso un pie en el patio y se llevó toda la atención como si siempre le hubiera pertenecido. Se sintió como entrar a un ring sabiendo que ganaría, que más tarde obtendría aplausos y vítores de todos los hinchas. Había crecido sabiendo que para ser intimidante, primero debía verse como tal, y en su caso no requería de gran esfuerzo. Su andar encogía hasta la mueca más amplia, reducía a un diminuto amasijo toda la arrogancia de quien podría cuestionarle.

A su lado, Megumi era un felino envuelto en la seguridad de aquella sombra. Nadie lo miraba de forma amenazante si Sukuna estaba allí. Si acaso con curiosidad.

—¿Esto es la cárcel o una pastelería? —Silbó Kirara, sentada en el suelo de piernas cruzadas con un trozo de pan duro en la boca. Tragó y sonrió, señaló las heridas de Sukuna —. Has tenido mucha suerte, por lo que veo.

—Se ve horrible —comentó Hakari, viendo cómo los recién llegados se acomodaban con sus bandejas frente a ellos en un escueto círculo de compañerismo —. Va a dejar una gran marca.

Sukuna apretó los labios. Pudo sentir su propia piel arrugándose con tan sólo ese nimio gesto. Todo en su cara debía ser desagradable, pero imponía, y eso era lo importante. Una herida tan grande al descubierto era un aviso de lo que era capaz de resistir.

Nunca le habían importado las cicatrices, en especial las que no se veían, como las de su espalda. Eran historias. Pero, a fin de cuentas, una cicatriz sólo se forma cuando algo duele y no puede ser reparado de forma correcta. Su rostro era su identidad, lo primero que veían los demás. Era diferente, más íntimo. Tenía una bajo su ojo izquierdo y ahora ambos lados estaban permanentemente estropeados.

El frescor del nuevo día se pegaba a sus brazos. Llevaba la parte superior del uniforme bajada y podían adivinarse los tatuajes bajo la tela blanca de la camiseta. Los tatuajes acentuaban el aire rudo que daban las cicatrices, era dolor voluntario, dinero invertido. Reflejaba estatus y voluntad de sufrir.

—Le dije que lo cubriera, pero no me hizo caso —suspiró Megumi, abriendo una barrita energética de almendras.

—Los apósitos me molestan —musitó, al fin, con la voz aún ligeramente ronca de dormir —. Es mejor ponerlos para dormir.

Kirara y Megumi intercambiaron una mirada. Megumi puso los ojos en blanco. También se quitó los apósitos cuando dormíamos, quiso decir.

—¿Os habéis puesto al día? —preguntó Hakari, apoyando la espalda contra el muro.

—Naturalmente —Sukuna dio un mordisco a una barrita. El desayuno era una mezcla de dos barritas, un miserable trozo de pan y un poco de leche sin sabor —. Estamos jodidos.

—Podría ser peor —los animó Kirara, con una sonrisa demasiado amplia para ser tan pronto.

—Pues te recuerdo que la peor opción era morir —Hakari chasqueó la lengua, cruzando las piernas —. Luego tengo que ir a trabajar a la maldita cocina. No nos dan nada de lo que hacemos, parece que se quedan ellos con todo y nos dan sus putas sobras… ¿te han dado algún trabajo?

—No, me mantuvieron encerrado hasta ahora.

Megumi jugueteó con su vaso de plástico medio vacío. Al salir de la celda no habían encontrado a Miwa, ni a nadie del Comando. Oscilando la mirada por el patio tampoco acertaba a verlos. ¿Se habían olvidado de Sukuna o tenían algo mejor que hacer? No lo sabía, pero imaginaba que la voz se correría rápido. Era cuestión de tiempo que alguien apareciera e hiciera algo.

La inexactitud de la situación de Sukuna le descolocaba las ideas. Le habían dejado vivo a pesar de haber mostrado desagrado y resistencia. Nada bueno podía salir de ahí, mucho menos si todo aparentaba que lo estaban dejando ir a su aire. En aquel momento, eran como animales de circo que no sabían cuándo serían sacados a escena.

Afuera del módulo, al otro lado de las rejas, se desataba el apocalipsis. Estaban jodidos por todos lados. Escaparían para después seguir huyendo. La libertad parecía más lejana que nunca.

—El túnel da a una de las despensas de la cocina —Sukuna entrecerró los ojos, pensativo —. ¿Sabes algo de eso, Hakari?

—No… ayer vi algunas puertas cerradas y asumí que eran despensas, pero no imaginaba que el túnel podría estar ahí. Sólo nos dan las llaves de una y siempre hay un imbécil vigilando. Tampoco he visto a nadie entrar o salir.

Eso significa que hemos sido los últimos en llegar. Megumi capturó la mirada de Sukuna un instante. Sí, habían pensado lo mismo.

—¿Cómo sabes que está en una despensa? —preguntó Kirara, interesada. Había perdido la conciencia muy rápido en la enfermería, ni siquiera se habría enterado del túnel si no hubiera sido por la tierra que manchaba su uniforme al despertar.

—Me rendí y me hicieron cruzar con ellos. Cuando llegué, me noquearon.

Con la pistola. Tenían todas sus posesiones materiales y emocionales, lo único que podía borrar los uniformes y volverlos humanos. Las gafas de Sukuna y la fotografía con su hermano, el reloj de Megumi, las llaves de ese Mini azul pastel con flores en el capó.

Kirara podía recibir su medicación allí, en el módulo. Se la veía algo intranquila todavía, ojerosa, pero ya no sudaba a mares ni temblaba de ansiedad. Hakari y ella habían llegado a la cárcel tan solo el uno con el otro, y se irían de la misma forma.

—Entonces, hay dos vías para salir —señaló Megumi —. Por el túnel o por el punto de control. El problema es que nos persigan.

—¿Crees que son capaces de hacerlo? —Kirara alzó las cejas.

—Bueno, nos han traído hasta aquí. Somos mano de obra, nos necesitan.

—Dudo que quieran tener a fugados corriendo por ahí alertando de que hay un módulo seguro con provisiones que pueda ser asaltado —añadió Sukuna.

—Ya habéis visto a Jogo y Hanami  —suspiró Hakari —. Están llenos de sí mismos, no hace falta más que verlos. Su ego es intocable.

—El Comando son tres —murmuró Kirara —. ¿Quién es el otro?

Era cierto. Megumi recordó que Miwa le había dicho lo mismo, momentos antes de haberla amenazado con un bisturí, el mismo que traía en el bolsillo. Tatuajes. Un volcán, unas rosas. Rostros impasibles y  crueles. La imagen de Jogo llevándose a la chica de la fila de la comida lo asaltó sin previo aviso.

La buscó con la mirada en el patio, pero no estaba. Encontró al tipo rubio que la había acompañado y que le había escupido a los zapatos la noche anterior, nada más. Ese hombre estaba apoyado contra el muro, sin quitarle la mirada de encima. Un escalofrío recorrió su espina como el chasquido de un látigo.

Se percató de que ahora Sukuna miraba a donde él también lo hacía, y le sostenía la mirada al rubio. Megumi se mordió el labio, justo donde la hinchazón había bajado, al colisionar sus ojos de nuevo, sangre y jade resquebrajado en mitad de aquel desastre. Carraspeó en voz baja. Sukuna no dijo nada, se mantuvo impasible, igual que lo había hecho desde que habían salido de la celda.

—Ni idea, pero me da igual. Hay que salir de aquí —determinó Hakari —. Podría averiguar cuál de las despensas lleva al túnel, y si ese imbécil que nos vigila tiene alguna clase de horario. Juraría haberlo visto entrar y salir.

—Bien —Sukuna devolvió su atención al grupo, después de un largo segundo analizando el rostro de Megumi —. Necesitamos comprobar de alguna forma el estado del punto de control y los cambios de guardia, porque asumo que, además de un Comando, habrá algún estúpido que se encargue de las tareas importantes, que tenga llaves, información, lo que sea.

—Tenemos que recuperar nuestra mochila. —le recordó Megumi, a pesar de que, oh, ambos lo sabían bien. Había alguien allí que tenía una pistola y eso era peligroso.

Debía estar en alguna parte. El tercer piso, según Miwa, era inaccesible. La entrada estaba prohibida a todos, menos a los privilegiados del Comando. Eso último lo dedujo por lógica. En su cabeza tenía sentido. Si en el tercer piso estaba su mochila, quizá habría más cosas importantes, como medicinas. Podría ser la gran despensa de la que se abastecía el módulo. Quién controlara las medicinas para la ansiedad y la abstinencia, controlaba el ánimo de los que allí estaban. Miwa tenía aspecto de obedecerlos sin rechistar.

De trabajar para ellos.

Megumi guardaba una porción de rencor inconcluso en su corazón. Dudas sobre la actitud de ella, dudas sobre su propia actitud.

—Si no podemos salir por las buenas, tendremos que hacer un poco de ruido —concluyó Sukuna.

—No somos asesinos —Hakari enarcó las cejas, vigilando a su novia con un gesto extraño. Kirara se miraba las manos con la boca entreabierta, perdida.

Incluso en la escala de los desgraciados había líneas de moral, por muy increíble que sonara. Sólo los que habían perdido todo se atrevían a oscilar de un extremo a otro, dando tumbos. Siempre había algún lugar más bajo al que caer.

Megumi tenía la respuesta. No conocía el valor de la vida humana, ya que era muy joven y nunca había estado expuesto a situaciones difíciles, por eso ya tenía la respuesta.

Notaba la forma del bisturí en el bolsillo del pantalón. Era alargado, con una tapa de plástico transparente que protegía el afilado contorno del filo. Cerró los ojos, lo sostuvo con fuerza en su imaginación, lo empuñó contra alguien, preguntándose qué se sentiría matar. Era una pregunta que se había hecho, por supuesto, pero no en las mismas condiciones.

Quiero vivir, se repitió, quiero vivir, ser digno de ello y volver a casa. Nunca había hecho daño deliberadamente a alguien. Tal vez, en una situación desesperada, en una persecución cuando salieran corriendo del módulo, tal vez…

Sukuna se adelantó al enredo de sus pensamientos.

—Yo lidiaré con eso.

Y nadie volvió a tocar ese tema de conversación.

Cuando entraban de vuelta al módulo, Sukuna redujo el paso, dejando que Hakari y Kirara fueran delante. La brisa provocó que la herida ardiera y se mordiera la sensación.

—Te ves muy tenso, deberías relajarte un poco —aconsejó a Megumi, en voz tenue.

—Ah, ¿si? —Megumi se frotó las manos en el uniforme. Puede que sus hombros estuvieran un poco encogidos de nervios —. Es que…

Las subidas y bajadas emocionales de las últimas horas lo tenían agarrado del cuello, a decir verdad. Todavía no se acostumbraba a la ropa, al ambiente, los pensamientos imprudentes y precipitados, ese mundo tan nítido como una pantalla.

—Ya has sido lo suficientemente valiente. No hagas más —pidió Sukuna, aunque sonó como una promesa. Estoy aquí y no tienes que preocuparte mientras sea así.

Esa fue una de las primeras veces en las que Megumi sintió la necesidad de sentarse y preguntarle qué había hecho. Había sentido esa curiosidad días atrás, claro, cuando se conocieron, pero las circunstancias y el hecho de que a su lado se sentía seguro habían aplacado esa curiosidad. Había llegado a pensar que ni siquiera era importante lo que fuera que Sukuna hubiera hecho para acabar allí, pues esa vida, esa persona, había quedado atrás. De la misma forma en que él ya no era un estudiante universitario.

¿La identidad tenía sentido? ¿Era algo que podía dejarse atrás en un momento como ese?

Megumi se consideraba a sí mismo como alguien nuevo. Nunca habría imaginado ser capaz de soportar un mundo tan cruel, de abrirse paso y valerse por sí mismo. Por fin ya no era el chico de la medalla de plata, la segunda y desechable opción. Era… él mismo. A cada momento algo más cambiaba. Seguía teniendo miedo, pero era capaz de luchar.

—Está bien —se resignó a decir, aunque feliz porque Sukuna lo reconociera. Le gustaba cuando le decía esa clase de cosas, eres fuerte, eres valiente.

Entraron de vuelta al módulo, con el estómago lleno de migajas de barritas energéticas y los dedos manchados de su dulce sabor. Hakari llevaba los vasos vacíos de todos, apilados uno dentro de otro, y se dirigía con confianza hacia las cocinas. Megumi se había fijado en eso, en la forma de andar. Ninguno, ni Kirara, ni Sukuna ni Hakari dudaban en su paso o al respecto de a dónde iban. No desviaban la mirada con facilidad, no se perdían de vista.

En la puerta de la cocina había un corro de personas reunido. Oyeron sus voces antes de verlos, rodeados por ese color grisáceo que teñía el lugar de melancolía y lo volvía gris como una tormenta a punto de desatarse.

—Uno para cada uno, no os emocionéis —decía el hombre del centro, el que habían visto repartiendo la comida la noche anterior. Sostenía un paquete de tabaco en alto, algo revolucionario para todos.

—No imaginas lo bien que me haría echar un cigarro ahora mismo —suspiró Kirara, mirando, soñadora, al tipo.

Sukuna se cruzó de brazos, molesto por que tanta gente estuviera reunida. Permaneció junto a Megumi mientras Kirara intentaba conseguir uno de aquellos veinte milagrosos cigarros que habían aparecido en el módulo cinco como traídos por la mano de algún dios salvador. Hakari se quedó fuera del corro, esperando poder compartir ese cigarro.

—¿Fumas? —preguntó Sukuna, apartándose del resto.

Megumi lo siguió a una esquina.

—No, yo no…

De repente, alguien lo empujó a un lado. Megumi trastabilló un poco, aunque sin caer, con el corazón latiendo en los oídos al reconocer la forma de aquellas manos que se habían clavado en su espalda.

Sukuna no hizo absolutamente nada. Si hubo o no alguna muestra de indignación ante aquella falta de respeto, no permitió que se viera. Frente a él había un hombre con el pelo rapado y el tatuaje de un volcán que subía por su cuello. Esos pequeños ojos oscuros lamieron su imagen con ansia.

—Ven conmigo —ordenó Jogo, con una sonrisa de dientes de nicotina, amarillentos.

Megumi se masajeó la zona, asustado por la simplicidad de la escena. Jogo se alejó sin decir nada más, Sukuna lo observaba irse y, a una distancia prudencial, comenzó a seguirlo manteniendo ese porte de Rey que lo había acompañado desde que había salido de la celda. Esa imagen en la que Megumi sólo era un plebeyo ocultándose a los pies de otras personas.

No tuvo más remedio que observar cómo se iba, con el hilo que tensaba sus emociones estirándose y probando la elasticidad de su autocontrol. Rodeado de extraños y con un nudo en la garganta, se quedó solo.

Sukuna echó la mirada atrás una vez. Sus ojos colisionaron como dos meteoritos en el espacio, haciendo saltar llamas y chispas, trozos de rocas que salieron disparados por todas partes.

No hagas ninguna tontería, decía con esa mirada. Y Megumi intentaría acatar la orden, sobrevivir en la selva un día más.

El agua del caldero mezclaba sangre y suciedad. El suelo brillaba frente a sus botas, mientras fregaba. Los restos de una pelea manchaban la escena con pisadas y salpicaduras rojizas.

Megumi se detuvo para pasarse el dorso de la mano por la frente. Estaba sudando, no había parado de hacerlo en todo ese rato.

Notó la mirada de Kirara encima. Recogió la fregona y volvió manos a la obra, no podía permitirse un sólo minuto de descanso, aún teniendo el estómago vacío y el cansancio en las articulaciones. Trabajaría hasta que salieran callos y durezas en sus manos, hasta que los huesos le dolieran y los tendones se le resistieran.

Estaban cerca de la entrada del módulo. Ambos lo sabían, pero tenían la mirada de aquel guardia puesta encima. Otra chica fregaba a su lado, aquella con el pelo rubio ribeteado de mechas rosadas y las escleróticas tatuadas. Su presencia era extrañamente silenciosa. Megumi tenía que recordar cada rato que ella estaba ahí. Sus pasos no se oían, apenas podía alcanzar a oír sus movimientos. Era tan extravagante como extraña, y transmitía un aire de desconfianza brutal.

De fondo se escuchaban conversaciones, pasos, risas ocasionales y puertas cerrándose. El pasillo era amplio, con ventanas de plexiglass que daban al patio, donde algunos charlaban y daban vueltas. No eran como los zombies encerrados del módulo siete, pero había algo que se asemejaba a ellos que no sabría cómo nombrar.

De cualquier forma, era hora de hacer algo.

Kirara se le acercó un poco y le habló primero en voz baja, buscando conversar.

—¿Cuántos años tienes, Megumi?

—Veintidós —sonrió. La fregona se deslizó por el suelo, removiendo el olor a lejía bajo sus fosas nasales. Dejaba un rastro brillante —. ¿Y tú?

Había una cosa que los presos no soportaban —de muchas, claro—, y esa era los internos molestos. Aquellos que no cerraban la boca ni debajo del agua, los que siempre tenían algo que decir, que criticar o de lo que quejarse.

Kirara habló. Mucho.

—¡Veintiocho! Mi padre me contó una vez que nací durante una lluvia de estrellas, por eso tengo un par tatuadas en el abdomen, justo donde la cadera. Algún día te las enseñaré. Hakari dice que son muy bonitas, ¿tienes tatuajes, Meg? ¿Te puedo llamar Meg?

La chica rubia que estaba con ellos hizo una mueca, pero simplemente les dio la espalda y siguió haciendo su trabajo. Por otro lado, el guardia pareció tensarse, primero fueron sus labios convertidos en una fina línea, luego fueron las arrugas de su frente.

Megumi reprimió una risita. La situación era graciosa. No le dio tiempo a contestar, pues ella siguió parloteando.

—Pensaba que eras más mayor y que sólo aparentabas ser más joven. Ojalá poder tener tu edad de nuevo… ¡Qué pestañas más bonitas tienes!

Podrían hacer un buen equipo juntos. Kirara siempre se había portado bien con él, nunca se había sentido subestimado a su lado. Era diferente a Sukuna, claro, más afable y divertida, con un toque de imprudencia infantil e incredulidad adolescente en un rostro adulto y estropeado por las drogas.

Su piel no era brillante, tenía algunas pequeñas manchas aquí y allá que no eran de tomar el sol. Los pequeños agujeros de los piercings que no llevaba le daban a su boca un aspecto viejo.

—… nos conocimos en un motel cuando yo tenía catorce años. Lo recuerdo como si fuera ayer. En realidad tengo buena memoria, es sólo que a veces me olvido de las cosas importantes. Pero, si se trata de él, recuerdo hasta qué ropa llevaba ese día. ¡Me dijo que mi blusa era bonita! Siempre se lo recuerdo en nuestros aniversarios. Era una de flores, rosa, y un poco anticuada, hasta entonces la odiaba.

—¿Quieres callarte de una puta vez?

Megumi sintió un trocito de triunfo uniéndose al puzzle de su idea. El guardia había reaccionado, se encontraba cruzado de brazos contra la pared observándola, irritado.

—Lo siento —Kirara siguió hablando, esta vez en voz baja. Gradualmente la subió a su tono de voz normal, molestando deliberadamente de nuevo —... nos dimos a la fuga y no volví a dormir en una cama durante una semana entera. No puedes imaginar lo que fue tener que tapar las ventanillas del coche todas las noches y aparcar en el bosque, con la policía buscándonos por todas las ciudades…

El guardia se acercó a ellos. Megumi les dio la espalda, desentendido del asunto.

—¿Es que no te enseñaron lo que es en silencio? ¿Te pegaban en casa o qué? —espetó el hombre, agarrando a Kirara del brazo.

—De hecho…

La fregona cayó al suelo.

—Ven conmigo, aprenderás lo que es estar callada, zorra.

El guardia la sacó a tirones del pasillo, sin hacer caso de sus quejas. Kirara salió de escena, otra pieza del puzzle. No sabía cuándo volvería, pero era su turno.

No te preocupes por mí, no me harán nada —había dicho ella, antes —. Encárgate de averiguar cómo está el punto de control.

No perdió un sólo instante. Apretó la fregona entre las manos y avanzó por el pasillo con paso decidido, cauteloso. Conseguiremos salir de aquí, se motivó, entusiasmado por poder estar haciendo algo al respecto de la situación.

Dobló la esquina. Ahí estaba el punto de control.

La libertad. Tan cerca, al alcance de un suspiro, de las suelas de sus botas. Sólo tendría que correr y dejarlo todo atrás. De pronto, pareció tan fácil.

Las rejas estaban tapadas por una lona gris que habían atado a los barrotes de la parte superior, por lo que no se veía lo que había al otro lado. Una gran idea. Así prevenían que los zombies pudieran ver cualquier clase de movimiento.

Los cristales del punto también estaban tapados con muebles, lonas, incluso folios de papel y carpetas adheridos con cinta americana de forma desesperada. Había un hombre haciendo guardia en la puerta, sentado en una de las sillas que, hasta entonces, habían usado los carceleros.

Megumi estaba fregando el suelo como si nada ocurriera, conteniendo una gran sonrisa.

Los presos saben lo que hay fuera, se sienten afortunados. Aquí tienen todo lo que necesitan a cambio de un pequeño precio. Por eso nadie intenta huir. Y, por eso, sólo hay un hombre vigilando el punto de control. Sin resistencia no hay tanta necesidad de autoridad.

Un animal bien cuidado no escapa de casa aún teniendo la puerta abierta.

—No hay nada que limpiar por aquí, imbécil —gruñó el hombre, incorporándose.

—Perdona —se disculpó, bajando la cabeza.

Volvió sobre sus pasos. La libertad tiró del hilo de su corazón como un amante destinado siendo ahogado bajo una marea de injusticia. Dobló la esquina, estampándose contra un cuerpo desconocido.

Se quedó sin palabras, no supo qué decir al ver a la chica rubia frente a él. Esos ojos tintados de negro oscilaron por todo su rostro antes de que ella se diera la vuelta y regresara al lugar donde ambos habían estado limpiando, como si no hubiera estado husmeando también.

El corazón de Megumi latió con fuerza. El chico del tupé se colaba en el ridículo escenario del pasillo para encontrarse con ella. Sus manos empezaron a sudar cuando hizo contacto visual con ese tipo. Era enorme, de hombros anchos y rostro curtido. Lo había visto con anterioridad frente a la cocina, en la cola de la cena, la noche anterior.

Frotó la misma baldosa diez veces —una, dos, tres, una, dos, tres, cuatro, una…—, sin alzar la mirada a ninguno de los dos. Cuando terminara tendría que reunirse con Kirara y con el resto. Necesitaba que el guardia volviera para dar la tarea por acabada. Necesitaba salir de allí.

El pasillo se sintió demasiado amplio. No había recovecos donde refugiarse, ni muebles tras los que ocultarse.

Tenía un nudo en la garganta. Sabía que le estaban mirando, deshilachando, desentrañando. Era como estar donde no le correspondía. Era una pieza suelta, un sujeto indeseable. El recuerdo de ser observado en el patio cayó como una jarra de agua fría por su cuerpo. Fuera de su cómodo grupo no era nadie. Sólo un impostor vestido con un uniforme que no se había ganado.

—Sólo hay un hombre —susurró la mujer, con las manos en las caderas.

—¿Y quién es este puto mocoso?

Megumi se tensó. Se le secó la boca, se quedó frío. Aquella voz reverberó por todo el pasillo, como vomitada por un megáfono averiado.

—Déjalo, Ryu. No te ha hecho nada.

—Espera, lo he visto antes —gruñó el tal Ryu, frunciendo el ceño. El tupé de su cabello era tan largo que parecía que tenía un túnel castaño cayendo por sus cejas —. Es ese maldito forastero…

—¿Y a quién le importa?

—A mí, Takako —otro gruñido. Parecía un toro, se le marcaba una vena del cuello —.  ¡Oye, tú!

Megumi tragó saliva. No estaba refugiado bajo la sombra de nadie, estaba completamente solo. Alzó la mirada poco a poco, con timidez, respirando con fuerza. Ryu le mostró los dientes.

—¿Es que no te basta con robarnos la comida? ¿Ahora también invades nuestro espacio, escoria? ¿Te estás burlando de nosotros?

—No… —salió un fino hilillo pronunciado de su boca con extremo cuidado, como quien manipula un explosivo.

Ryu pareció enfurecerse más. Estaba rojo de ira, se crujía los nudillos de forma amenazante mientras se acercaba a él con pasos lentos. Takako suspiró, acostumbrada a aquella clase de escenas. No se molestó en intervenir.

—¿¡Quieres pelea!? ¿Es eso lo que quieres? ¿Tengo que echarte de aquí a patadas o qué?

Había algo peor que los muertos.

El hombre de las cicatrices sonrió como si fuera lo más preciado que hubiera visto jamás.

—Eres bueno peleando, tienes una buena imagen —elogió, con las manos en la cinturilla del pantalón, de donde colgaban varias armas. Una porra, la pistola eléctrica y la pistola de Megumi, junto a unas esposas —. Te daríamos ciertos privilegios si aceptaras trabajar a nuestro lado.

Sukuna todavía se encontraba procesando lo que sus ojos veían.

El tercer piso era enorme. Había sido reformado de alguna forma, pues podía ver los restos de paredes tiradas y las herramientas de la reforma apartadas a un lado. Los tabiques de la estructura al descubierto habían cerrado salas y celdas en otra vida, convertidos ahora en un gran salón donde había armarios cerrados con candado y un gran escritorio de oficina. Todo aquello había sido robado y minuciosamente colocado, dando la impresión de ser una sala de reuniones o de operaciones.

No. Nada más lejos de la realidad, había un par de chicas allí de aspecto cansado, en nada más que ropa interior. Una de ellas se encontraba mirando por los barrotes de la ventana, que daba al patio, quieta, quizá tambaleándose un poco cada vez que las manos de Jogo rodeaban su cintura. El hombre se frotaba contra ella, mientras reía con la voz ronca de fumar, y le decía obscenidades al oído.

La segunda, se encontraba sentada tras el hombre. Tras el tercer miembro del Comando.  Mahito. Llevaba su largo cabello negro atado en una larga coleta, y había sido vestida con un uniforme de enfermera cuyos botones colgaban, rasgados.

—¿Privilegios? —preguntó Sukuna, alzando una ceja con escepticismo. No estaba rígido, pero no podía evitar sentirse atrapado.

Miraba a su alrededor y veía a Jogo y Hanami, las armas de sus cinturones. Habían robado uniformes de guardias. Estaba de pie frente al escritorio donde Mahito se apoyaba, manteniendo un porte serio, ignorando la molesta y dolorosa sensación de la quemadura en su cara. Era como tener algo seco pegado a la cara, que de vez en cuando se humedecía de manera cálida por lo que supuraban las heridas. Carne al rojo vivo.

Ya no tenía claro quién era el depredador. Pero ya sabía cómo funcionaban las cosas en el módulo cinco.

Olía a comida, había bandejas con sobras aquí y allá, en la mesa del fondo, paquetes de cigarrillos, incluso una botella de champán. Las chicas lucían completamente desgarbadas, sin lavarse, con el pelo y la piel sucios, vestidas o sin vestir como simples marionetas.

Se quedan la comida y nos dan las sobras. Aprovechan la situación para esclavizar a las mujeres.

—Comida, autoridad, armas, protección —enumeró Mahito, metiendo un mechón de su pelo tras una oreja. Lo tenía dañado por decoloraciones, de un color más bien azulado. La heterocromía de sus ojos le daba un aspecto aún más extravagante —. Mujeres —añadió, sonriente.

Sukuna había estado delante de muchos hombres como ese. Arrogantes, consumidos por el poder, casi psicopáticos. Tenían una gran capacidad para hacer que otros les siguieran. La falta de empatía que demostraban hacía más fácil el camino hacia el éxito, aplastando a los demás.

Ver a aquellas chicas le provocaba náuseas, ira, recuerdos de los que jamás podría librarse. El olor a hospital. Arreglarlo. Arreglar a Yuuji.

Tenemos que salir de aquí.

—A no ser que prefieras los hombres —Mahito alzó las cejas, mirando a sus compañeros, que soltaron una carcajada.

Su corazón se saltó un latido. Por supuesto que no prefería a los hombres.

—Tendrías todo lo que quisieras al módico precio de vigilar a esos canallas y salir de expedición a robar provisiones —prosiguió Mahito —. No suena mal, ¿no?

Mahito se movió para acercarse. Al otro lado de la mesa, apoyada contra la pared, estaba la mochila de Megumi. La reconoció al instante. El estampado militar tenía una salpicadura de sangre.

Si aceptara, podría tener acceso a las llaves de aquella sala. ¿Así funcionaba? Podría agarrar sus cosas y largarse con sus compañeros. La fotografía con su hermano, el reloj y la pistola de Megumi, la mochila. Podría acceder a las provisiones, recopilar más armas y medicamentos. Salir encañonando a alguien o a hurtadillas, por la noche.

Sería sencillo, rápido, eficaz.

—Tienes hasta mañana para pensarlo —el tercer miembro del Comando apoyó una mano en su hombro, dando un fuerte apretón —. Porque no podemos permitir que alguien como tú desperdicie sus talentos, ¿verdad? ¿Por qué estás aquí?

Mahito era considerablemente más bajo y esmirriado que él. Se apartó de su asqueroso apretón, alzando el mentón. Los otros dos hombres lo miraban con curiosidad.

—Asesinato.

—¿Cuántos años te dieron?

—Veinte.

Se miraron entre ellos y echaron a reír, captándolo al instante. Ningún juez dictaría una sentencia de dos décadas por sólo un asesinato.

—Eres de los nuestros —Hanami sacó un cigarro de su paquete y se lo ofreció con camaradería, como si hubieran ido juntos a las trincheras.

—No fumo.

Hanami se encogió de hombros y murmuró algo para sí mismo.

Y así, tan fácil como había llegado hasta allí, se fue. Esta vez por sí mismo, sin nadie que lo escoltara ni guiara. Sukuna bajó las escaleras, preguntándose qué demonios había sucedido y por qué de repente se sentía tan apartado de la realidad. No podía creerlo.

Había jaleo en el piso principal. Un corro de personas que gritaban, animaban y gruñían sin razón alguna, como animales. Frunció el ceño, extrañado. Alguien rozó su brazo y agarró a esa persona del cuello, tenso.

—Soy yo —Kirara alzó las manos en señal de inocencia. Sukuna la soltó, dejando ir una larga bocanada de aire.

—¿Qué mierda pasa aquí?

—Un tipo retó a Megumi a una pelea. Se llama Ryu Ishigori y dijo que…

Dejó de escuchar después de aquello. Se abrió paso a codazos e insultos entre la multitud de uniformes naranjas, hasta lograr ver el centro del corro.

Aquel hijo de puta agarraba a Megumi del cuello del uniforme, alzándolo en el aire con desprecio para tirarlo contra el suelo. El hombre, Ryu, tenía una brecha en la nariz, por la que bajaban hilos de sangre que entraban por entre sus labios resecos.

Cerró los puños, enfurecido, preocupado. Un montón de emociones se arremolinaron en su interior.

N/A: Hola! A estas alturas seguro que estamos todos enterados de la actualización en las políticas de Wattpad, que empezará a aplicarse a partir del 15 de este mismo mes. Si no te has enterado o quieres informarte visita el libro de updates de la cuenta oficial de Wattpad, pues ahí está todo explicado. Por favor, evita informarte de otras redes sociales que no sean las oficiales pues están esparciendo desinformación y creando drama innecesario ^^

Actualmente mi perfil cumple todas y cada una de las normas y todas las historias están debidamente clasificadas en contenido maduro. He estado haciendo cambios estos días. Mi perfil ahora está limpio y esta historia nunca se ha visto entre las afectadas, por lo que podéis estar tranquilos!

Aún con todo, la herramienta que usan para quitar las historias es una Inteligencia Artificial que ya ha mostrado fallos retirando historias que no incumplían nada. Es por eso que he creado una cuenta secundaria en caso de que a esta le pase algo meyerszz podéis seguirme ahí. Es simplemente una cuenta de respaldo! Seguiré usando esta ^^

Id a ver la bio de esa cuenta pues ahí está el enlace directo a mi perfil de otro lugar de escritura y también mi nombre de usuario, por si acaso el enlace no se ve. Ahí puse los fics que aquí tuve que quitar y publicaré cosas que aquí no pueda por las nuevas restricciones.

Gracias por leer este mini-comunicado. Si queréis leer el comunicado entero, con los detalles de los cambios en mi perfil, está en mi tablero! Gracias también por leer <3

Nos vemos en el siguiente capítulo ♡

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