Jailbreak || SukuFushi

Door Iskari_Meyer

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El día en que los cuervos se apostaron sobre los muros fue el día en que todo cambió. Sukuna no volvería a de... Meer

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Door Iskari_Meyer

Esa misma mañana, Megumi se había despertado siendo un chico normal. Y ahora se encontraba encerrado en una armario con un convicto, en el módulo siete de la prisión estatal, mientras los pasillos se volvían un caos y la sangre regaba el suelo.

Se encogió, temeroso. Todavía sentía la necesidad de correr atrapada en sus venas, en cada parte de su piel y extremidades. Sorbió por la nariz, escuchando cómo los pasos del otro lado de la puerta desaparecían arrastrándose a algún otro lugar.

Miró al convicto que tanto le había llamado la atención apenas media hora atrás, cuando habían intercambiado miradas de curiosidad.

El mundo en el que se habían visto por primera vez ya no existía, pero de algún modo seguía siendo la misma persona.

Llevaba el típico uniforme naranja que lo cubría de tobillos a cuello, con el número 1170 en una etiqueta en el pecho. Sukuna Ryomen se bajó la cremallera del uniforme hasta la cintura, mostrando una camiseta blanca de manga corta debajo, empapada en sudor.

Sencillas y gruesas líneas negras delineaban un rostro astuto y afilado, recorriendo su mandíbula, el puente de su nariz de forma horizontal, adornando el centro de su frente como una corona lúgubre. Más tatuajes se transparentaban bajo la tela de su camiseta. Tenía una cicatriz curvada debajo de uno de sus ojos, y unos iris de intenso color rubí que se encontraban con los suyos.

—¿Estás bien? —preguntó Sukuna, apoyando el antebrazo sobre su rodilla alzada. Su otra pierna estaba extendida, llevaba botas negras.

Megumi se miró las manos. Se habían raspado un poco con la caída, pero estaba bien. Estaba de una pieza y eso ya era mucho en esa catastrófica situación a la que habían sido arrojados. No tenía heridas, ni... mordeduras o puñaladas. Un tipo había querido apuñalarle en el comedor, pero había salido corriendo. Estaba ileso.

—Sí —asintió con la cabeza, tragando saliva —. ¿Y tú?

Supuso que preocuparse por quien le había salvado la vida dos veces era justo. Si quisiera dañarlo, ya lo habría hecho, ¿cierto?

—Yo también estoy bien —Sukuna frunció el ceño, desviando la mirada a un lado, pensativo —. Eso de ahí fuera... esas cosas no están... vivas.

Sonaba a locura, pero era verdad.

—No puede ser —Megumi se abrazó a sí mismo, temeroso —. No tiene sentido...

Ambos lo habían visto. Una navaja hundiéndose en el corazón de alguien que siguió andando, cráneos abiertos, mandíbulas desencajadas. Rugidos, pasos siguiendo presas, como si fueran depredadores.

Permanecieron un rato en silencio, asumiendo lo que ocurría. Hacía poco que habían estado intercambiando miradas en el taller de empatía y ahora... habían perdido sus roles como personas, como profesional y convicto, como seres humanos. Y cada vez que cruzaban una mirada, ésta estaba teñida de confusión y melancolía.

Akari Nitta, su supervisora, había sido atacada frente a él. Megumi recordó de forma vívida como un tipo había arrancado parte de sus labios de un salvaje mordisco, llevándola al suelo para acabar con ella.

Estaba llorando de nuevo. Nada tenía sentido. Quería volver a casa, abrazar a sus perros, cenar con su padre, llamar por teléfono a su hermana mayor.

—Son zombies —susurró, sorbiendo por la nariz —. Estamos perdidos, estamos...

Enmudeció al escuchar gritos de fondo. Ni siquiera podía tener un momento de paz para entrar en pánico. Otra vez tenía ganas de encogerse en cualquier lugar y llorar. Siempre había sido un chico sensible, del tipo que reprimía sus emociones frente a los demás y lloraba tapándose con una almohada. ¿Ese chico se había quedado atrás también? ¿Había muerto?

Sukuna no permitió que se desmoronara.

—Tenemos que salir de aquí —espetó, mirando a su alrededor.

Había una cesta con pan en bolsitas de plástico. Sabía que el pan era traído de fuera, no se preparaba dentro de prisión. Había botes de legumbres, latas de conserva. Esas apestosas albóndigas, ugh, sólo de verlas le dieron náuseas.

—¿A dónde piensas ir? Todo está plagado de esas cosas —Megumi se limpió la cara, bajando el tono cuando los gritos se extinguieron en la distancia.

—Tú has venido de fuera —señaló —. Sabes cuántos controles de seguridad hay y por dónde se sale.

—Si este módulo está así... ¿Cómo estará el resto de la prisión?

Sukuna se mordió el interior de la mejilla, nervioso. No era la persona más delicada a la hora de hablar.

—No pienso quedarme aquí esperando a morir. Necesito salir de aquí, necesitamos salir de aquí, ¿entiendes? Tú también quieres eso, ¿verdad?

Megumi era un pájaro con las alas cortadas retorciéndose en una jaula, mientras Sukuna golpeaba los barrotes incesantemente. Las dos caras de la desesperación se miraron.

—Quiero salir de aquí —musitó Megumi —. Tienes razón, pero... esto es una prisión. No hay forma de que salgamos vivos, ¿y si estamos todos atrapados aquí dentro?

—Tenemos que pensar algo —determinó Sukuna, notando repentinamente un nudo en la garganta.

Se tocó la zona. Le había asaltado una imagen de su hermano pequeño. Llevaba meses sin verlo. Cerró los puños y se incorporó, dando una vuelta por el reducido espacio.

Miró los cuchillos, las latas de conserva. Megumi tenía una mochila y unas piernas rápidas. Era ágil, lo había visto. La mochila tenía estampado militar y era bastante grande, quizá era una militar de verdad.

Se sentía como si estuviera otra vez en un ring de boxeo, en el sótano de un edificio abandonado, con gente chillando a su alrededor. Era difícil pensar con tantas voces.

—¿Cuántas veces has estado en prisión? —preguntó, intentando buscar una luz a la que agarrarse.

Megumi se puso en pie, pensativo.

—Como... más de quince. He estado en el módulo uno haciendo tareas de voluntariado durante todo el año pasado. Conozco el sitio.

—¿Crees que podrías dibujar un mapa?

—Los folios se quedaron en clase —se lamentó Megumi —. Y mi estuche también —se agachó a revisar su mochila y le enseñó el contenido a Sukuna —. Sólo tengo chicles, pañuelos, una botella de agua y las llaves del coche.

—¿No tienes un teléfono?

—No nos dejan entrar con ello. Está en mi coche.

Sukuna arrugó la boca, reflexionando. No tenían forma de comunicarse con el exterior, a no ser que pudieran acceder al interior de un puesto de control y usar el teléfono. Allí había comida de sobra para aguantar tres días si la racionaban estrictamente, teniendo en cuenta que no podían cocinar.

Todos los módulos de prisión contaban con tres plantas. En la primera se encontraban los espacios comunes como el comedor, la salida al patio, una pequeña biblioteca y algunos talleres manuales. El segundo se dedicaba a clases, consultas de profesionales y salas de uso polivalente. En el tercero, arriba del todo, estaban las celdas.

Miró al techo, pero Megumi señaló la bombilla antes de que él pudiera hacerlo.

—Aún hay electricidad.

—Me has leído la mente —Sukuna alzó las cejas —. Las puertas de las celdas se bloquean automáticamente a las ocho. No hay barrotes, son puertas de acero macizo. Tengo hojas, bolígrafos y sé que mi compañero guarda armas. Además, necesito recuperar un par de cosas.

—¿Qué cosas?

Sukuna no era de los que compartían mucho acerca de sí mismo. Pero estaban en una situación de riesgo y tenía que convencer a Megumi de subir al tercer piso.

—Algo personal —soltó —. Es importante para mí. Y quizá medicación.

—Está bien, lo entiendo.

Megumi sabía de sobra que la mayor parte de internos tenía problemas con las drogas, o algún que otro problema de salud mental. Todavía no sabía dónde encajaba Sukuna, pero estaba claro que no quería verlo perdiendo el control de sí mismo.

Conocía cómo funcionaba todo eso. No era agradable.

Pensó en los talleres del año anterior, en cómo había aprendido a tratar con los internos, motivarlos, hacer que participaran en las actividades. Tenían ventaja, sabía el camino de vuelta al aparcamiento. La prisión estaba en medio de la nada, pero tenían un coche. Se percató de que estaba pensando en ellos como un equipo, estaba claro que ninguno podría sobrevivir solo.

Quiso decir algo al respecto, pero las imágenes de Nitta siendo atacada lo asaltaron como bandidos.

Se sentó en el suelo frío, temblando. Sukuna había hecho lo mismo.

—Esperemos un poco —propuso Sukuna, cerrando los ojos.

Necesitaban un momento para calmarse.

Megumi tenía un reloj.

Había sido un regalo de parte de su padre por su dieciocho cumpleaños. Era bonito, tenía diminutas incrustaciones plateadas de bisutería alrededor de la circunferencia.

Eran las seis de la tarde. Fuera ya había anochecido y ellos dos seguían dentro de la despensa. De vez en cuando los pasos perezosos del pasillo se aceleraban en grupo y alguien gritaba en la distancia.

Estaban sentados el uno junto al otro, esperando, esperando, aplazando lo inevitable. Megumi se sonó la nariz con un pañuelo, sin decir nada sobre la forma en que Sukuna miraba sus zapatos de vestir, que había comprado en las últimas rebajas de temporada. Era un gesto habitual en los presos. La mayoría nunca habían tenido ropa de calidad y les resultaba curioso. Sería la clase de cosa que alguien vendería a cambio de drogas.

—Me he dado cuenta de que siguen el sonido —dijo Sukuna —. A las seis y media sonará megafonía. Es un mensaje automatizado para llamar a los internos al recuento justo antes de la cena. Nos cuentan y nos mandan al comedor después de asegurarse de que estamos todos. También se reproduce por la mañana, a las siete, y también a la hora de comer.

—¿Dónde están los altavoces?

—Principalmente en el patio. Las ventanas no tienen cristal de verdad, sino plexiglass, por lo que se oye en todo el módulo.

El portón del patio era gigantesco y fuerte. Resistiría cualquier cosa.

—¿Quieres... encerrarlos ahí? —preguntó Megumi.

Otra vez leyéndome la mente, pensó Sukuna, lleva mi ritmo. No es un inútil llorón. Es inteligente.

—Sí, más o menos. Mira, los que ya están en la planta baja irán allí los primeros —explicó —. Los que están en la tercera planta tardarán en bajar, pero seguro que son pocos porque la mayor parte de peleas han ocurrido aquí. Creo que podríamos atrapar en el patio a unos cuantos y encargarnos del resto.

—Encargarnos...

—Matarlos —se señaló la sien —. Hay que darles en el cerebro.

Megumi se incorporó, titubeante. Delante había un panel con herramientas de cocina colgadas. Cuchillos de carnicero, de pescadero. Cerró los puños. Sus manos estaban sudorosas.

Matarlos. Nunca había hecho daño a nadie. Su padre lo había apuntado a taekwondo cuando era niño y quedó en buenas posiciones en campeonatos durante su adolescencia. Sin embargo, había un gran trecho entre una pelea simulada y un asesinato.

Además, de nada servía tener conocimientos en defensa personal cuando su propia cabeza insistía en paralizarlo de miedo. Esa clase de reacciones eran incontrolables, iban más allá de la voluntad de alguien. Era pura neurobiología.

—No son personas —le recordó Sukuna.

Bajó la cabeza. Todos aquellos pensamientos se esfumaron. Si quería sobrevivir, no podía seguir pensando en ellos como seres humanos.

—Tienes razón —sonrió débilmente —. Entonces, ¿ese es el plan?

—Hacernos con provisiones aquí, salir, cerrar el patio y llegar ilesos a mi celda para prepararnos. Todo en ese orden.

No les quedaba otra opción más que confiar en el otro, en que no se traicionarían ni abandonarían. Algo difícil de pedir, pero imposible de rechazar. Ya habían demostrado que no tenían intenciones de hacerse daño mutuamente. Debían sobrevivir juntos.

—Está bien —Megumi extendió una mano hacia Sukuna, invitándole a levantarse —. Supongo que ahora somos un equipo.

Sukuna sonrió, aceptando la ayuda.

—Tu nombre era Megumi, ¿no?

—Sí. Sukuna, ¿verdad?

—Así es.

Sus manos se estrecharon a modo de saludo. Megumi se fijó en aquellas cicatrices que recorrían los nudillos de Sukuna, y esa pequeña marca redondeada en la unión entre el índice y el pulgar, parecía ser la quemadura de un cigarro.

Llenaron la mochila con provisiones. Panecillos, latas de conserva, cubiertos, cuchillos afilados, botellas de agua, fruta de la nevera. Plátanos, mandarinas, manzanas. Cuatro cuchillos se quedaron fuera, dos para cada uno. Megumi enganchó el arma de repuesto en el cinturón de sus pantalones. Sukuna simplemente se lo metió en la bota.

La mochila pesaba. Sukuna se la echó a los hombros y gesticuló, lanzando un puñetazo al aire. Podía llevarla sin problemas. Lo mejor era que Megumi, que era más pequeño, no cargara con nada.

Estaban listos. El reloj daba las seis y veinticinco.

—Estoy nervioso —confesó Megumi, sosteniendo su arma con fuerza —. ¿Y si algo sale mal?

—Entonces, morimos.

—No digas eso...

—Sólo estoy diciendo la verdad —Sukuna se encogió de hombros —. Si sale bien, dormiremos en una cama calentita esta noche. Sino, moriremos. Las cosas son así ahora mismo. Mirar a otro lado para motivarnos no servirá de nada. Hay que ser realistas. Es lo que podemos tener y lo que podemos perder.

Sukuna era crudo. Asumía las cosas tal y como eran sin molestarse en inventar excusas, veía lo que tenía delante sin filtro y quizá por eso era algo brusco, pero tenía conciencia de luchador. Una mirada dura enterraba la inquietud detrás de unos iris en llamas.

Megumi se preguntó si alguien como él había tenido que sobrevivir en más ocasiones, si habría sentido miedo de ser asesinado. Era corpulento, pensaba rápido, golpeaba sin dudar. Parecía un tipo con el que nadie querría meterse o, en última instancia, el tipo que se metía con los demás.

Eran las seis y veintiocho.

—No podemos separarnos —susurró Megumi, mentalizándose.

—Ni dejar que nos rodeen. Estaremos jodidos si eso sucede.

Seis y veintinueve.

Ambos se pegaron a la puerta, a la espera de escuchar el aviso de megafonía. Megumi estaba rígido, evitando temblar. Sukuna respiraba hondo para no mostrar nerviosismo. Sus corazones latían tan rápido que se confundían en una misma sinfonía impaciente, hasta que, al final, el aviso sonó.

Seis y media.

—Que todos los internos se presenten en el patio para el recuento de la cena. Repetimos. Que todos los internos...

Pasos, rugidos, bramidos se arrastraron por todo el módulo. Megumi cerró los ojos, sujetando su cuchillo con fuerza. Sukuna se mordió el labio, escuchando cómo los zombies se desplazaban en hordas al patio en busca del portador de esa voz. ¿Cuántos habría? Solamente en su módulo había más de cien internos.

El aviso se repitió cinco veces con pausas de tres segundos entre una vez y la siguiente. Al final del cuarto, Sukuna miró a Megumi.

—Vamos.

Giró las llaves con toda la suavidad que pudo y se las guardó en el bolsillo. Abrió la puerta con el espacio mínimo para que los dos pudieran salir, evitando que las bisagras chirriaran. La cocina estaba vacía. Había un charco de sangre en el suelo.

Salieron de puntillas y echaron un vistazo al comedor, escondiéndose tras el mostrador. A esas horas la cena ya tendría que estar hecha, caliente y humeante en bandejas mientras todos pasaban en fila, pero todo lo que quedaba era una tierra de nadie salpicada de sangre y paredes que habían memorizado el eco de gritos.

Un zombie salía cojeando del comedor, rugiendo, moviendo su cabeza de lado a lado. Su cuello tenía tantas dentelladas que la tráquea era visible.

Megumi tiró de la manga de Sukuna, señalando el suelo. Había cristales rotos. Nada de ruido. Sukuna hizo un gesto con los dedos y avanzaron hasta la puerta. Se apostaron a ambos lados. Sukuna miró hacia afuera.

El zombie seguía a un grupo más grande por el pasillo, mientras el quinto aviso llegaba a su fin. Los altavoces chirriaron, Megumi se cubrió las orejas con una mueca, yendo tras Sukuna.

Aquellas bestias todavía estaban saliendo. Sukuna y Megumi permanecieron tras una esquina, observando cómo el ruido que los demás hacían atraía a más. Bajaban por las estrechas escaleras de tres en tres, tropezando y cayendo, levantándose con gemidos angustiosos, heridas abiertas y supurantes, miembros rotos.

Para cuando los altavoces dejaron de chirriar, las criaturas ya habían cruzado el portón. No todas. A pesar de que se escuchaban pasos en las escaleras de los pisos superiores, Sukuna supo que no tenían otra opción más que actuar en ese momento. Prefería pelear con unos pocos a arriesgarse a tener hordas entrando de nuevo.

Miró a Megumi, que estaba agachado a su lado, pegado a la pared con una expresión horrorizada.

—Ahora o nunca —formó las palabras con los labios, sin hablar.

Salieron de su escondite y recorrieron el pasillo con pasos ágiles, tratando de pisar con todo el cuidado que podían tener. Megumi se quedó al lado izquierdo del portón y Sukuna cruzó al otro.

Sukuna alzó la mano, agarrando su parte de la puerta de hierro. Había que empujar ambas y cerrar. Una, dos, tres.

Empujaron las dos hojas del portón. El material oxidado reverberó por todo el lugar. Las cabezas de los zombies se giraron en su dirección ahí fuera. Sukuna apretó los dientes, golpeando la superficie con el hombro, clavando los pies en el suelo para empujar con todas sus fuerzas.

—Sukuna... —Megumi miró detrás de ellos.

Dos zombies bajaban por las escaleras torpemente, jadeando en su dirección. Otro se aproximaba por el pasillo.

Las puertas ya estaban cerca una de la otra. Un brazo apareció entre ambas.

—Ocúpate de ellos —pidió Sukuna, asomándose por el hueco para patear en el estómago a la criatura.

Megumi se apartó y dejó que Sukuna empujara por sí sólo.

El hierro desgastado siguió rechinando, cubriendo apenas los bramidos animales de la horda de zombies. Se agolpaban, luchaban por hacerse paso hacia adentro, y Sukuna empujaba con las venas a punto de estallar, gruñendo. Más cerca, más cerca. Las puertas se habían acercado lo suficiente para empujar ambas a la vez. Varias manos le rozaron la cara, como si quisieran sostenerle del mentón y mirarlo con dulzura antes de morir.

Sacudió la cabeza, tomó aire y dio un último empujón. Las puertas se encontraron, cerrándose.

Bajó el pestillo de hierro, bloqueando el portón que aseguraba una puerta junto a la otra. Agitado, se agachó para bajar los seguros inferiores, un par de pestillos de hierro con forma cilíndrica que anclaban el portón al suelo. Estaba todo rojo de agotamiento, su cabello se le pegaba a la frente.

Sonaban golpes de manos contra el hierro, pero las puertas no temblaban. Lo había logrado.

—Oh, joder... —suspiró, apoyándose en sus rodillas.

Un grito le puso el vello de punta. Se giró al instante, asustado.

Megumi forcejeaba con uno de los zombies, propinándole puñaladas desesperadas en su rostro en un intento de alejarlo, al no poder sostenerlo bien para darle en la cabeza. Un cadáver estaba a sus pies, inerte, con un cuchillo clavado en la sien. Otro muerto viviente se le acercaba por detrás.

Sukuna se armó de valor y silbó, captando la atención del tercero. Lanzó el cuchillo directo a su cráneo. El zombie se desplomó en el suelo.

Megumi retrocedió con un salto y propinó una patada en el costado a su atacante. La bestia se tambaleó y Sukuna pateó la parte trasera de sus rodillas para tirarlo. Estrelló el filo contra la sien, el cuerpo cayó con aplomo.

Se miraron, hiperventilando. No hubo un sólo momento de calma, más rugidos sonaban desde los pisos superiores, atraídos por el jaleo.

—Tenemos que subir cuanto antes —Sukuna arrancó el cuchillo de Megumi del cadáver y se lo tendió —. Rápido. Quédate detrás de mí.

Subieron las escaleras corriendo, perseguidos por la angustia de no saber qué se encontrarían con cada paso. Un zombie apareció en lo alto del primer piso, salivando.

Sukuna no le dio oportunidad. Subió los escalones en de una zancada y se agachó para agarrarlo del tobillo. Megumi se escondió tras él mientras el zombie era arrojado escaleras abajo.

Cuando doblaron la esquina para seguir subiendo, un muerto viviente se lanzó hacia ellos desde arriba. Sukuna lo sostuvo de los hombros, un aliento pútrido golpeó su cara como si fuera una ráfaga de insectos. Lo retuvo contra la barandilla. Megumi captó la indirecta. Fue él quien lo apuñaló en el centro de la cabeza, en la frente, sosteniendo el cuchillo con las dos manos.

Sukuna empujó el cadáver por la barandilla.

El tercer piso los aguardaba tranquilo. Se escondieron tras una esquina y se asomaron para mirar. Había un zombie arrastrándose por el suelo. Sus piernas habían sido consumidas, dejando tan sólo hilos de músculo y huesos rotos en un par de muslos cercenados a mordiscos, uno más largo que el otro. Llevaba el pelo rapado, tenía bigote, sus ojos estaban teñidos por una neblina blanquecina que empezaba a pudrirse.

Se vieron reflejados en la muerte antes de terminar con el zombie.

Ya sonaban pasos en las escaleras. Sukuna guió a Megumi rápidamente hacia su celda. Había dicho la verdad, la puerta no era de barrotes, sino de hierro macizo con una diminuta escotilla triangular en la parte superior que estaba cerrada por una pestaña. El número doscientos doce había sido pintado con spray rojo en la superficie.

Una de aquellas criaturas llegaba al pasillo, rugiendo. Se internaron en la celda, cerrando con delicadeza.

Megumi se dejó caer al suelo, apoyado contra la puerta. Sukuna se arrodillaba entre sus piernas, cubriéndole la boca. Estaba oscuro, las paredes se sentían demasiado cerca.

Se miraron, aterrados. Escuchaban pasos en el pasillo. Sus ojos encontraron la calma en los del otro, mientras el zombie se alejaba. Lágrimas de alivio comenzaron a caer por el rostro de Megumi.

Sukuna se dio cuenta de que también estaba al borde del llanto, así que simplemente lo dejó ir. Descubrió la boca del chico, revelando el brillo húmedo de las lágrimas en tiernos labios rosados. Se sentó a un lado, ocultando el rostro entre las manos.

Había sido horrible. Cada minuto y segundo se había grabado en sus memorias como una película que jamás serían capaces de olvidar. 

Megumi se arrodilló frente al inodoro y vomitó.

Había estado cerca de ser mordido. Había cedido a sus miedos. Sukuna le había confiado matar a los zombies y sólo había logrado acabar con dos. Había sido una carga. Ni siquiera sabía apuñalar correctamente. Por su culpa habían estado a punto de no lograr el plan, por su culpa...

—No le des demasiadas vueltas —Sukuna miraba por la ventana, cruzado de brazos —. Has estado bien. Lo suficiente como para que estemos vivos y eso es lo único que importa.

Jadeó hilos de vómito, extendiendo el brazo y arrancando un trozo de papel higiénico. Se secó la boca. Se incorporó, sus rodillas aún se sentían débiles.

—Lo siento —se disculpó, en voz baja —. Podría haberlo hecho mejor.

—¿Estás sordo? —Sukuna lo miró, alzando una ceja —. Ha sido suficiente. Has hecho lo que has podido y eso está bien. Yo también he estado a punto de rendirme ahí abajo. Ha sido duro.

Megumi se enjugó la boca, escupió al lavamanos. Tenía razón.

La celda era diminuta. A la izquierda de la entrada estaba el inodoro y un lavamanos. Lo único que separaba esa zona del resto era una pequeña pared de hormigón que le llegaba hasta la cintura. Había dos toallas sobre el lavamanos, papel higiénico sobre la pequeña pared. No había ducha.

Adherido a esa pared, por el otro lado, había un panel de calefacción que irradiaba un calor insoportable. Frente a la calefacción estaba la litera. En el lado derecho había una plancha de metal suspendida que servía de escritorio sobre la que había una pila de papeles, y una silla sin respaldo fijada al suelo. Había un par de baldas, una con un uniforme naranja cada una.

Nada de lo que colgarse, nada que poder arrancar para convertir en un arma. De hecho, el inodoro no tenía tapa. Era de una sola pieza.

La ventana daba al patio. Estaba hecha de plexiglás y había un par de gruesos barrotes al otro lado. Sukuna entrecerraba los ojos, mirando hacia afuera, donde los zombies se movían como ganado en un campo vallado.

Las criaturas surcaban el patio de lado a lado, sin rumbo. Producían un desagradable sonido constante que se oía como un murmullo desde allí arriba. Chocaban los unos contra los otros, seguían los trazos de los muros altísimos y daban vueltas constantemente. Había algunos que quedaban parados de vez en cuando y olfateaban el aire cada vez que, en la distancia, se escuchaban gritos. Sin embargo, no tenían a dónde ir. Estaban atrapados, muertos en su propia muerte, muertos sin nada que matar. Muertos vivientes.

Luz de Luna bañaba el costado del rostro de Sukuna. La celda estaba en penumbra, sombras oscuras se alzaban detrás de los escasos muebles.

—¿Crees que se darán cuenta si encendemos la luz? —preguntó Megumi, acercándose a la ventana.

—No lo sé —suspiró Sukuna —. Pero quiero librarme de esta vista de mierda.

Detrás del inodoro, retirando un trozo de suelo, había un hueco donde su compañero de celda había guardado varias cosas. Cinta adhesiva, un par de bolsas de pastillas, plásticos de bolígrafos que habían sido afilados, bolígrafos, rotuladores, tijeras afiladas, un mechero. Y una pistola. Sukuna no la sacó, pero la palpó para asegurarse de que estaba ahí.

Recortaron un trozo de manta y la pegaron con cinta a la parte superior de la ventana, creando así una cortina. Aún así no encendieron la luz. Se sentaron sobre la cama inferior de la litera. Ya eran casi las siete.

—He perdido por completo el apetito —murmuró Sukuna, viendo cómo Megumi ponía en su regazo la mochila y la abría —. Oye, esa mochila es genial. ¿De dónde la sacaste? Es enorme.

—Era de mi padre. Me la regaló porque le dieron otra.

—¿Tu padre?

—Sí, trabaja en el ejército —una sonrisa triste curvó la boca de Megumi. Sacó un bote de comida enlatada —. Seguro que vendrá a salvarnos.

Megumi apretó la lata entre sus manos. Claro.

—Vendrá a salvarnos —repitió.

Sukuna no dijo nada ante eso, simplemente cogió la lata que el chico le ofreció. Debían comer aunque tuvieran el estómago encogido de miedo. Necesitaban recuperar fuerzas.

Esas albóndigas con puré de patata eran una mierda. Megumi hizo una mueca, pasándole la lata que compartían.

—Qué... qué asco.

—Bienvenido a prisión —Sukuna ya estaba acostumbrado a ese horrible sabor. Pinchó una albóndiga con el tenedor y se la llevó a la boca.

—¿Toda la comida es así?

—Sí —hablaba mientras masticaba. Algo se había despertado en su estómago y no podía parar de comer —. No es un hotel de cinco estrellas, como puedes ver.

La expresión de disgusto Megumi era divertida. Sukuna la disfrutó más de lo que debería. Era agradable ver algo bonito por allí.

Ojos del color de la hierba tras la lluvia en verano, pestañas largas, elegantes y rizadas. Estaba despeinado, a menudo suspiraba. Manchas de sangre oscura salpicaban ese suéter azul marino. Megumi era curioso de observar.

Sus miradas se cruzaron. Sukuna miró a otro lado.

—Estoy tan cansado... —bostezó Megumi, estirando las piernas.

Antes de las ocho, ya habían caído dormidos. 

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