Con la maleta llena de sueños...

De Hubrism

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Dayana nunca ha levantado el interés de los chamos, pero eso está a punto de cambiar cuando entra a estudiar... Mais

Resumen + Nota de la Autora
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16 (parte 1)
Capítulo 16 (parte 2)
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29 (parte 1)
Capítulo 29 (parte 2)
Capítulo 30 (parte 1)
Capítulo 30 (parte 2)
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41

Capítulo 34

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De Hubrism

PASADO 33

El fin de semana alquilamos varias lanchas deportivas y hacemos gira por los Cayos de Chichiriviche. El que más me ha gustado es Los Juanes, que no tiene costa de playa sino bancos de arena blanquísima. Uno se baja directo de las lanchas al agua turquesa cristalina y hasta puede ver a los pececitos.

Bueno, yo no. Porque tengo que pasar toda la aventura playera sin lentes ni de contacto ni de sol puesto a que ambos molestan. Y aparte es más beber ron, cantar y bailar lo que hago en vez de explorar la naturaleza.

Al segundo día alquilamos lanchitas otra vez y al son de Chequeteche hacemos otro tour de los cayos más cercanos a la costa, y decidimos pasar la mayor parte del día en Cayo Sombrero. Una brisa suave y cálida arrastra olas serenas hacia la arena fina y siendo la primera vez que tenemos un semblante de calma durante el viaje, hay unos cuantos que están dormidos bajo el sol. Otros, aún energéticos, están montados de la banana mar adentro. Otros comen chucherías que trajimos.

Tomás está sentado debajo de un cocotero. Se ha bronceado un poco, excepto que su versión de broncearse es ponerse rojo. Sus mejillas y nariz están tan rojas como cuando se avergüenza. Al menos sé que se está poniendo del bloqueador que traje, así que no se debe estar lesionando la piel. Ya quisiera untarle una cremita de sábila con mis propias manos.

Agarro un billete de mi morral y me levanto de mi toalla. Sus ojos me siguen todo el camino hasta que me planto frente a él.

—Acompáñame a comprar un helado de coco.

Se apunta hacia sí mismo y mira alrededor. Yo hago lo mismo y noto que Erika nos observa. De golpe se me viene a la mente la vez que le dije a Tomás con una gallardía fingida que no iba a dejar que ella controlara mi vida. Aquella vez mentí. La posibilidad de que Erika o Andrea reaccionen irracionalmente ante el hecho de que Tomás y yo somos novios me ha acobardado por más de un año. Ya no más.

—Sí, ven —recalco.

Tomás se incorpora a sus pies y espolvorea arena de sus chores verdes. Me mira con ceño fruncido, totalmente confundido.

Llevo una gorra verde como el color favorito de Tomás. Nos alejamos de la sombra y él entrecierra los ojos ante la potencia del sol. Me la quito y la pongo sobre su cabeza con la visera hacia adelante.

—No, póntela tú. —Hace ademán a quitársela y le doy un manotazo.

—Que te la dejéis puesta, que ya parecéis camarón.

Que suerte tiene que sus chores tienen bolsillos y puede esconder sus manos ahí. Yo no tengo cómo hacer lo mismo con mi traje de baño enterizo azul, y mis manos me pican de las ganas de tocarlo.

—Hubieras agarrado a Javi —murmura a medida que caminamos en la arena entre cachivaches de gente desconocida a lo largo de la costa.

—No, con él no tengo que hablar.

—Ah, con que es para eso. —Sus hombros se tensan.

—¿Qué estabais pensando, pervertido? —bromeo y lo codeo.

—He sido descubierto —regresa con entusiasmo fingido.

Conseguimos a un vendedor de helados en medio de un grupo mullido y mientras esperamos turno agarro el brazo de Tomás y lo pongo sobre mis hombros. Él desliza su mano hacia mi brazo y así nos quedamos durante toda la transacción.

Armados de dos helados de coco, nos sentamos a la orilla del mar con los pies en el agua. No hay nada más perfecto que esto, incluso a pesar de los niñitos que están chillando a unos metros porque consiguieron una estrella de mar. E incluso a pesar de la música horrible que resuena desde una lancha en el muelle.

—Y entonces. —Tomás suspira.

Termino mi helado y entierro el medio coco en la arena para que no se lo lleven las olas. Subo mis rodillas y apoyo mis brazos en ellas. Descanso una mejilla sobre ellas para observar solo a Tomás.

—¿Estáis dispuesto a contarme sobre la conversación con tu mamá?

Durante un rato se mantiene en silencio. Tomo su coco vacío de su mano y lo entierro junto al mío. Vuelvo a adoptar la posición anterior y lo consigo trazando integrales en la arena. Este nerdote me hace sonreír. Pero se me quitan las ganas cuando habla.

—Para explicarte eso tendría que contarte la historia completa.

No distingo ninguna clase de emoción en su cara. Se parece al Tomás del primer semestre. Una punzada de miedo atraviesa mi corazón.

—Bueno, si eso te puede hacer sentir mal no me tenéis que decir —apresuro a explicar—. De hecho, hay otra cosa de la que también quiero hablar.

—No. Ya es hora que te lo diga. Le he estado dando largas. —Su brazo roza con mi pierna al levantarlo para quitarse la gorra y peinar su pelo húmedo y enarenado hacia atrás—. Es que... no es fácil hablar de esto.

—Tómate tu tiempo.

—¿Y si los demás empiezan a sospechar?

—Que piensen lo que quieran. —Vuelvo a ponerle la gorra y me quedo más cerca de él. Su piel está tan caliente como el sol pero no hay nada en este mundo que me haga separarme de Tomás.

Quizás la cercanía le ayuda a relajarse porque finalmente deja que salgan las palabras.

—Cuando estaba en bachillerato, en octavo, una tarde se metieron unos malandros en mi casa y me secuestraron.

Succiono casi todo el aire de la isla. Agarro su brazo como si eso pudiera impedir que se lo llevaran hace ocho años atrás.

—Dios mío... Tomás...

Tomás también levanta las rodillas, comenzando a hacerse pequeño.

—No te digo lo que me hicieron —continúa, su voz quebrándose con el nudo que se atasca en su garganta—, pero aunque físicamente quedé bien, mi mente no.

—No es para menos. —Lo abrazo, intentando consolarlo aunque lágrimas corren por mi cara y no por la de él. Repito—: No es para menos. Ay, Tomás, como lo lamento.

Él muerde su labio tan fuerte que la piel se palidece. Ahí es cuando le ruedan lágrimas por sus mejillas y baja su cara.

—Por eso es que nunca tuve novias. —Pasa una mano por su cara pero sigue llorando—. Es cierto que han habido interesadas, pero a lo que se dan cuenta que estoy traumatizado y sufro de ansiedad, de que necesito ir a terapia de forma regular, que en días malos me dan ataques y tengo que tomar medicinas, que mi familia se la pasa escribiéndome todo el tiempo para saber si estoy bien o si he tenido un ataque... Ahí les dejo de gustar bien rápido.

Hace una pausa y sacude su cabeza con fuerza.

—Y sino me agarran lástima como Andrea, y se confunden con que eso es lo mismo que enamorarse. No sé si eso es peor. —Se baja la gorra hacia la cara para ocultarla—. Así que si con todo esto quieres dejar de salir conmigo te entiendo.

De golpe me asiento de rodillas frente a él. Le quito la gorra y me la pongo con la visera hacia atrás, para que con todo y miopía me pueda ver claramente. Tomo su rostro entre mis manos y limpio la humedad de sus mejillas con mis pulgares.

—Yo sé que no es lo mismo —comienzo con tono suave—, y que lo mío es una fobia sin sentido que me causa ataques de pánico a veces pero, ¿cómo podría juzgarte?

—Pero...

Oprimo un dedo contra sus labios para callarlo.

—Tomás, vives con las consecuencias de algo tan terrible que no puedo ni imaginarlo. Lo que siento no es lástima sino rabia de que te hayan hecho eso. 

Tengo que apretar la quijada para no gritar. Mi mentón tiembla. El calor de nuevas lágrimas corre por mi cara. Sus cejas forman una arruguita en su frente. Posa sus manos sobre mis brazos pero aún así no me aparto ni un milímetro.

—Si lo pudiera borrar de tu mente lo haría, pero lo único que puedo hacer es estar a tu lado, abrazarte cuando te sientas mal, consolarte. —Con coraje, pongo una de sus manos sobre mi pecho, encima de mi corazón—. No me has dejado de gustar ni un poquito. ¿Sientes eso? ¿Cómo puede latir mi corazón de esta forma por alguien a quien no quiera?

—¿Me quieres? ¿Así defectuoso como soy?

—No es que «solo» te quiero. Estoy enamorada de ti, con defectos y todo. —Bufo tan fuerte que suena como un puchero—. Ni que yo fuera perfecta.

—Yo te lo quería decir primero. —Sonríe a pesar de que tiene lágrimas atrapadas entre sus pestañas.

Cuánto quiero cambiarlas todas por sonrisas.

—¿Qué? ¿Que soy perfecta?

—Sí, para mí. —Levanta una de mis manos de su cara para besarla—. Y también que estoy enamorado de ti. Lo he estado desde el momento que te vi.

Una ola fuerte me empuja contra él, como si fuera el destino. Tomás me abraza contra su pecho y me acomodo de medio lado, mis piernas encima de su muslo.

—¿Desde que me aparecí frente a ti con las greñas hechas un desastre?

—Ahí también pero no, yo te vi antes de eso.

—¿Ah? —Levanto la cara. Mi nariz roza contra su quijada, un poco áspera por el bello creciente. Tomás se acomoda para poder mirar a mis ojos.

—En el curso de Luna García.

Menos mal que con su otra pierna sostiene mi espalda porque me hubiera desmayado.

—Ya va, ya va. ¿Que, qué?

Por primera vez en días, Tomás suelta una pequeña risa.

—Pues sí. Ni hablamos ni nada, y se ve que no te acuerdas de mí, pero yo sí me acuerdo. Te vi el primer día en la entrada de mi colegio con dos amigas y un amigo.

—Es verdad, se me había olvidado que el curso de la Prueba de Aptitud fue en tu colegio. ¿Pero yo qué hice pa' que te gustara si ni siquiera hablamos ahí?

—Sonreíste, eso fue todo. —Encoge los hombros—. Yo iba pasando por ahí cuando una de tus amigas te hizo sonreír y ya. Fue como un flechazo directo y fulminante.

—¿Eso fue todo? ¡No puede ser! —Se me cae la quijada.

—¿No has visto tu sonrisa? —Tomás pone expresión de extrañeza—. Es como un gigavatio que electrocuta a cualquiera. A mí me paro el corazón.

—Ya, deja de seducirme, chico. —Le doy una palmada en su pecho desnudo y dejo mi mano en su piel—. Yo ni te vi, porque no te hubiera olvidado.

—Sí lo hubieras hecho. Aprendí a ser muy bueno mezclándome con el fondo.

—Créeme que desde que te vi supe que había algo, aunque en su momento lo malinterpreté todo y pensé que eras un sifrino odioso.

Tomás se inclina hacia adelante y me da un beso suave en los labios.

—No sabes como quisiera haber podido desenrollar mi lengua ese primer día y decirte hola.

—Dímelo ahora —demando.

—Hola. —Su voz ha recobrado la fuerza, cosa que es mala noticia para mí porque ese terciopelo más esa sonrisa dulce se envuelven a mi alrededor y me atrapan corazón, cuerpo, y alma.

Me estiro para darle un beso en la mejilla. En la punta de su nariz. En su frente. En sus labios. En la otra mejilla. Y más besos rápidos hasta que se empieza a reír como si le hicieran cosquillas. Cae de espaldas sobre la arena y me acuesto sobre él, mis manos sobre su pecho y mi mentón sobre ellas. Sus manos se deslizan por mi espalda desnuda y me levantan los bellos de todo el cuerpo.

—Quiero que me perdones por ser una cobarde.

Tomás levanta las cejas.

—Yo diría que esta posición es bastante valiente.

—No, no, por esto no me disculpo —bromeo aunque siento el efecto de la posición contra mi cadera—. Me refiero a lo de que te he mantenido en secreto por tanto tiempo. No ha sido justo.

Una ola nos cubre las piernas. Espero que no se haya llevado los cocos pero no me muevo ni un poquito para cerciorarme.

Él muy pillo aprovecha las crecientes marejadas para bajar una mano por mi espalda y dejar un rastro de fuego por donde pasa. Como si quisiera devolverme el favor.

—Bueno, ha sido mutuo acuerdo...

Ya no sé de qué estábamos hablando. Busco el hilo de la conversación en mi mente con dificultad, distraída por sus manos sobre mi trasero.

—En fin, digámoselo a todos.

—¿Que tienes un cuerpo perfecto?

—Tomás, concéntrate por favor.

—No puedo. —Cierra los ojos y un gemido se escapa de su pecho.

Antes de que me mate aquí en plena playa, me levanto y lo salpico con agua del mar. La pobre gorra queda abandonada en la arena mientras nos sumergimos en el agua. Necesitamos volver al grupo sin que el traje de baño de Tomás delate nuestras fechorías, y chapotear un rato se encarga de eso.

De regreso, Tomás lleva la gorra puesta y yo los dos cocos en una mano. Con la otra agarro una de las suyas.

—¿Segura? —pregunta Tomás cuando casi llegamos al área donde están los demás—. Porque se van a poner a brollear, y no quiero que te sientas mal por mí...

—Segura. No me voy a sentir mal. Al primero que quiera echar vaina le lanzo un coco de estos a la cabeza.

Eso le saca una carcajada a Tomás y es lo primero que le llama la atención a nuestros amigos y compañeros. Uno a uno se voltean a vernos, y uno a uno se dan cuenta de nuestras manos entrelazadas.

Al unísono, casi todos estallan en vítores. Y eso sí que no me lo esperaba.

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