Verdi se asomó a la ventana. Las luces iluminaban sus pupilas. La gente caminaba, de un lado a otro pero muy probablemente sin un objetivo fijo, sólo por el ocio. Al fondo, las olas bailaban hasta llegar a la orilla de la arena de la playa, aún con algún valiente nadando. El viento bufaba moderadamente fuerte, pero agradable en una noche de verano, así lo justificaba Verdi cuando el viento rozaba su rostro decaído desde las alturas de su bloque. La guitarra ya había dejado de tocar y notaba ausencia de energia y alma desde su cuarto. Los sonidos de los cláxons, las risas de las personas en plena calle o las hojas de las palmeras siendo golpeadas por el viento... sonidos reales, pero insuficientes para aliviar a un Verdi que seguía apenado, pues el ambiente de Almería era jactancioso, pero en su corazón notaba ausencia de poesía. Se sentía solo. Miró al cielo, rogando una respuesta que no llegaba. Las estrellas brillaban con fuerza aunque alguna que otra nube tapara alguna dama del universo, término que atribuía Verdi en su mente sobre las hermosas estrellas. Además, tarareaba la canción que aún seguía en su cabeza, la composición de flamenco que hacía nada tocaba con su preciado instrumento. Realmente, no se reconocía. Tampoco reconocía el día de mañana. Pero allí estaba. Mirando por la ventana como uno más, un tipo cualquiera, desganado, pensando en su patética vida y en dónde estaba aquella lady que en el pasado protagonizaba sus ilusiones y sus fantasía, o por lo menos eso había cantado hacía poco. Inexistente, pero no se rendía. Seguía bebiendo.
Cogió la botella, momento de antes de volver ante su amiga la ventana. Dio un trago duro. El vino sabía bien, pero se acababa. De fondo, la ciudad. Seguía igual que antes, salvo por un suceso. Una aparición ajena, en plena calle. Cerca de la playa pero cruzando la acera. Verdi no lo podía creer. Iba pedo, pero era consciente. La calle era su punto de enfoque. Y de qué manera.
