La ilusión del poder

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El poder corrompe, es un hecho.

Hacía ya poco más de dos años de la creación del gran Reino de Cáledon. Como se había acordado en el momento de la unión, Tréanor y Paranor dejaron atrás todos sus enfrentamientos y se convirtieron en grandes aliadas, controlando la mayor parte del continente. La prosperidad del comercio de Paranor se extendió por los vastos dominios de Markus y Selene y se erigieron nuevas fortalezas rodeadas de pequeños pueblos que salpicaban las verdes llanuras. La nueva capital del Reino se situó en una zona intermedia y la ciudad pasó a llamarse Doriath.

Gracias al enorme poder militar de Tréanor, Cáledon fue ampliando poco a poco sus dominios, incorporando algunas ciudades mediante su rendición al ver acercarse grandes huestes a sus murallas o conquistándolas cuando se oponían y ofrecían resistencia. Durante el primer año de su reinado, el Rey Markus había orquestado la conquista de todo el sur del continente y había tenido éxito. El norte era ahora lo único que se interponía a su supremacía.

 El norte era ahora lo único que se interponía a su supremacía

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Puerto de la gran ciudad de Doriath

Las pesadas puertas de madera con bañados de oro se abrieron pesadamente, dando al salón del consejo real, una imponente habitación dentro del palacio real. Era una estancia lúgubre, apenas iluminada por la poca luz que las vitrinas coloradas permitían pasar y por varios pares de candelabros situados en puntos distintos. En el centro de la sala había una lujosa mesa de buena madera oscura, donde se había representado el continente y, con el uso de figuras, todas las ciudades y ejércitos.

- Majestad - saludó uno de los capitanes que acababan de llegar, mientras se inclinaba - los espías han cumplido con vuestro cometido, mi señor.

- ¿A qué estáis esperando, capitán? - apremió el Rey Markus, malhumorado - hablad.

- Las ciudades del norte no parecen corresponder a un reino concreto, mi señor - empezó anunciando el capitán Rogers - todas parecen tener sus propias leyes, aunque muchas de ellas son compartidas y hemos podido observar mucho movimiento entre ellas, en efectivos y mercancías.

Los consejeros presentes intercambiaron las miradas, intentando asimilar y descifrar el significado del informe. El silencio se apoderó durante unos minutos de la sala, hasta que el capitán de la Guardia Real, William de Lox, lo interrumpió:

- Podrían tener una especie de líder, majestad. Alguien ha de estar controlando esas ciudades, aunque en apariencia no lo parezca.

- ¿Qué opináis vos, Rogers? - inquirió Markus.

- Las palabras de vuestro caballero tienen sentido, mi señor. Si no tuvieran alguien uniéndolos, esas ciudades estarían constantemente en guerra las unas con las otras.

El Rey miró atentamente el mapa del continente que había representado en la mesa, reflexionando larga y profundamente sobre lo que sería mejor para extender sus dominios.

- Preparad a todos los ejércitos - ordenó finalmente - vamos a conquistar el norte.


Esa misma noche, tras los habituales festejos en el salón principal del castillo acompañado por los principales guerreros y nobles residentes en la ciudad, el Rey Markus regresó a sus aposentos en la torre más alta de la fortaleza, a la que se accedía desde una larga escalera de caracol, iluminada débilmente por la luz de las antorchas. Al llegar, se encontró a la Reina Selene, más bella que nunca, sentada frente a un escritorio, contemplando las estrellas a través de los ventanales abiertos.

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