Ángel me besa la mejilla y se pone a andar. No es hasta que siento un tirón que noto que volvemos a estar cogidos de las manos, aunque soy yo ahora quien aprieta sus dedos como si agarrase un gran tesoro.

Paseamos un rato, bajo la luz sangrante del atardecer, y por casi una hora solo se escucha el sonido de nuestras respiraciones y el crujir de las ramas y hojas secas bajos nuestros pies. Los pájaros ya andan adormilados a estas horas y sin su canto el bosque adquiere un aire menos amigable, pero más solemne. El leve aullido del viento y los crujidos, parecidos al crepitar de una fogata, dan a todo el lugar un ambiente misterioso, casi mágico, que da pena romper con palabras. Supongo que por eso Ángel no dice nada.

De repente, una duda me asalta.

—¿Dónde has ido antes? Cuando me he quedado solo, me refiero —pregunto, tratando de recordar lo que me había dicho antes de soltarme la mano, pero es inútil, apenas oí balbuceos.

—A mirar una de mis trampas, pero estaba vacía —me responde con desánimo, sosteniendo una rama elástica fuera de mi camino para que yo pueda pasar después de él.

Estoy a punto de resbalarme al apoyar mi peso en una roca llena de musgo, pero Ángel me agarra por la cintura y me ayuda a continuar.

—¿Trampas? —pregunto intrigado mientras continuamos andando.

—Sí, quiero ver si han atrapado algo para nuestra cena. Me gusta cazar mi propia comida de vez en cuando, sabe mejor.

No pregunto nada más, pero después de un rato andando tomados de la mano veo que los ojos de Ángel se iluminan mirando algo en la distancia. Achico mis ojos tratando de fijarme en qué es, pero a lo lejos solo veo una especie de cajita de alambre alargada, algo se revuelve en su interior.

—Vamos, vamos —apremia Ángel emocionado como un niño.

Ambos nos acercamos a la trampa, que consiste en un rectángulo de alambre del tamaño de una caja de zapatos con una puerta de esas que se cierra deslizándose hacia abajo y solo se puede abrir desde afuera. Dentro de la trampa hay una pequeña liebre, color tierra con destellos áureos, una nariz que no para de estremecerse y ojillos pequeños y negros como canicas. Parece un animal de peluche, salvo que al ver que nos acercamos suelta el pedazo de comida que estaba royendo y empieza a golpearse contra las paredes de alambre

Sus diminutas patas tratan de escarbar el suelo de madera y se meten por los pequeños huecos de los laterales. Escarba inútilmente y hasta intenta roer el alambre, sin mucho éxito. Pobre cosa, me recuerda un poco a mí.

Ángel lo mira con una tierna sonrisa y se arrodilla al lado de la cajita.

—Ven, mira lo que tenemos aquí —dice con voz calmada, instándome a hacer lo mismo que él. Hinco las rodillas en la tierra, viendo de cerca a la estresada criatura. Su pecho se mueve rápido, pero ahora que nos hemos cernido sobre ella sus patitas y su cabeza están estáticas. —, una bonita, pequeña, liebre —canturrea, cogiendo la caja y poniéndola sobre su regazo. Lleva su mano al mecanismo que abre la caja y libera al animalito mientras dice: —Ven aquí, amiguito.

Cuando abre un poco la ranura el animal actúa tan rápido que hasta me asusto. Se escabulle por la más delgada grieta, como si su cuerpo no tuviese huesos u órganos, pero Ángel es más rápido aún: atrapa al bicho con una sola mano, agarrándolo por el pescuezo antes de que pueda saltar de su regazo al suelo.

—Mi mochila, el bolsillo pequeño de la derecha —me dice Ángel con prisas mientras sostiene al animal más fuerte.

Siento que se me revuelve el estómago. La liebre es tan pequeña, el agarre debe dolerle. Miro la mano de Ángel. Grande, los nudillos y tendones marcados, recorridos por furiosas venas, los dedos gruesos, largos, hábiles. Pobre liebre, caer entre sus garras...

El niñero (Yaoi) [EN AMAZON] #PGP2022Where stories live. Discover now