Capítulo III [CORREGIDO]

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En el auto no aguanté ni cinco segundos con la radio prendida. A pesar de lo incómodo que era el silencio – para mí al menos, dudaba que Christof supiera siquiera dónde se encontraba – tenía miedo de dejar de escuchar su respiración. Todo el trayecto le dirigí miraditas de reojo, tras hacer un cambio, mi mano iba de la caja de cambios a su rostro. Pum, cachetazo. Él solo respondía con gruñidos, pero volvía a abrir los ojos, y con eso a mí me bastaba.

Las calles se encontraban desiertas, y por un momento me extrañó. Hasta que recordé que era pasada la una de la mañana, que la "noche de chicas" había resultado en un rotundo fracaso y que ni avisé que me había ido con el auto. Pero como al chequear mi celular no encontré ningún mensaje en el chat grupal ni en los privados, me limité a tirarlo al asiento de atrás con un sentimiento desconocido acaparándome.

Era como un manto oscuro, como sombras turbias que se me enredaban en el cuerpo, un aire pútrido que se colaba por mi nariz, orejas y boca. No podía respirar. Cada uno por su cuenta; era algo que había sabido toda la vida. Entonces, ¿por qué me sentía así?

Retuve el impulso de pegar un frenazo y salir corriendo. Lejos del auto, de Christof y su olor a hierba, de la ciudad, de mis supuestas amigas, del país, del mundo entero. Me frené y no corrí, porque sabía que por más lejos que estuviera, mi sombra me acompañaría.

~

Me di cuenta de que la dirección que el hermano de Christof me había dado quedaba a tan solo diez cuadras de mi casa y a cinco de la plaza en la que mi acompañante y yo nos habíamos conocido por primera vez. Tras media hora de viaje desde la casa de la fraternidad, ya había dejado de tratar de encontrar explicaciones para el millón y medio de cambios que había parecido sufrir Christof en poco más de veinticuatro horas. Había dejado de pensar en que era más lindo con la cara manchada de pintura y su gato loco y sus sonrisas espontáneas. Ya no pensaba en nada de eso, ni en cómo sus brazos que antes habían parecido sólidos y fuertes eran ahora poco más que escarbadientes unidos a sus hombros por engranajes protuberantes.

Sacudí la cabeza. Solo faltaban un par de cuadras.

Llegar, dejarlo bajo el cuidado de Señor Sobreprotector e irme. Nunca más volver a verlo. Le di una mirada de reojo, procurando tampoco pensar en que parecía tener el pelo graso y bastante más largo. Ni en lo suave que se había visto el día anterior, como una nube de tirabuzones chocolatosos.

Cachetazo. Gruñido. Un insulto a mi persona por lo bajo. Ojos abiertos.

Ya era casi automático, no intercambiamos palabras en ningún momento. Atribuí a eso el nerviosismo que me generó hablar, junto con la leve duda que tiñó mi afirmación.

-Despierta, ¿Va? En un minuto llegamos.

No estaba acostumbrada a tratar con gente en ese estado, y temía que si le gritaba o hablaba muy fuerte fuera a entrar en estado de shock, a ponerse violento o algo por el estilo. Nunca estuve tan arrepentida de no haber prestado atención en las clases de que teníamos una vez al año. Lo único que podía recordar era que no debía dejar que se durmiera y que debía hidratarlo. Pero como no tenía agua, debía limitarme

Para cuando frené el vehículo, estaba tan aliviada como preocupada.

A mi derecha había una casa beige claro de estilo victoriano, con los marcos de las puertas y ventanas, al igual que los pilares que sostenían el tejado sobre el porche, blancos. Había solo cuatro casas en esa cuadra, todas igual de inmensas en sus parques y edificaciones, y elevadas sobre una pequeña colina. Al igual que las otras tres, había que subir unas escaleras para llegar a la entrada y otras más para alcanzar el porche. A decir verdad, era una casa preciosa, elegante pero no ostentosa, y yo hubiera estado encantada admirándola de no ser porque esos escalones parecían ser la mayor desgracia de la vida en aquel momento.

Reino de Papel [YA DISPONIBLE EN FÍSICO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora