Él

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“Así me despido de ti. Sé que no es el mejor método para ello, pero no queda otra.

No soy capaz de decírtelo a la cara.

Adiós”

Eso fue lo que te dije antes de irme. Te lo dije con un mensaje de texto, al borde de un acantilado, viendo desde lejos la playa en la que nos conocimos. ¿Por qué lo hice así? 

Tu sola presencia me rompía en mil pedazos. No era capaz de hacer nada más que dejarme llevar por ti, con una cara triste. Por mucho que lo intentara, no podría alegrarme, porque tu... Tu ibas a dejarme, ibas a irte con otro, y no te volvería a ver.

Es lo que tiene, supongo, aquello de ser rica. Un matrimonio de conveniencia, ¿quién iba a decir que incluso en nuestra época algo así existiría? Sin embargo, así era...

Yo tan sólo era un pobre chico, alguien que aspiraba a ser tu amigo. Me porté mal contigo en un principio, y conseguí hacerte llorar. Pero al ver tus lágrimas, algo se agitó dentro de mi. No quise verte llorar, no quería verte sufrir. Intenté salvarte, te pedí perdón, y tu me aceptaste con una sonrisa en tu cara...

Tu sonrisa...

La cosa más bella que he visto en mi vida, sin duda alguna. Tus perfectos labios frambuesa, junto con el blanco inmaculado de tus dientes... Como una tarta. Una tarta que primero te llega por los ojos, que deseas probarla, no logras apartar tu mirada de ella...

Pero yo no la hubiera probado. Aunque me hubiera quedado, ¿qué ganaría con eso? Ya lo sé yo: nada. Tu padre lo decidió, él movió los hilos, trazó los planes de tu vida... Y me dejó fuera de ella. Totalmente fuera.

Nunca me he llevado demasiado bien con él... Sabía que no le caía bien. No le gustaba que yo estuviera contigo, por eso tú te escapabas para verme. Siempre tenías alguna herida, ¿te la harías al caer por la ventana? ¿Te raspaste pasando entre los arbustos? Culpa mía, lo siento.

Sin embargo, yo quería verte. Aunque no pudiera, simplemente... El ver tus ojos era lo que me hacía seguir día a día adelante. Aún con el duro trabajo en la pescadería todos los días, aún con las regañinas de mi padre y los problemas de mi madre... Tú lo aliviabas todo.

Calmabas mi alma. Me hacías pensar que todo era bello... La vida, ¿de color rosa? ¡No! ¡Azul, como tus ojos! Las dos preciosas joyas centelleantes que se iluminaban en la noche, que se perdían con el mar... Que soñaban tocar el cielo.

Yo ya lo he conseguido, ¿sabes? Yo ya he tocado el cielo... Muchas veces. Cada vez que me hablabas, tu voz era como el canto de los ángeles. El tocar tu piel, tu solo contacto, me hacía sentirme en las nubes. Y la sensación de libertad que sentía a tu lado, cuando sentía que todo era posible...

La falsa libertad, claro. Tu vivías (y seguirás viviendo, supongo) encerrada en tu burbuja. Aquella que tu padre y su fortuna construyeron... Aquella en la que,  por mucho que intenté, no pude entrar...

Me repito más que un disco rayado, ¿no es así? Doy pena, realmente...

[…]

Tu sabes que me fui porque no soportaba aquella situación. ¿Sabes qué pasó después? En realidad, no mucho.

Al principio, me sentí arrepentido, quería volver, pedirte disculpas, buscar una manera de estar contigo, aunque no pudiera ser como yo quisiera. Sin embargo, no podía hacer eso, no podría haberte visto triste de nuevo, triste por mi culpa... Por estar triste yo también.

Llegué incluso a pensar en el suicidio. Sí, ¿por qué no? Tú eras mi mundo, sin ti a mi lado, ¿qué sentido tenía la vida? Sin embargo, no pude hacerlo, porque tenía miedo... Tenía miedo de no volverte a ver nunca más. Esa sensación tan horrible se apoderaba de mi corazón, junto a la tristeza por tu ausencia. Quise morir, pero tenía miedo de no volver a ver tus ojos observando el mar.

En la isla a la que me mudé, un pequeño islote en medio de ninguna parte, hay una playa que se parece mucho a la nuestra, ¿sabes? Creo que es por eso que decidí mudarme aquí. Ya que no podría estar contigo, por lo menos... por lo menos podría recordar los momentos vividos, y eso era más que suficiente.

Un día fui a la playa. Me llevé una botella de nuestra bebida favorita, como aquellas que compartíamos cuando nos íbamos de picnic. Me puse a pasear en el lugar donde el agua y la arena se juntan, dejándome empapar los pies, refrescándome poco a poco. El aire tan característico del mar (aquel que tú decías que olía a libertad) entraba en mis pulmones, intentando llenarme. Aunque pudiera llenar mis pulmones, mi corazón seguía vacío.

El caso es que encontré una vieja caña de pescar tirada en la arena de la playa. Estaba vieja, pero era de buena calidad. De madera, tal ver un poco fastidiada por el agua del mar, pero, al fin y al cabo, servía. Como no tenía nada mejor que hacer, la recogí y conseguí comprar algunos cebos en una tienda que los vendía. En la misma tienda conseguí alquilar una barca...

Y así empezaron mis días como pescador. Gracias a los años trabajando en la pescadería de mi padre, sabía algo sobre peces, y sabía más o menos los precios, así que conseguí hacerme un buen nombre entre mis compradores. Pescando, mirando el horizonte, así eran mis días... Monótonos, tal vez. Aburridos, claro. Y dolorosamente solitarios.

No quiero que pienses que un par de peces puede sustituirte. La amplia gama de azules que me ofrecía mi trabajo (el azul del cielo, el azul del mar...) me recordaba a tus ojos. La playa me recordaba todos los momentos vividos. Y, podía ser una tontería, pero el gato salvaje que un día entró a mi casa y conseguí domesticar me recuerda a ti. Creo que tenéis la misma voz...

Supongo que pensar todo esto es una tontería. En ocasiones me arrepiento de haberme ido, pero no tanto como al principio. Hoy tengo, de nuevo, ganas de recordar. Iré a la playa a pasear un rato... Y a acordarme de ti.

Me encuentro dando un paseo, mirando al suelo, viendo como a unos metros de mí el mar lame suavemente la orilla de la playa. Un cangrejo solitario sale huyendo cuando me acerco demasiado a él... Muestro una sonrisa al verlo.

Entonces, sucede.

Una joven de increíble belleza está observando el mar, no muy lejos de mí. En cinco pasos podría alcanzarla. Una ráfaga de viento sacude la playa, y su sombrero blanco sale volando. Por cosa del destino, cae a mis pies.

Lo recojo con delicadeza, y le quito un poco el polvo con la mano. La miro a los ojos y...

Te veo. La sorpresa me embarga, junto a otro sentimiento. Mi corazón palpita demasiado deprisa, tengo la sensación de que lo estás escuchando. Veo como parpadeas, tus ojos azules se abren y se cierran tras tus pestañas... 

No me reconoces. No es posible que lo hagas. Sin embargo, yo sé quién eres tú... Quiero abrazarte. Quiero tenerte entre mis brazos, oler tu aroma a vainilla, acariciar tu sedoso pelo castaño... Pero no puedo. Porque me rompería otra vez, y te pondrías triste.

“Se le ha caído, joven...”

El sombrero vuelve a caer al suelo, por segunda vez.

Esta vez, no está solo, le acompaño yo, que me ha caído; le acompañas tú, que te has abalanzado sobre mí, con lágrimas en los ojos.

Lo he dicho mil veces, y mil más las diré: No quiero verte llorar. Y menos por mi culpa. Por favor, perdóname. No quiero hacerte daño.

“Eres tú... Estás bien... Por fin...”

“Lo lamento, señorita, creo que se confunde”

Levantas tu cara, y veo tus ojos azules, llenos de lágrimas. Por un momento, me paralizo, al ver la sonrisa en tu cara. ¿Son lágrimas de alegría? ¿Estás feliz por verme? Esto rompe mi búnker, mi blindaje, mi muro, la pared, la armadura, rasga mi ropa, rompe mis huesos y llega hasta lo más profundo de mi corazón, quedándose allí, como debe ser, como ha sido siempre...

Me siento ligero, creo que podría volar. Quiero volar contigo, tocar el cielo... Volemos juntos. Vuela conmigo, por favor. De mis labios sale una sola frase, apenas dos palabras, que te invitan a volar conmigo.

“Te amo”

AdiósDonde viven las historias. Descúbrelo ahora