Única oportunidad

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Dolor, solo eso tienes en tu mente. Estás sola, tu hijo está por fin dormido, tu pareja en su casa, tus padres no saben nada, ni nunca se enteraran de lo que está pasando a menos de 3 metros de su puerta. Ya empezaron las contracciones, estás recostada con los pies en alto, tal y como te lo indicaron cuando te entregaron las pastillas, miras el techo y entre lágrimas te preguntas por qué decidiste eso. Las imágenes asaltan tu mente: tus padres humillándote día a día por ser madre a los quince años, diciéndote que eres una buena para nada, que si vuelves a tener otro hijo ya sabes que tienes que hacer; tomar todas tus cosas e irte a la calle, además de olvidarte de tu hijo porque ellos no dejarán que te quedes con él. Sigues llorando, quizá si te esforzaras un poco más de lo que ya lo haces podrías traerlo contigo, tu corazón se aprieta, miras a tu hijo y piensas que sería un excelente hermano mayor, pero ya estás ahí, ya comenzaste el proceso. No han pasado ni dos horas y la fiebre se hace presente, escalofríos que recorren tu espalda, cierras la ventana pues tienes mucho frío. Vuelves a pensar, no tienes nada que ofrecerle a la criatura, ni una casa, ni comida, ni siquiera has terminado la universidad, de amor no se pagan las cuentas. 3:00 am, segunda dosis, los dolores son cada vez más fuertes, pones alarma para despertar para la siguiente. Te pones de pie, la sangre fluye como un río. El piso del baño se ve rojo, ya no sabes si estás despierta o durmiendo, el dolor no te deja discernir bien, de las veces que has tenido que ir a vomitar crees que te vas a desmayar.

El dolor físico no te importa más. Sientes que el alma se te cae a pedazos, intentas creer que tomaste la decisión correcta, pero tu corazón no está en sintonía con tu mente. Sientes pena y rabia, quizá tu familia lo hubiese entendido, o quizás no. Si, si fue la mejor decisión, tu mente se apacigua, si existen los pecados, ya estás expiando el tuyo con tanto dolor. Le rezas a tus dioses, que por favor tengan piedad de ti, de tu alma y les aseguras que apenas puedas, intentarás traerle de vuelta. Ya le tenías incluso nombre, te estabas asesorando con tus amigas y aunque era bastante poco común, te gustaba mucho, Keiko -si, japonés- te parecía una excelente opción. Le pides perdón a la criatura que estás por expulsar de tu vientre mientras intentas enfocar un vídeo que pusiste en tu celular para intentar distraerte. Sientes nauseas otra vez, a pesar de que dijeron que te mantuvieras recostada, te pones de pie para ir a buscar algún dulce, ya que sientes que te desmayas.

Llamas a tu pareja, entre sollozos intentas explicarle lo mucho que te duele y lo sola que te sientes, pero más allá de decirte que te ama, no puede hacer nada, no puede quitarte el dolor que sientes, pero te recuerda que en el paquetito iba otra pastilla, un analgésico. 5:00 am, última dosis. Te recuestas en el baño y al ponerte las últimas pastillas lo más cerca posible de tu útero tomas sin querer un coágulo del porte de una moneda de $500, lo observas un rato y luego te das cuenta de lo que podría ser y en medio de un grito ahogado lo tiras al baño para que desaparezca y sientes que junto al agua se va un pedazo de tu propia vida. Tomas por fin el analgésico, dejas que haga efecto y te das cuenta que nunca habías sentido tanto alivio en tu vida. Miras por la ventana una vez más, hay luna llena y su luz logra entrar a tu habitación, le pides que acabe con tu sufrimiento, un sufrimiento que tu misma pediste, pero que a fin de cuentas ya entendiste que fue la mejor decisión.

Una segunda oportunidadWhere stories live. Discover now