Prólogo

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PRÓLOGO

El día en que nació, las nubes ocultaban el sol y una ligera brisa llegaba hasta la llanura desde las lejanas montañas, agitando la alta hierba cubierta por el rocío. En el interior de la pequeña cabaña el parto no fue bien, y la madre murió a causa del esfuerzo y la pérdida de sangre. En el exterior una cabra moría al mismo tiempo que el lloro del bebé se alzaba hacia el cielo gris y espantaba al resto del rebaño que, tras derribar el precario vallado, se dispersó por la pradera como si lo persiguiera una manada de lobos hambrientos.

—¡Mala sombra! ¡Mala sombra! —gritó la comadrona, dejando caer al bebé junto al cadáver de su madre, sobre las sábanas ensangrentadas.

Miró al recién nacido una última vez, para cerciorarse, pero las señales eran incontestables. Luego, articulando un grito de puro terror, abandonó aquel hogar para siempre maldito, e ignorando el llanto de la criatura corrió sin detenerse hasta el camino que la llevaría hasta la aldea más cercana.

El bebé, abandonado a su suerte en el que debería haber sido un hogar feliz aquella mañana otoñal, lloró durante horas hasta que se quedó dormido junto al cuerpo de su madre, que ya no le daba ningún calor.

Pero la Dama Fortuna no quiso que el bebé corriera la misma suerte que su madre, e intercedió haciendo que una caravana detuviera sus pasos en el abrevadero que había junto al sendero que conducía a la cabaña. Y hasta allí llegaron los lloros del recién nacido, que despertaba hambriento y aterido de un sueño agitado.

Las miradas de los viajeros se volvieron hacia la cabaña que se alzaba al final del sendero, y la falta de humo saliendo de la chimenea hizo que se extrañaran y que un pequeño grupo decidiera ir a ver.

La escena que apareció ante estos hizo que se les encogiera el corazón y quedaran paralizados a excepción de la mujer del guía que, veloz, envolvió al bebé en su propia capa y lo sacó al exterior para que le diera un poco el sol que ya asomaba entre las nubes. Luego empezó a gritar instrucciones a los demás; debían hacer un fuego para calentar a aquella criatura y alimentarla sin demora. La mujer, arrodillada en la hierba, acunando con delicadeza al bebé, agradeció a la Dama Fortuna que en el grupo viajara una madre de mellizos a los que aún amamantaba.

Mientras unos se alejaban corriendo en dirección a la caravana y otros empezaban a encender una hoguera, la mujer descubrió un poco al bebé para observarlo mejor. La criaturita, que tenía los ojos cerrados, estaba amoratada a causa del frío y cubierta de sangre seca. «En cuanto esté la hoguera encendida habrá que calentar un poco de agua para lavarla», se dijo. Luego retiró un poco más la capa para verle el sexo: era una niña. Una niña proporcionada y con el peso adecuado. Sobreviviría.

De repente, algo hizo que el corazón de la mujer saltara en su pecho. La niña había abierto los ojos y mirado directamente a los suyos durante lo que le pareció una eternidad. Pero eso, ya de por sí desconcertante, no fue lo que hizo estremecer a la mujer que, por su condición de esposa de un guía de caravanas había viajado ya por medio mundo y sido testigo de maravillas incontables. Lo que realmente la dejó azorada fueron la mirada de la pequeña, que transmitía una sabiduría y una tristeza cómo jamás había visto en otro ser humano, y el color de sus ojos, de un violeta imposible.

La niña del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora