La conspiración de los farsantes - (Capítulo 1)

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                                        La conspiración de los farsantes

                                                    EDWIN UMAÑA PEÑA                                       


                                     Novela de seis capítulos y 220 páginas.

      Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.

 La Vorágine

 Jose Eustasio Rivera, 1922.

1

Sé fiel a tu trabajo, sé fiel a tu marido, sé fiel a tu mujer, sé fiel a tu familia, sé fiel a tus ideas, sé fiel a tu país. ¿País? No, país no, patria. Sí, sé fiel a tu patria. Sé fiel a tus principios, sé fiel a tu dios, pero sobre todo sé fiel a tu empresa, la que te da el pan para ti y tu familia.

Yo les digo, se puede engañar a alguien y amarlo a la vez. O no. Tal vez no se traiciona a quien se ama, pero sí se puede engañar a alguien y sentir amor o cariño por esa persona. Otra cosa son los políticos, que mienten a mansalva, estafan, roban, asesinan y luego sonríen ante las cámaras, y si son denunciados, ya se sabe: el juez es su amigo. Amigo, no hay nada peor que descubrirse igual entre la canallada y verse emancipado del escupitajo público, gracias al aura de respetabilidad que te da el puesto que ocupas en la empresa a la que debes ser fiel. Yo salí corriendo, me fui al borde del abismo y miré al fondo sin pestañear, hasta que el vértigo cedió, luego cerré los ojos y escuché el ruido silbante del viento. Grité. Estas hojas que te entrego son parte del grito y son la caída al fondo del abismo.

**

Carlos llegó aquel día a la misma hora de siempre, a las nueve de la noche. Sandra lo recibió con una euforia inusual. «¡He conocido a alguien en el museo!», dijo, sonriente. «¡Es colombiano y te quiere conocer! Me dijo que me veía muy guapa, feliz y que eso sin duda era obra tuya». «Vaya forma de coquetearle a una mujer casada», respondió Carlos. «No, no digas eso, quiero que lo conozcas. Tenemos que hacer amigos aquí, aún nos quedan cuatro meses y quiero conocer gente y pasarlo bien mientras tú terminas tu curso», dijo Sandra, mientras se acercaba a él y lo acariciaba con cariño. A pesar de que intuía por dónde iban las intenciones del nuevo amigo de su mujer, Carlos se alegró por ella, era la primera vez que la veía sonreír en las últimas semanas.

Carlos y Sandra eran una joven pareja. Hacía cuatro años que se habían casado y no tenían hijos. Carlos era ingeniero, tenía treinta años y una exitosa trayectoria profesional. Sandra tenía veintiséis años, hacía poco había terminado su carrera, comunicación social y periodismo, y quería orientar su profesión hacia la información de farándula y temas de belleza. Llevaban dos meses en Madrid. Carlos había sido enviado allí, para tomar un curso de especialización, como premio por los buenos resultados obtenidos en su trabajo: suculentas cifras de ventas y ganancias que había hecho acumular a la empresa para la que trabajaba.

Habían llegado después de las fiestas de fin de año, en pleno invierno, que había sido más intenso que otras veces. Era la primera vez que viajaban a Europa y experimentaban un clima tan extremo, muy diferente del apacible clima andino de Bogotá, en el cual, habían vivido toda su vida. Muy pronto el frío, la hostilidad y lejanía de la gente aislaron a Sandra, que pasaba los días encerrada en el piso que habían alquilado, viendo televisión, navegando en internet y esperando a su marido. No se adaptaba al habla áspera y recia de la gente de Madrid y a la poca amabilidad de los camareros de los bares y de las dependientas de los almacenes. «Aquí parece que todo el mundo está de mal genio», les escribía a sus amigas. En su ciudad acostumbraba a llevar con su esposo una agradable y alegre vida social, en cuyo círculo de amigos eran la pareja perfecta, «la envidia de mis amigas y de mis enemigas», como afirmaba con orgullo. Sin embargo, en la capital española, los interminables días de frío y soledad habían causado estragos en su jubiloso estado de ánimo. Madrid le parecía una ciudad dura, inclemente, con gentes de todas partes del mundo luchando salvajemente por sobrevivir. Sentía que incluso los latinoamericanos que trabajaban en los bares y cafés hablaban y se comportaban con dureza; jamás sonreían. Muchas veces no entendía lo que le decían en la calle o en los lugares a donde iba, luego, al pedir que le repitieran lo dicho, para intentar entender, notaba la molestia en las otras personas; otras veces, cuando pedía que le repitieran las palabras, sentía que le gritaban o le hablaban recio y la gente se alejaba, maldiciendo entre dientes.

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⏰ Last updated: Apr 07, 2017 ⏰

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