Ella salió a la calle, se quedó un momento en la puerta por si él se asomaba y después caminó hacia la plaza. No veía la hora de que regresaran sus padres de las cortas vacaciones porque Luciano se había tomado muy a pecho la recomendación de cuidarla. Y le controlaba horarios y salidas el muy pesado. Vio el cartel luminoso del ómnibus y corrió hacia la parada. Subió a un coche casi vacío, pasó la tarjeta por la lectora y se sentó por la mitad del vehículo. El asiento trasero estaba ocupado por cinco o seis muchachos que escuchaban cumbia a todo volumen y se gritaban entre ellos. Había uno que se entretenía escarneciendo a cuanta persona caminara por las calles o estuviera esperando en las paradas o en las esquinas en que los detenía el semáforo. Romina casi deseó haber obedecido a Lucho cuando uno de los alborotadores se colgó de los pasamanos y se balanceó en el pasillo hacia atrás y hacia adelante coreado por la rechifla de sus compinches. Debía bajarse a cuatro cuadras y no se animaba a dirigirse a la puerta trasera. Se levantó y avanzó hacia delante hasta llegar al asiento del impasible conductor:
-¿Me puedo bajar en Sarmiento? -le preguntó en voz baja.
-Sí. Pero es preferible que te bajes en San Martín. Está más concurrido y hay una garita policial.
-¡Ah! Gracias -le respondió sorprendida por la atención del chofer.
Para su tranquilidad, la pandilla siguió viaje. Retrocedió una cuadra y poco después estaba tocando timbre en el departamento de Sandra. Su amiga, que se había independizado de la familia hacía cuatro meses, bajó a recibirla:
-¡Hola, Romi! Sos la primera en llegar.
Subieron al segundo piso por la escalera y accedieron a la vivienda de Sandra que constaba de un amplio comedor, dos dormitorios, baño, cocina y lavadero. Había preferido el contrafrente del edificio para beneficiarse con una habitación más. Se sentaron en un sillón grande mientras esperaban a Margarita, Liliana y Abril. La dueña de casa lucía suelta su larga cabellera que constituía la envidia declarada de todas sus amigas. Romina le contó el incidente del ómnibus y el gesto de su hermano. Sandra largó una carcajada:
-¡Codito de oro se muere si se entera de que su dádiva cambió de destino! -conocía cuán cuidadoso era Luciano con sus ingresos por frecuentar por años la casa de Romina.
-No se va a enterar. Espero que mis viejos vuelvan pronto porque ya me subleva su rol de guardaespaldas. Está decidido a velar por mi castidad -dijo Romina con una mueca.
-¿Son tan ingenuos los hermanos mayores? -preguntó Sandra.- Yo no hubiera soportado uno…
Un timbrazo anuló la respuesta de Romina. Sandra bajó a recibir a las invitadas que faltaban. Las jóvenes mujeres se saludaron con alegría y por indicación de la dueña de casa se acomodaron alrededor de la mesa. Ella, por su personalidad y por ser la mayor, abrió el debate:
-Bueno, henos aquí cinco mujeres jóvenes, algunas con título, de buena apariencia, pero ¡sin posibilidades de trabajo! A no ser empleos temporarios de promociones, publicidad, reemplazos y otras yerbas. ¿Me siguen? -miró los rostros de sus cuatro oyentes en busca de consenso.
-Sí -manifestó Margarita.- Ya estoy harta de que me llamen para suplencias de tres meses por un magro sueldo y tener que cubrir el faltazo de los titulares.
-Y yo de hacer guardias interminables en los servicios de emergencia para que me manden a los lugares más riesgosos -dijo Liliana que se había recibido de médica hacía un año.
-Creo que todas tenemos historias similares -intervino Romi.- El asunto es resolver cómo cambiamos esta realidad.
Abril, que en ese momento cubría una vacante en la recepción de un hotel, adujo: