IV.

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La saludo con un beso en la mejilla cuando entra en el bar. Desde aquella noche acudía con frecuencia a mi trabajo para verme, tentarme, y sí, volverme completamente loco. 

Nuestra relación se había convertido en el algo peculiar, ninguno de los dos podría explicar exactamente qué éramos: ¿conocidos? no, ¿amigos? lo dudaba, ¿pareja? ni de lejos, ¿un reto? probablemente.

Preparo un café para un cliente y al mismo tiempo dirijo mi mirada hacia Paola; como suponía está observándome con sus ojos color miel. Mastica un chicle y saca la punta de la lengua para hacer una pompa, la explota y sonríe. Su mano se desliza sobre uno de sus muslos lentamente, tentándome.

Esta vez viste una falda corta con vuelo y unas medias negras que transparentan cada uno de los lunares de su piel.

Paola se asegura de que tan solo yo la observo y separa las piernas lentamente, dejándome ver bajo la fina tela de las medias su ropa interior, blanca y de encaje. Siento que mi corazón se acelera, excitado.

—¡Venga, lleva ese café! —me dice el jefe de repente, asustándome. Reacciono y lo fulmino con la mirada, me callo y no reprocho su comportamiento por no ser despedido; dejo que siga ligando con la camarera, Emma—. Pues sí, la verdad es que conozco bastantes restaurantes. Tengo un amigo en uno italiano, podría invitarte algún día allí, la comida está riquísima. ¡Ti piacerà! ¿pero éste desde cuándo habla italiano?, me pregunto, saliendo del mostrador con el café y un cruasán, que llevo rápidamente a un cliente.

Paso por la mesa de Paola, en la esquina; ella ríe al verme.

—Cuidado con lo que haces —le susurro al oído, e inspiro el perfume de su cuello, luego beso su piel—. Eres un peligro.

—Podría decir lo mismo —coquetea, y antes de que me aleje me agarra con cuidado del cuello de la camisa, sin demasiada fuerza; se inclina para desafiarme con la mirada—. ¿Ya te volví loco? —niego con la cabeza, divertido.

—Quizás el día en el que me dejes besarte —y me suelta, volviendo a acomodarse en la silla.

Pasan las horas y una vez más salimos juntos del bar. Esta vez Paola agarra mi mano, se escusa diciendo que la suya está demasiado fría y necesita calentarla.

—¿Es verdad que nunca quisiste a nadie? —pregunto, quizás solo sean estúpidos rumores.

—¿Es verdad que tienes miedo al compromiso?  —contraataca con una sonrisa. 

Miro al frente, estoy tan dispuesto a responder como ella. 

Viajo al pasado y recuerdo a Bárbara, le gustaba que pronunciara su nombre, Baby, me lo pedía cuando hacíamos el amor.

No tengo miedo al compromiso, Paola, tengo miedo a que vuelvan a romperme el corazón.

Pruébame, PaolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora