Preludio III - Fragmento 1 de 2

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Fue como una explosión.

La luz estalló en su cabeza a la vez que todo su ser se desgarraba al tragar aquella primera bocanada de aire. Su boca, su pecho, y su vientre respiraron al unísono, sintiendo el doloroso latigazo de oxígeno. Un surtidor de agua salada brotó de su estómago por la nariz y la boca, forzándole a toser con violencia e impidiendo que el aire volviera a llegar a sus pulmones. El terror de sufrir de nuevo la imposibilidad de respirar le hizo debatirse salvajemente.

 —¡Cálmate! ¡Cálmate! —escuchó—. ¡Estás fuera! ¡Estás a salvo!

Parpadeó y la luz fue perdiendo intensidad. A su alrededor, las formas tomaron consistencia: el palo mayor, la borda, el castillo de popa, rostros confusos flotando a la deriva. Pronto comprendió que se encontraba en el Dragón de Sangre. Palpó torpemente la empapada camisola, los pantalones adheridos a sus piernas, la pulida cubierta.

—Sí, estás vivo, pececito.

Pravian se hallaba de pie ante él, calado hasta los huesos, rezumando agua de mar. Respiraba entrecortadamente inclinado hacia delante, con las manos en las rodillas y el rostro tan enrojecido que amenazaba con estallar de un momento a otro.

—Respira —oyó en su oído.

Nándor, arrodillado sobre la cubierta, le sostenía, manteniéndole erguido. Los brazos desnudos del artillero alrededor de su torso temblaban y el pecho sobre el que le permitía reclinarse ascendía y descendía agitado. Kert le miró, todavía aturdido. Vio que delgados hilos de agua descendían por su asustado rostro y que los mojados cabellos se habían aplastado sobre su cráneo y frente.

—Tú… —musitó.

A su mente acudió una imagen. Pravian y Nándor buceando junto a él, atrapándole con sus manos, arrebatándoselo al Gran Azul.

—No eran sirenas.

Una mueca temblorosa, que intentaba parecerse a una sonrisa, afloró a los labios del artillero.

—Buena la has hecho —gruñó el gigante, irguiéndose pesadamente.

—¿El chico…? —inquirió Kert con voz ronca, apartándose del rostro gruesos mechones de cabellos negros.

—Calla, por Baala —le apremió Nándor en un quedo lamento.

Un murmullo inquieto recorrió el círculo de marineros que les rodeaba. Apresuradamente se hicieron a un lado, dando paso a Ireeyi. El Capitán se detuvo a escasos metros de la figura tumbada de Kert, a la que dedicó una gélida mirada. Tras unos instantes y con calmado desprecio, miró a Nándor, y después a Pravian, directamente a los ojos. Ambos apartaron la vista con un gesto de temor y vergüenza.

—¿Qué es lo que acabáis de hacer? —preguntó, y su voz grave y desprovista de emoción hizo que algunos marineros retrocedieran con evidente recelo.

—Capitán… —Kert se soltó de los brazos del artillero y trémulo, sin fuerzas, se arrodilló ante Ireeyi—. Sólo quería…

—No hablo contigo, escoria —le interrumpió, sin dignarse a posar sus pupilas en él y en un tono tan profundo y contundente que el aire vibró a su alrededor—. Nándor —llamó—. ¿Desde cuándo estás bajo mis órdenes?

El artillero apoyó las manos en el suelo e inclinó su desolado rostro hacia delante.

—Desde la noche que rescatasteis a los supervivientes de la masacre de Kikuu —respondió con humildad.

—Pravian… —Ireeyi se giró hacia el gigante.

—Lo sabes bien, patrón —repuso, y su voz había perdido el acento arrogante y burlesco que siempre la acompañaba.

Océanos de sangreWhere stories live. Discover now