Capítulo VIII

8.4K 198 44
                                    

El Príncipe se detuvo en mitad de las escaleras y vaciló. No estaba muy seguro de qué era lo que encontraría arriba, en el desván de la casa abandonada. No tendría que estar allí solo, tendría que ir con Percival porque ir solo podía ser peligroso si alguien lo atacaba a traición. Pero, ¿quién podía atacarle a traición -pensó con un bufido- si todo lo que lo atacaba era de género femenino y antes de clavarle un cuchillo abusaba de su cuerpo? Esperaba no cruzarse con más féminas ávidas de caricias antes de reunirse con su Princesa y si por casualidad se cruzaba con alguna, primero la atravesaría con la espada y luego, si todavía era posible, se resarciría con su cuerpo moribundo. Se estremeció al comprobar los derroteros por los que estaba yendo su mente y sacudió la cabeza, horrorizado consigo mismo. Estaba desesperado, sí; frustrado sexualmente, también. No era plato de buen gusto ver a Galatea desnuda, gimiendo, con esa boca que parecía hecha para tener siempre un pene dentro de ella y una lengua que prometía placeres carnales inimaginables, y no poder tocarla mientras que Percival se la follaba de una y mil maneras y él tenía que aguantarse y escuchar sus suaves lamentos lujuriosos.

Soltó un gruñido, se pasó la mano por el pelo y se ajustó bien los pantalones, gimiendo de frustración al rozarse la erección que había empezado a crecerle justo cuando imaginó los carnosos labios de Galatea alrededor de su miembro. Le costaba un mundo soportar tanta lujuria a su alrededor. Ya había estado dentro de ella, aquella vez cuando los atacó, y la recordaba bien prieta y bien caliente; pero también había sufrido sus colmillos y no deseaba volver a probarlos. Solo pensar en que tenía dientes como cuchillos tras aquella boca tan lasciva le provocó espanto, pero también una llamarada de deseo. Percival la tenía tan bien controlada que podía meterse dentro de su boca y no sufrir ningún mordisco.

Como su señor que era, el Príncipe estaba en todo su derecho de exigirle a su sirviente que le prestara a Galatea. Oh, ni siquiera tenía que pedírselo, podía obligar a Galatea a hacer todo lo que se le pasara por la cabeza y Percival no podría objetar nada; incluso podía ordenarle que se quedase mirando y escuchando. Pero volvía a pensar en sus dientes y en la forma de luchar que había visto en ella y se le encogía el corazón de miedo. Como una salvaje, con uñas y dientes, desgarrando y mordiendo. Volvió a pasarse las manos por el pelo y alejó a Galatea de sus pensamientos, ella moriría aquella noche a causa de las heridas, le parecía indecente fantasear de aquel modo con la muchacha. Era una lástima, era buena guerrera y seguro que era mejor amante. Que triste. ¿Habría más cómo ella en este reino maldito? Si encontraba otra mujer como Galatea, se la quedaría para él, resolvió más animado.

Salvó los últimos escalones con la espada en la mano y alcanzó la trampilla de acceso a la buhardilla. Cedió fácilmente, por lo que el Príncipe la levantó apenas medio palmo para observar el interior. El suelo, a la altura de sus ojos, estaba cubierto por una generosa de polvo, igual que en el piso de abajo. Entraba algo de luz, escasa y grisácea, por una ventana en la que veía flotar perezosamente unas motas. Bajo esa misma ventana, en el suelo, había un lecho de sábanas revueltas y desde dónde estaba, el Príncipe descubrió unos pies descalzos. Humanos, para mayor tranquilidad. Animado por el descubrimiento, pero sin abandonar la cautela, registró con la vista el resto de la habitación, pero no había nada que llamase su atención más que aquellos pies, así que accedió al interior para saber si el dueño estaba vivo o muerto.

Con la espada preparada para un ataque preventivo, dio un paso hacia el lecho. La madera crujió bajo su peso rompiendo escandalosamente el tenso silencio del lugar y se quedó muy quieto, esperando, escuchando, temeroso de que alguien pudiera aparecer. Lentamente, dejó salir todo el aire que había contenido y, seguro de que nada había en la tenebrosa habitación, se acercó despacio a la cama.

Entre las sábanas y mantas revueltas había una mujer, la dueña de aquellos pies descalzos, en una postura provocativa. Estaba boca abajo, con el pelo alborotado y desparramado ocultándole el rostro. Tenía las manos atadas a la espalda con una cuerda y la cadera ladeada, dejando así el trasero ligeramente elevado. Entre la abertura de sus muslos podía verse una sombra que invitaba a la imaginación. A lado, en el suelo y fuera de la cama, había un hombre joven con los pantalones colgando de las caderas y un cinturón en la mano. Estaba recostado de una manera muy incómoda que sugería que había estado de pie instantes antes de caer al suelo. El Príncipe se quedó un momento mirando la escena, registrándola, reflexionando sobre lo que veía. Era las primeras personas –humanas- que encontraba en aquel sitio. Se acercó al hombre y lo observó, buscando alguna herida mortal. Los dos cuerpos estaban en perfectas condiciones, no parecían estar muertos ya que de ser así la habitación desprendería un desagradable olor a podrido. Si lo estaban, debían haber muerto hacía muy poco, porque la piel de ella todavía estaba rosada y no pálida. Tocó con la bota al hombre, pero este no se movió, así que se agachó a comprobar su estado.

La Bella DurmienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora