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—Pero..., nosotros no somos asesinos —dijo Abel, casi con un gemido.

La frase martilleaba incesante en la mente de Romualdo Tamal. Las palabras del retraído becario sonaban una y otra vez en sus oídos, machacándole sin piedad y persiguiéndole sin descanso como sanguijuelas aladas llenas de dientes y aguijones. No dejaba de escucharlas desde que vio en la distancia a la señora García, esa misma mañana, y empezó a seguirla. Hacía ya varias horas de ello, y desde entonces las palabras de Abel no dejaron de retumbar en su cabeza.

No, ellos no eran asesinos. Eran científicos, matemáticos. Estudiosos y académicos dedicados a desentrañar la complejidad del universo en que vivían. Eran teóricos, ni siquiera investigadores de campo. Su mundo estaba poblado de fórmulas algebraicas y códigos binarios. Pero sobre ellos había recaído una responsabilidad terrible. El futuro entero de la raza humana estaba en sus manos. Romualdo sintió que la nausea que lo atormentaba desde la mañana se intensificaba sin piedad. Agarró con fuerza el escalpelo que escondía en el bolsillo del gabán, la hoja de la cuchilla a salvo en su caperuza de plástico rígido. El sudor hizo que la palma de la mano resbalase sobre la metálica superficie del utensilio.

No, ellos no eran asesinos. Pero eran los únicos que se interponían en el camino de la humanidad hacia el colapso final. La última barrera. El último escudo de protección. Sólo ellos lo sabían y sólo ellos podían hacer algo al respecto. No había tiempo para más. El intervalo era demasiado reducido. La resolución del primer radiante había llegado demasiado tarde. O casi. Sólo le quedaba una alternativa.

Tenía que matar a la señora García antes de las tres de la tarde.

Con las manos sacudidas por un ligero temblor, miró la hora en su reloj de muñeca. Las doce y media. Aún tenía tiempo, pero la hora límite se acercaba. Refunfuñó y maldijo entre dientes por enésima vez. La señora García seguía sentada en el banco del parque, en el mismo lugar en el que se sentaba a tomar el sol cada mañana, siempre que el clima lo permitiese, desde hacía innumerables años.

Clavó en la mujer sus ojos de miope, surcados de venillas rojas y adornados de oscuras ojeras, ojos enfebrecidos que no dejaban de moverse, escondidos tras los gruesos cristales y arropados bajo espesas y plateadas cejas. No había visto nunca a la señora García antes de aquel día. Jamás había hablado con ella. Hasta hace poco menos de una semana ni siquiera sabía de su existencia. Si se la hubiese cruzado por la calle, o en la sección de conservas del supermercado, ni siquiera le hubiese dirigido un segundo vistazo. Sin embargo, odiaba a esa apacible y frágil ancianita con todas sus fuerzas. Ella era el objetivo. La única solución al problema. El nudo gordiano que él debía cortar para liberar a la humanidad de su destino. Con el escalpelo que llevaba en el bolsillo.

Había robado el escalpelo en el laboratorio de anatomía patológica, en una de sus frecuentes visitas a su amigo Damián Medario. Damián y Romualdo eran casi de la misma edad, con apenas unos días de diferencia entre sus respectivos cumpleaños, que ninguno de los dos celebraba. Se conocieron cuando eran estudiantes, inquilinos universitarios en el mismo colegio mayor. Damián estudiaba veterinaria y Romualdo matemáticas. Se licenciaron el mismo año, expusieron sus tesis doctorales en el mismo salón de grados, aunque ante tribunal y público completamente distintos, y los dos acabaron consiguiendo la plaza de profesor en la misma pequeña universidad de provincias, aquella en la que ambos habían cursado sus estudios universitarios. Desde entonces, hacía ya más de treinta años, las ocasionales cervezas y las visitas del uno al despacho del otro habían mantenido una amistad poco profunda y laxa, pero constante.

—Ya ves, Romualdo —decía Damián durante aquella última visita. Estaba inclinado sobre la poyata del laboratorio, vestido con una bata blanca llena de arrugas, las manos enfundadas en guantes de látex amarillento y el cadáver a medio diseccionar de una enorme rata albina bajo la luz de un flexo y las lentes de una lupa bifocal—. A lo que hemos llegado. ¡Malditos recortes!

EL ASESINATO DE LA SEÑORA GARCÍADonde viven las historias. Descúbrelo ahora