Parte 2

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Cuando Emilio se jubiló, poco a poco comenzó a entender que la vida con María no sería fácil. Para empezar, ni siquiera había querido dejar su empleo en el taller, así como los animales del campo sufren cuando se los aparta de su rutina, por pesada que ésta sea.

Y digo que tardó en darse cuenta porque, al no tener más remedio que quedarse en casa, descubrió que quizás sí existía algo por lo que valía la pena vivir: ¡la televisión por cable!

Ni muerto lo hubiera dicho en voz alta, pero en el fondo de su limitado intelecto tuvo que reconocer que su esposa había tenido una buena idea. Durante sus años en el taller, Emilio se había acostumbrado a la radio y a un pequeño televisor al que cada tanto echaba una ojeada; sin embargo, lo que María había instalado en la habitación donde tejía era en verdad fabuloso. ¡Cuarenta canales para disfrutar en un hermoso aparato de pantalla plana! Esto le abría muchas posibilidades: partidos de fútbol, carreras de autos y caballos, las noticias... bueno, a él no le interesaba informarse sobre nada; más bien se regodeaba en la desgracia ajena, como los incendios y los accidentes de tráfico. Resumiendo, gracias a la televisión por cable podía acceder desde la comodidad de su sillón a los placeres primitivos del hombre moderno. Lo sé, lo sé, la expresión suena contradictoria, pero ya quisiera yo que algún psicólogo analizara las características de estos ejemplares masculinos que pasan horas frente al televisor y no tocan un libro salvo para usarlo de posavasos.

Volviendo a Emilio y María, aquél comprendió, más o menos a los dos meses de su retiro, que consagrarse a su nueva ocupación no sería tan sencillo como había imaginado.

Y todo por culpa de María. ¡La muy insoportable!

—Mi amor... ahora que te has jubilado, ¿cuándo nos iremos de vacaciones?

—Tráeme unos bocadillos, que ya va a comenzar el informativo.

—Emilio, ¿qué te parece si vamos a dar una vuelta por el barrio?

—No fastidies —respondía él, tomando el control remoto para pasearse por los cuarenta canales a la velocidad de la luz.

Hasta aquí la situación era, si bien molesta, por lo menos tolerable. Pero no en vano María había pasado más años que él prendida a la televisión, tejiendo y tejiendo kilómetros de lana. La mujer conocía la programación al dedillo, y tenía sus propias ideas sobre lo que era digno de verse.

—Pon el Discovery Channel: darán un excelente documental sobre el antiguo Egipto.

Y en otra ocasión:

—Cambia al Animal Planet. Hoy hablarán sobre una especie de rana que vive en la selva, y que mata con solo tocarla. Ya verás qué interesante...

Emilio se deshacía en resoplidos de fastidio. ¿A quién rayos le importaba el antiguo Egipto, las ranas de la selva, las tribus caníbales africanas, los templos griegos o la vida de Sigmund Freud? Emilio escuchaba a su mujer parlotear sobre todo esto y se apresuraba a poner un combate de boxeo. ¡Caramba! ¿Acaso ella no miraba telenovelas, como las demás señoras? ¿Por qué diablos se había convertido en una forofa de National Geographic?

Con lo ignorante que era, a Emilio jamás le pasó por la cabeza que María quisiera aprender algo nuevo para expandir sus horizontes más allá de la mediocre existencia que llevaba. Tampoco entendía la utilidad de dicha información, porque para un hombre que ha vivido manejando herramientas, lo que carece de aplicación práctica a corto plazo tampoco merece atención. Y no se le ocurrió pensar que, aun después de cuatro décadas de matrimonio, María lo amaba y quería compartir con él aunque fuera una conversación sobre temas no cotidianos.

Había otra razón, más profunda, por la que Emilio detestaba los comentarios de María: lo hacían sentirse tonto, y él no quería admitir que lo era. Si no se enteraba de lo que otros sabían, podría conformarse con lo poco que sabía él. Una forma retorcida de encarar el mundo, si me lo preguntan... pero hay personas así, y a lo largo de la historia han sido un lastre para el avance de la humanidad.

Finalmente, Emilio advirtió que su mujer no sólo tenía interés por los datos irrelevantes, sino también por las plantas, imágenes y artículos de colección relacionados a los documentales. Y esto sí que colmó su paciencia, porque la casa estaba repleta de cosas que para él no eran más que trastos. De las paredes colgaban pinturas y fotografías: paisajes naturales, edificios famosos, escenas del espacio exterior; los estantes rebosaban de jarrones y estatuillas de diversa procedencia; y hasta los pisos estaban cubiertos de alfombras hechas a mano por nativos de otros países. María había acomodado todo con muy buen gusto, pero a Emilio le parecía como si estuviera en un museo, y no podía evitar sentir claustrofobia. ¡Hasta su jardín lucía extravagante, con tantas especies vegetales que no eran autóctonas!

Los fines de semana, durante sus reuniones con los amigos, Emilio descargaba su ira hablando mal de María, pero lo único que consiguió fue que dejaran de invitarlo. En su lugar pusieron al viejo Augusto Pereira, aunque éste no daba pie con bola en ningún juego debido a su presbicia.

Así pues, el hombre decidió matar a su esposa, y para él sería la segunda mejor decisión de su vida. La primera había sido, por supuesto, casarse con ella, pero eso ya no le importaba. María tenía que desaparecer de su vida cuanto antes o se volvería loco.

El hombre se deshizo de su esposa como quien tira a la basura un cuchillo desafilado, y con el mismo remordimiento...

El día del asesinato amaneció muy contento: saludó alegremente a María, escuchó su absurda conversación y hasta se atrevió a insinuar que quizás ya era tiempo de viajar a alguna parte, como ella siempre había querido. María no cabía en sí de gozo ante tanta amabilidad, y con lo ingenua que era no llegó a ver lo que Emilio se traía entre manos hasta que fue demasiado tarde.

¿Cómo iba ella a sospechar que cuando Emilio se ofreció a preparar la cena, lo que en verdad estaba maquinando era su muerte? ¿Cómo iba a notar que, entre la lechuga y las espinacas, el hombre había mezclado hojas de una planta de su jardín, una planta encargada por correo y de la cual ella le había informado que era sumamente tóxica?

Emilio contempló a su mujer con discreción mientras ella ingería la mortal receta. María hizo una mueca al percibir el sabor amargo de las hojas venenosas, y estuvo a punto de escupirlas, pero él la atajó diciendo:

—¿Qué pasa, cielo? ¿Me salió mal la ensalada?

En cierto modo fue la propia bondad de María la que acabó con ella. Deseosa de no ofender a su marido, ahora que se estaba portando tan bien, devoró el contenido de su plato disimulando el asco.

Al terminar la cena se puso pálida.

—¿Ocurre algo, María? —le preguntó Emilio con un tono de preocupación que no llegaba a ocultar una nota de sarcasmo.

—No lo sé, yo... me duele el estómago... llama a un médico, por favor.

—Claro —dijo él, y se levantó de la mesa, caminó hacia el teléfono y cogió la bocina.

Pero no marcó el número de la ambulancia. Sólo se quedó allí de pie, mirando a María.

—¿Emilio?

Los labios del hombre se torcieron... en una sonrisa. Entonces María comprendió lo que estaba pasando, porque sus ojos gravitaron hacia el plato de la ensalada. Una terrible expresión de angustia se diseminó por sus facciones, reflejando un dolor que no era puramente físico.

Era el dolor de la traición.

María se sintió mareada, y en un esfuerzo por no caer se aferró al mantel, arrastrando al piso toda la vajilla. La mujer vomitó mientras se desplomaba, un vómito verde y rojo, y después sólo rojo.

Recién cuando vio que los párpados de su mujer se ponían azules, Emilio presionó los botones del teléfono. Luego se arrodilló en el charco de sangre para sostener el cuerpo moribundo de su esposa, y se concentró con todas sus fuerzas en lo que debía hacer a continuación. Y le salió de maravilla, porque ninguno de los paramédicos puso en duda su ataque de llanto.

María falleció de camino al hospital.

(Continuará...)

Gissel Escudero

http://elmundodegissel.blogspot.com/ (blog humorístico)

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La habitación que nadie limpiabaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora