EL HOMBRE QUE NUNCA SUPO LA VERDAD

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EL HOMBRE QUE NUNCA SUPO LA VERDAD

Sergio Guzmán García

© Sergio Guzmán García Autor: Sergio Guzmán García Editor: Bubok Publishing S.L. Depósito Legal: M-1547-2010 ISBN: 978-84-9916-477-9

A mi hijo, por ese cuento que un día no me pedirá

Gracias a Joana Medina y Fernando del Castillo por su ayuda y amistad.

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"Las arenas del desierto ocultan a los viajeros las historias sorprendentes y misteriosas de tiempos lejanos como las estrellas", solía decir Abbas. Sentado a lomos de un viejo camello parecía formar parte del paisaje cual si la mugrienta túnica fuera una duna más. Ocultaba un rostro surcado por arrugas centenarias bajo un turbante casi azul, mientras con sus manos dibujaba el recorrido de los astros o el devenir de sus relatos, que viene a ser lo mismo. Quienes me hablaron de él aseguraban que conocía las rutas del desierto como a su propia madre. Aunque bien pronto pude comprobarlo, tal vez, no fuera ésa la única causa por la que había sido mi guía durante tanto tiempo. Jamás habría prescindido de él, pero un día, como si siempre hubiera estado de paso, se marchó. Nunca supe porqué. Muchos son los caminos recorridos por mi caravana con su ayuda, las ciudades donde comerciábamos, y muchas las noches en las que compartimos fuego, frío, temores, esperanzas, pesares e ilusiones. Por eso, entre todas las historias que me contó a la luz de tantas hogueras, hoy quiero recordar esta:

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El gran sultán Hayaj el Hadi ibn Hamza ibn Omar1 poseía tales riquezas que en el mundo no se había conocido otro igual. Vivía en su palacio rodeado de insólitos lujos y exquisiteces sin parangón. No obstante, en su pecho anidaba el gran pesar de saberse incapaz de engendrar descendencia. Médicos de todas las partes del mundo habían pasado como el aire pasa entre las montañas: sin moverlas de su sitio. Viendo sus días de vida comenzar a ser más estorbo que esperanza, decidió convocar a los más destacados príncipes del reino con la intención de designar sucesor, pues ya adivinaba en sus ojos la codicia que lleva a la guerra, y este motivo era el último por el cual deseaba ser recordado. Khalil fue el primero en acudir a su llamada. Sobre su negro corcel cruzó la ciudad y entró en el palacio como un golpe de mar en las sentinas de un barco a la deriva. En todo el reino se le admiraba por ser el más fiero guerrero desde los tiempos del gran Salah-al Din. Su sola presencia esparcía en el aire el aroma de la urgencia y la determinación. Nada ni nadie se le oponía. Incluso su reverencia ante el sultán era la austeridad, un punto violenta, del soldado. Así habló cuando fue requerido: –Gran señor, me habéis llamado y aquí estoy. Disponed. –Príncipe Khalil el Azzam2, largo tiempo hace que corríais entre los cerezos y manzanos de mis jardines como arroyo entre las altas cumbres. De la misma manera recuerdo a vuestro padre Sharif y algunas memorables trastadas, también esa obstinación vuestra en negarle la más mínima oportunidad al apetito de ser saciado por vegetales o por otro alimento que no pasara el riguroso examen de vuestro olfato. Pero, creedme,

1 Peregrino que Guía por el buen camino; hijo de León; hijo de Omar, compañero del profeta, de Vida Larga. 2 Khalil el Azzam ibn Sharif: Buen Amigo, Resuelto (decidido); hijo de Honrado (noble)

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es éste uno de esos pocos recuerdos que, lejos de doler, rescatan mi sonrisa de esta legión de arrugas que es mi cara. –Victoriosas legiones de sabiduría, envidia de cualquier general, Señor. Respondió, en hábil finta de espadachín dialéctico, sin muestras, por parte de El Hadi, de haber escuchado más que el sonido de sus propias palabras derramadas sobre estéril arena en una casi delirante letanía de nimiedades seniles rematadas con esporádicos accesos de tos. – ¡Ah, lejanos, lejanos, lejanos son aquellos tiempos!... El anciano pareció entrar, repentinamente mudo, en un extraño trance. Sus ayudas de cámara, inquietos, se miraron los unos a los otros. –...Pero no estamos aquí para hablar del pasado, mi apreciado Khalil; es el futuro, sí. El auditorio volvió a la calma y el príncipe se preparó para continuar con un cada vez más ingrato ejercicio de paciencia."¡Ah, si él fuera sultán!" –Decidme, querido arroyo, ¿pensáis saltar durante mucho tiempo de cascada en cascada? Cogido por sorpresa, el interpelado dudó unos segundos antes de responder. –Gran Señor... el poder de la cascada está en la fuerza con que golpea la roca. Creo poseer el suficiente caudal. Por esta razón he venido. –Y yo espero un río cuyas aguas permitan a nuestro pueblo cultivar las tierras y de ellas extraer su fruto. Yo ya he alcanzado el mar. –Nací noble, señor. No tengo otra vocación. Ponedme a prueba. – ¿Habéis descansado de vuestro viaje? – ¿Señor?

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⏰ Última actualización: Aug 28, 2010 ⏰

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