2. Cuestión de Honor

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Capítulo 2.Cuestión de Honor

El orgullo y la preocupación se disputan la expresión del rostro de mi padre. Dos hermanas mayores, una casada con un miembro de los Sigg y la otra devota custodia del hogar desde que mi madre falleció no son suficientes para compensar la posible pérdida de su único hijo varón. Pero el honor es esencial y el mío se vio mancillado hasta volverse barro y lodo cuando el Holdungr nos reunió para exponernos la visión de la sacerdotisa Kyrin.

«El más joven no resiste y abandona la posición».

 Yo soy el más joven de los guerreros y desde que esas palabras se pronunciaron todos me observan con desprecio. Saben que voy a traicionarlos cuando nos enfrentemos al destino de ojos de luna; saben que no mantendré mis juramentos.

 Temo perder la vida, temo al monstruo; tan sólo un imbécil no sentiría pavor ante lo que se avecina. Pero el temor no me convierte en un cobarde, ni en alguien poco honorable.

 ¿Cómo defenderme de un acto que todavía no  he cometido?

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Después de la asamblea el clan de los Nord decidió abandonar el pueblo. Lo lamenté por varios motivos. En primer lugar, por el sufrimiento de mi hermana soltera, enamorada en silencio del apuesto Mishael Nord. En segundo lugar, por mis propios sentimientos hacia Mishael, mi amigo del alma.

 Los mejores recuerdos de niñez temprana y tardía se hayan unidos a él. Las risas, las peleas, las competiciones por ver quién era el más rápido de los dos, los entrenamientos, los juegos inocentes, los juegos ya no tan inocentes en rincones discretos, los secretos...

 Mas todo ello ha de subyugarse al deber para con la familia y, por lo tanto, Mishael, mi Misha, partió junto a los suyos cuando el jefe Frederick así lo dispuso.

 Pasado un tiempo, los soldados que habían marchado en busca de plata y ayuda regresaron armados de un silencio sepulcral y de malas venturas.

 Habían hallado los cadáveres de todo el clan de los Nord.

 Radiante Misha, ¿qué ha sido de tu belleza, qué de tu valor, quién o qué ha osado arrebatártelos?

 Mi hermana creyó morir de dolor, pero lo que ella sentía no podía compararse a mi propia agonía.

 He de vengar tu asesinato. He de recuperar mi honor.

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 El alcalde Aedrik busca aún evitar la tragedia adelantándose a su clímax. Ha decidido enviar una parte de la tropa a explorar los alrededores, a la caza de la bestia. Me presento voluntario, ante la incredulidad de muchos. Los notables aceptan el ofrecimiento.

 Cuando se lo comunico a mi padre, distintas emociones pasean por su faz hasta que me da su bendición.

 —Muéstrate digno del nombre de tu clan —Es lo único que arguye mientras me hace entrega de su mejor espada, un arma corta y resistente, de hoja letalmente afilada.

 El día de la partida me cruzo con la sibila. Oculta el trenzado cabello oscuro bajo un chal níveo como su túnica sacerdotal, aunque un fino mechón se deja ver bordeando el rostro. El contraste siempre me ha agradado: provoca respeto en la persona que la observa. Mishael, en uno de sus arrebatos de generosidad, me regaló una vez una camisa blanca que había comprado a un mercader itinerante. Aunque a veces nos intercambiábamos presentes, aquel era caro y poco práctico para la vida de un muchacho que no era ni noble ni clérigo, pero Misha insistió, risueño, alegando que mi pelo era tan negro como el de ella y, por lo tanto, también infundiría respeto y que podría llevarlo en las fiestas del solsticio y de la cosecha...

Mi buen amigo estaba tan lleno de ánimo y energía que me resulta inconcebible pensar que su sonrisa se haya extinguido para siempre.

 —Los dioses no dispusieron que te unieras a las batidas —dice la sacerdotisa con su voz de tañido, arrancándome de mi amargura.

 —Y, sin embargo, son los mismos dioses que enseñaron el albedrío y la responsabilidad a nuestros ancestros, venerable Kyrin —respondo.

 No insiste, pero los iris se le nublan con las brumas de lugares desconocidos para los mortales. Me giro, no puedo sostener esa mirada gris y azul, sabia y profunda como el océano. Algo avergonzado, acompaño a los exploradores. Las gentes que no están trabajando en las vidrieras en ese momento se acercan a la empalizada para despedirnos.

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 La primera jornada discurre sin novedades. Hemos atravesado los campos para adentrarnos en el bosque, buscando la guarida del engendro. Aunque demoníaco, es un animal, ha de dormir o tener un refugio. Un olor a podredumbre y a vísceras nos acompaña, pero nuestros reconocimientos de la zona son vanos. Acampamos y nos distribuimos las guardias.

 El segundo día llegamos a la aldea de LeechVillage. La palabra devastación no basta para explicar lo que allí observamos, consecuencia de una furia que no perdona ni a culpables ni a inocentes. Disimulamos nuestra repugnancia ante el grotesco espectáculo y escondemos las lágrimas que pugnan por anegarnos. Llorar es signo de cobardía en nuestra tribu. Atesoramos la rabia, la amasamos en la artesa del coraje. Encontramos un rastro de sangre fresca; seguimos la pista. Quizás lo logremos.

 El tercer amanecer nos saluda con aullidos cercanos. Nos levantamos con urgencia, empacamos las frugales provisiones y corremos hacia los espeluznantes sonidos. Tras una larga marcha ausente de descanso y de palabras, llegamos a la vereda del Turbulento. Sin embargo, más allá de huesos y trozos de lo que debió de ser carne de res o de alimañas, no encontramos nada. Decidimos seguir el margen del río.

 Horas después alcanzamos a ver unas hendiduras que bien podrían ser cuevas, cercanas a la parte más rocosa de la orilla, donde el agua salta y lame las piedras con su lengua oscura. El hedor a carroña es más fuerte. En una de las cuevas encontramos restos humanos junto a un primitivo jergón. Este ha de ser su escondite. Prendemos fuego, montamos trampas de cazadores y nos escondemos con las armas en posición de ataque y la tensión en la nuca. La hoguera arde y los leños chisporrotean, llamando a la noche que ya se abalanza sobre nosotros y, con ella, una luna creciente que parece vanagloriarse de su poder.

 Se escuchan gruñidos y babeos. Estoy temblando, las palmas de las manos me sudan, los ojos me escuecen por el humo, la  cota me pesa, las rodillas me duelen. Querido Misha, dame fuerzas.

 La silueta de un depredador de tamaño sacrílego se recorta contra las llamas. En el centro de esas tinieblas destellan chispas plateadas que prometen horrores. Resopla, se remueve, olfatea el aire. Anda unos metros y cae en uno de los cepos. Aúlla de dolor.

 Nos lanzamos hacia él gritando hasta el límite de nuestras gargantas, como si así pudiéramos alejar el espanto. En el fragor del asalto percibo algo que hace que se paralice el latido de mi corazón.

Es imposible, pero escucho una risa cargada de una malevolencia que no es de este mundo.

El Úlfhéðinn estaba fingiendo. Está libre. Contraataca.

Escucho la risa de nuevo, reverbera a través del fuego, del bosque, del río, de la luna, de las espadas rotas, de los escudos partidos, de los estertores. Nosotros caemos y el Úlfhéðinn ríe.

Mientras las garras destrozan cuero y hierro y las fauces arrancan músculos y vidas, mis pensamientos vuelan hacia Mishael, su olor, sus gestos precisos y delicados...

El honor es esencial.

Y mi propia espada, su último beso.

El Tiempo de la Luna (Borrador. Fragmento)Where stories live. Discover now