2. El mundo maldito

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«Arriba se muestra el recorrido que los personajes pretenden hacer.»

     —Kerión, oye niño, por lo que más quieras cállate —bosteza, expulsando un humo blanco que se mezcla entre diminutos copos de nieve que han comenzado a caer. Se preocupa por lo que ve, sabe que entre el grupo que ha luchado por mantener con vida, se encuentra un niño pequeño y quien podría morir si permanecen a la intemperie esta noche. Con voz autoritaria, expresa—: Hemos de marchar, no podemos pasar la noche aquí. Constanza, ponte a la delantera con Kerión; él mejor que nadie conoce estos montes.

     — ¿Nuestro destino sigue siendo el mismo? —cuestiona, deshaciéndose de los trapos que la cubren y doblándolas con rapidez para después asegurarlas con una soga en la mochila militar, estando de rodillas.

     —Monagas lo sigue siendo solo si encontramos la forma de atravesar el rio —interviene José, recibiendo un asentimiento afirmativo de parte del líder.

     —El chico puede ayudarnos con ello. —da por asentado.  

Acatando la orden, la mujer se pone de pie con un rifle entre sus manos y mochila en la espalda, acomodándose el chal y la bufanda gris sobre su cuello para cubrirse del frío. Kerión no la conoce lo suficiente, no habla mucho en realidad; siempre se mantiene en guardia, dormitando quizá con un solo ojo cerrado y otro al pendiente del peligro, tal cual alguna vez se lo enseñaron.

Se aproxima a Kerión para tomarlo del brazo con poca delicadeza y apartarlo de la mujer e hijo, ante su mirada de sorpresa con mezcla de miedo.

     — ¡Vamos! Ya has escuchado a Daniel, debemos irnos. —le dedica una mirada de burla, pues el chico se levanta timorato.

Mientras aquel par guía al grupo en dirección a la frontera de Delta Amacuro con Monagas, Daniel se toma su tiempo para ayudar a levantar a María junto con el niño.

     —Siempre odié estos climas, es difícil de creer que esto esté pasando aquí —expone dedicándole una débil sonrisa—. Dame a Juan, el camino aún es largo. 

Accede sin poner objeciones y ambos avanzan teniendo detrás como vigía a José, hombre armado con un arco de caza que recibió de obsequió en su décimo noveno cumpleaños hace ya un tiempo.

Pronto alcanzan a Constanza y Kerión, y los cinco terminan avanzando en una sola fila arreglándoselas para que las malezas no hagan contacto en sus ojos o bocas.

     —Señor, el agua está maldita. —dice entre el castañeó de sus dientes Kerión después de un rato, preocupado al saber a dónde debe dirigirlos.

     —Niño, este mundo está maldito desde hace meses. —le corrige.

Esa es una definición perfecta para él; maldito al revelarse, arrasar con una incontable cantidad de habitantes utilizando a los mismos animales como bestias de cacería, exterminar a gran velocidad al arrebatarles los alimentos naturales al, de forma inexplicable convertirlos en una especie de veneno letal.

¿Habría esto sido un suceso natural? Daniel cree que sí, y en realidad tiene con qué validar su argumento: Nadie pudo haber sido tan insensato como para convertir su propio alimento en algo que lo conduzca al fallecimiento.   

     —Daniel, ¿Por qué caminar por el mismísimo camino de la muerte? —pregunta confundido José, siendo consiente que aquella misma vegetación que ahora está siendo cubierta por nieve, es quien ha asesinado a miles de personas.

     —Créeme que estamos mejor avanzando por aquí, sin comer nada de lo que veamos, a estar en el centro de las ciudades —responde entre la franela que cubre su boca—. Solo cerciorémonos de no poner nuestra vida en peligro y llegaremos con bien a Zulia.

José asiente aún confundido, volviendo a preguntar:

     —Pero Daniel, ¿Qué no es una de las ciudades a las que dices estamos evitando? —no puede estar contradiciéndose a sus propias decisiones.

El aludido se detiene sin darle tiempo a José para hacerlo y no tropezar con él, cae de espalda al suelo al golpearse con su cuerpo, terminando su arco oculto entre los arbustos y las hojas ahora limpias de la nieve, al José buscar con nerviosismo su arco sobre ellas.

     —Hombre perdona, venía distraído —murmura aun buscando el arco, afortunadamente para él, la flecha que traía consigo está sobre sus botas y la docena restante en su sitio—. Dónde es que estás.

     —Atento José, esas distracciones no pueden costarte solo tu vida, sino las del resto —le recuerda Daniel, luciendo exhausto al traer al niño dormido entre sus brazos, perfectamente cubierto—. Contestando a tu duda: Zulia puede ser nuestro mejor recurso para obtener alimento en caso de no encontrar nada durante todo nuestro camino.

El hombre lo escucha mientras observa atento una serpiente enrollada en forma de ovalo, la ha encontrado al mismo tiempo que su arco, que está sobre la serpiente.

Daniel se alerta al escuchar el serpenteo y ver a José con la mitad del cuerpo cubierto de hojas y hierbas.

     — ¡Retrocede José! —ordena, alertando a todos.

     —Mi arco está encima de esa cosa, no voy a dejarlo aquí —ese arco es lo único que tiene como defensa y del que sabe usar con maestría.

No abandonará su única forma de tener protección.     

Recluidos del exteriorWhere stories live. Discover now