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PRÓLOGO

El termómetro digital sobre mi mesa de la oficina marcaba veintidós grados en aquel frío día de marzo.

Los comentarios de todo aquel que pasaba cerca de mi despacho me mantenían informado de la extraordinaria situación meteorológica.

Sobre Barcelona, estaba cayendo una de las nevadas más importantes desde hacía muchos años, cubriendo de un blanco brillante hasta el más ínfimo rincón de la ciudad.

Incitado por los murmullos, que iban en aumento, me asomé por la ventana y sonreí con la inocencia de un niño de cincuenta años.

Los copos de nieve, cada vez mayores, estaban siendo agitados por un intenso vendaval, que había hecho crecer sobre los coches y los árboles una capa de nieve, convirtiendo el paisaje urbano en una postal navideña.

Dos transeúntes despistados luchaban con sus paraguas, dejando tras de sí unas profundas huellas en la virgen superficie blanca.

Al instante, una sonrisa se esbozó en mi cara al pensar en mis hijas Sarah y Abril.

Sarah se habría librado de las clases del instituto y, sin lugar a dudas, estaría disfrutando de aquel día jugando con sus amigos a una guerra de bolas de nieve.

Dichosa juventud.

La lejanía de la residencia de mi hija mayor, Abril, me entristeció por un instante al pensar en ella.

Mi alegre y risueña Abril habría disfrutado más que nadie de aquel espectacular día. Pero no podía reprocharle haber tenido la valentía de estudiar fuera de España ni, por supuesto, haber encontrado un trabajo en Los Ángeles de lo que realmente le apasionaba, a pesar de que ello supusiera ver a mi primogénita sólo unos pocos días al año.

Mi niña, cómo había crecido.

Me acerqué a la mesa y rebusqué en mi maletín el móvil de última generación que mi esposa Gloria me había regalado aquellas pasadas navidades, dispuesto a bajar a la calle y sacar varias instantáneas del paisaje para, posteriormente, mandarlas por email a Abril.

Mi secretaria me sonrió al verme ataviado con mi grueso abrigo de lana y la bufanda bien anudada al cuello. Hacía tantos años que trabajaba para mí, que no necesitaba preguntar a dónde me dirigía.

Bajé las escaleras de la recepción del lujoso edificio donde se ubicaba la empresa para la que había trabajado desde que tenía veinte años y, sin mirar al portero, que estaba seleccionando el correo del día, salí a la calle.

El gélido viento azotó mis templadas mejillas y un escalofrío recorrió mi espalda. Pero no me importó.

Levanté el móvil, cubriendo su superficie con la otra mano para evitar que se mojara con los copos de nieve, y empecé a sacar fotografías de todo cuanto me rodeaba.

No había nada que no captara mi atención o no me pareciera hermoso.

Las farolas de estilo modernista eran ahora de un blanco resplandeciente que las camuflaba con el paisaje.

En la ancha avenida situada frente a mí, algún aventurero osaba conducir con lentitud su vehículo, convirtiendo la nieve sobre el asfalto en una masa marrón y sucia.

Una belleza realmente efímera, la de la nieve.

Me di la vuelta y saqué una preciosa instantánea del edificio de oficinas.

Una anciana cargada con varias bolsas de plástico me miró y sonrió al verme hacer otra nueva fotografía.

La miré, devolviéndole cortésmente la sonrisa, mientras se alejaba por la calle.

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⏰ Last updated: Jul 16, 2017 ⏰

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