Prólogo.

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 Sentado sobre esa banca con la cabeza gacha se encontraba él. Sus grandes y hermosas alas, que antes eran cubiertas por un blanco puro y delicado, ahora se encontraban negras, como la noche afuera de aquel tribunal poco común.

Las paredes al igual que los pisos eran blancos, los bancos de mármol eran de un amarillo desgastado. El lugar que ocuparía el juez en cuestión de minutos era de un negro tan oscuro como se puede imaginar. Había cuadros colgados, estatuas de ángeles por todas partes y columnas griegas también blancas en cada esquina.

Todas las personas presentes murmuraban y suponían cosas entre ellos. Él sólo los ignoraba. Sabía que lo que había hecho estaba mal, pero no se arrepentía.

Divisó entre esa multitud a su madre con su gran panza de seis meses. Su expresión era de tristeza y decepción. Su hermanita más pequeña no entendía qué estaba ocurriendo y miraba todo con ojos curiosos y asustados mientras se agarraba con fuerza a la mano de su padre que permanecía callado y sin expresión en el rostro.

De pronto se oyó un portazo y todos se callaron de golpe. La gente se abrió como lo hizo el agua ante moisés, pero para Damon Rembrandt, el tío del joven desobediente que se encontraba perdido en sus pensamientos.

Pasó por el espacio que le habían hecho, y continuó caminando ante encontrarse con aquel adolescente sin remedio, donde lo miro con dureza, y siguió hasta su lugar como juez.

Cuando estuvo acomodado, se fijó en cada uno de los presentes hasta llegar nuevamente a aquellos ojos, donde por fin abrió la boca.

—Levántate —ordenó y éste obedeció pasando entre dos de las columnas para llegar hasta donde se encontraba su tío. Al pararse frente a él, con las manos juntas detrás de su espalda, Damón prosiguió—. Desobedeciste las reglas —hizo una pausa—. No, mejor dicho, desobedeciste tu regla.

El muchacho estaba consciente de ello, pero necesitaba hacerlo, al menos quería saber el por qué de aquella regla que le habían impuesto desde pequeño. Aquella regla que cada vez que se la recordaban sólo incentivaban más su curiosidad. Necesitaba saber cómo era. Y lo descubrió.

—Alexander —dijo Damon atrayendo su atención—. Por romper las barreras de lo prohibido y desafiar al destino, a partir de ahora eres un ángel caído. Hasta cumplir tu misión, tus alas negras son tu castigo y su muerte tu salvación —recitó al mismo tiempo que levantaba las brazos y sus alas se iluminaban y hacían que el lugar se llenara de luz, luego de unos segundos más así, todo volvió como antes—. Te dijimos que te mantuvieras alejado, pero no lo hiciste y ahora debes pagar por ello. —Las miradas estaban puestas en ellos dos y el silencio era total.

—Sólo quería verla —replicó, pero ya era demasiado tarde y además dudaba de que sirviera.

—Por tu imprudencia, la profecía se podría cumplir —Los ojos negros del juez no mostraban compasión ante lo que había hecho su sobrino. Por su culpa, el mundo como lo conocían podría acabarse—-, pero eso no ocurrirá porque ese es tu castigo. 

Alexander frunció el ceño, totalmente confundido ante la seguridad de Damon y ante el hecho de que dijo que esa su misión, no entendía a que se refería.

— ¿De que hablas? —preguntó.

—Para volver a ser un ángel y evitar que lo que se predijo, ocurra —-Se levantó de su asiento y con voz potente y fuerte para que todos pudieran escucharlo, anunció—-, tu misión es matarla.

Él se quedo sin habla. Simplemente eso era imposible. Sólo la había visto una vez, por esa razón era que estaba aquí, pero la belleza y fuerza interior de ella lo dejaron impactado, y al fin entendió el por qué. Pero ahora... Ahora debía matarla... Por el bien de él y el de todos, y no sabía como iba a lograrlo.

Holaa, bueno, ésto es sólo una pequeña parecita, espero que les guste :)

Mi ángel caídoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora