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Charlotte.

El dolor físico suele opacar con creces el dolor emocional. No sé qué es lo que me pasa, pero una angustia destructiva se ha adueñado de mí durante la tarde. Me siento asustada, como si estuviera perdida en medio del desierto, y que aunque gritara con todas mis fuerzas, nadie vendría a mi rescate. Por dos simples razones. Todos están muy metidos en sus asuntos, y porque no creo que a nadie le importen los miedos y el llanto de una niña simplona y patética.

Me muerdo el labio y pestañeo repetidas veces para ahuyentar las lágrimas que amenazan con caer precipitadamente. Ahogo un sollozo-gemido, que queda a media garganta de salir de mi boca. Dejo caer la navaja y me aprieto la reciente cortadura. Me concentro en ello. Por un momento mis músculos se relajan, abrumados por la intensidad del dolor de la herida; opacando mis miedos... mis pesadillas.

Pongo una vendita sobre la herida para que cicatrice. Me lavo la cara con agua fría, y limpio el desastre que he dejado en el lavabo. La verdad no me importa dejar todo demasiado limpio. Si mamá llega a ver algo pensará una de estas dos cosas: “No me interesa la sangre esparcida por el lavabo” o “Ha de ser sangre de nariz”

Así que no me preocupo demasiado. En esta casa nadie le da la debida importancia a nada. Hablar con mis padres es prácticamente igual que hablar con una muralla. Aunque a veces las murallas son más cálidas y acogedoras que ellos. Dos personas miserables y disconformes con sus patéticas vidas. Dos personas que trabajan en empleos aburridos, que no aman, que no disfrutan, que se parten la espalda ahorrando dinero para “vacaciones” que jamás tenemos. Dos personas que no sienten amor por ningún ser viviente a su alrededor.

Cuando llego a la escuela con el ánimo por los suelos, veo a Evan junto a su casillero cogiendo sus libros. Me acerco intentando cambiar mi cara, y seguir los súper consejos de Connor Johnson, el psicólogo. Acomodo las mangas de mi suéter de lana, llevo muñequeras de vóleibol, con la excusa de hoy tengo entrenamiento. Y es verdad, lo tengo, pero no es necesario usarlas si no estoy jugando. De cualquier modo, tomo aire antes de aclararme la garganta para llamar la atención de mi mejor amigo. Él se voltea a verme y me dedica una enorme sonrisa, me abraza y besa mi frente con cariño. Por unos instantes me siento completa, querida, segura.

-       Buenos días, señor presidente – río. Una risa auténtica. Él cierra su casillero.

-       Buenos días señorita Rockwell – me obliga a caminar junto a él.

-       ¿Cómo has estado?

-       De maravilla – suspira. Cierro los ojos por un segundo concentrándome en los buenos momentos. Lo miro con una sonrisa sincera.

-       Me alegro mucho, Evan.

-       ¿Qué hay de ti? – me empuja levemente. Yo alzo una ceja.

-       No mucho – me encojo de hombros – sigo igual de anormal que siempre.

-       ¡No eres anormal! – grita-susurra. – Diferente diría yo. Brillante. No hay muchas chicas aquí que sepan quién es Dante Alighieri. O Botticelli. Eso te hace brillante.

-       ¡Todo el mundo conoce a Dante Alighieri! – protesto. – ¿Quién en su sano juicio no ha oído hablar de él?

-       El noventa por ciento de las chicas en esta escuela. Me atrevería a decir: El noventa y cinco. – guiña un ojo para mí y suelto una carcajada.

A nuestra maneraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora