La traición del rey

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Capítulo 1: Un cabo suelto

En algún lugar entre Jaca y Aínsa, junio, anno domini 1044...

El corcel negro pateó el suelo nervioso, mientras el vaho salía a borbotones de sus fosas nasales. Hacía ya varias horas que había anochecido, y comenzaba a refrescar en aquella noche de luna llena. Aún quedaban varias horas de viaje antes de llegar a su destino. La parada era sólo un breve descanso para beber agua y no agotar al caballo antes de tiempo. Las copas de los árboles se mecían de forma hipnótica y producían una melodía acompasada, que le traía sueños nostálgicos de la niñez. Absorto, con la mirada perdida en el riachuelo, cuya agua fluía con rapidez entre cantos rodados y recovecos imposibles, un chasquido entre la maleza lo devolvió a la realidad. Lanzó una mirada rápida a los árboles al tiempo que acariciaba la empuñadura de su arma y, sin hacer movimientos bruscos, se acercó a su corcel.

–Tranquilo Draco, enseguida nos ponemos en marcha. Será sólo algún animalillo del bosque –tranquilizó al caballo mientras acariciaba su potente cuello negro, que brillaba bajo la luz de la luna–. No me digas que ahora te vas a asustar por un conejo de monte, con todo lo que hemos pasado juntos. –Draco bajó la cabeza, como si estuviera avergonzado por las palabras de su compañero de viaje.

Aunque no quisiera admitirlo, él también estaba nervioso. De un movimiento certero, aquel caballero de oscuros ropajes, subió a lomos de su caballo y se puso en marcha. Todavía quedaban muchas leguas que recorrer. Corrían tiempos aciagos desde que el rey Sancho había muerto, lo que motivó que sus tierras quedaron repartidas entre sus cuatro hijos. Desde entonces las tensiones habían ido en aumento, y desataron una lucha de poder entre hermanos que escapaban a su entendimiento. Sin embargo, como a todos por aquellos lares, le tocaba vivir en un bando que no había elegido, pero al que se debía por fidelidad y vasallaje. Tensiones que habían aprovechado las taifas de Zaragoza y Lérida para lanzar operaciones de castigo en las tierras limítrofes de La Marca. A todo ello había que sumar el sinfín de seres mitológicos que, según las leyendas pirenaicas, habitaban esos montes: diaplerons, onsos, minairons, omes granizo... De modo que ¡sí! Estaba nervioso: lejos de sus tierras, en territorio hostil, y con un mensaje que, si era interceptado, significaría una muerte segura. Espoleó a su caballo y aceleró el paso. Quería llegar cuanto antes a su destino, a ser posible sin encontrarse con ningún imprevisto.

Monasterio de San Juan de la Peña, un día antes. ...

Desde el fondo del pasillo se oían las voces del monarca, las mismas indicaban que estaba muy alterado. No era el mejor momento para interrumpirlo, pero el rey esperaba aquella visita y además tenía órdenes expresas. «Presentarse ante él en cuanto cruzase las puertas del monasterio». Aquella construcción se levantaba sobre los restos del antiguo monasterio mozárabe de San Julián. Erigido, según la tradición, donde el joven noble Voto de Zaragoza había encontrado los restos del ermitaño Juan de Atares. El cuál había dedicado una ermita al Bautista en la boca de un mundo de peñascos y vegetación en el que se fundían realidad y leyenda.

Según la tradición: Voto había salido a cazar y penetró en la profundidad de un espeso bosque para seguir los pasos de un ciervo. Con tan mala suerte que a punto estuvo de caer al fondo de una gran peña. En el último momento se encomendó a San Juan Bautista y, gracias a su intervención divina, su montura se detuvo al borde del precipicio. Al descender del caballo pudo comprobar que en el lugar había una gran cueva que contenía el cadáver del santo varón. El joven Voto, decidió dedicarse a la vida eremítica, pero antes fue a Saraqusta a buscar a su hermano Félix. Juntos consagraron el monasterio a San Juan.

Ximeno, el mayordomo y escribano real, se secó el sudor de las manos y golpeó con firmeza la puerta. En la sala se encontraban varias personas, todas ellas de alta alcurnia. Pudo identificar a primera vista a uno de ellos, que vestía como un monje benedictino; otro iba ataviado con atuendos humildes, aunque un sello en la mano derecha le delataba como enviado de la Santa Sede. Además, había dos ricos hombres, pertenecientes a la corte y muy próximos al monarca. Uno de ellos era Jimeno Garcés aitán del rey.

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⏰ Última actualización: Mar 07, 2019 ⏰

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