Querida Claudia.

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“Querida Claudia:

No sé si recibirás esta carta, de hecho, dudo mucho que llegue a territorio español.

¿Recuerdas, enana, todo lo que luche para ser soldado? ¿Recuerdas, enana, las ganas que tenía de ir al frente?

Como en todas las guerras, cometimos la estupidez de creer que esto acabaría rápido. Cometimos la estupidez de pensar que las guerras eran como en las pelis.  De pensar que nuestro país era el mejor preparado, nuestras armas, las más mortíferas; nuestros estrategas, los más inteligentes; nuestros soldados, los más fuertes.

En mi compañía hay gente de varios países aliados, sobre todo ingleses y franceses. Esa es la nacionalidad de Hugo, francesa. Habla un perfecto español, pues es un niño bien. Para mí, él se ha convertido en una suerte de salvador, en un pilar que evita que me derrumbe en medio de esta tempestad que es la guerra. Hugo es un ferviente defensor de los derechos humanos, es por eso por lo que en sus planes no entraba convertirse en un militar del estado. Su padre, un hombre influyente, no parecía compartir los ideales pacifistas de Hugo, así que ha movido unos cuantos hilos y ha obligado a su hijo a enrolarse en el ejército y, a sus superiores, a aceptarlo. A Hugo le pone enfermo ser el medio por el cual algún dirigente poderoso alcance sus fines. Le da asco ser un simple peón en este tablero de ajedrez que es la guerra. Le da pena no poder morir por fines nobles y tener que morir por una causa que no es la suya. Porque, admitámoslo, la guerra no le hace ningún bien al pueblo. ¿Más territorios? Tenemos bastantes. ¿Más riquezas? No las veremos, se extraviaran en el bolsillo de algún hombre poderoso.

En esta guerra no morirá ningún hombre rico, ningún dirigente político. Los muertos los pone el pueblo.

Me avergüenza reconocer, hermana, que me sentí ofendida al escuchar las ideas de Hugo. Yo no podía aceptar ser un simple peón que daba la vida por la de su rey. No podía aceptar que nuestros fines no fueran nobles. Que todo en lo que me ensañaron a creer fuera una farsa.

Pero es la verdad.

Cuando nos mandaron al frente, hermana, me di cuenta de que el infierno no debe ser muy diferente a esto.

Sangre por todas partes, los estruendos de las bombas, los gritos de los moribundos, el olor de la muerte que todo lo llena.

La primera vez que mate, hermana, la sangre me salpicó y tuve miedo.

La primera vez que mate, Claudia, sentí que una parte de mi alma moría con esa persona.

Aquella noche me dominaron las pesadillas y desperté llorando. Porque, dime, Claudia, ¿es que un soldado no es un asesino?

Hugo estuvo conmigo. Me abrazó y me dijo:

-O ellos o tú. Piensa bien quien quieres que reciba los balazos.

Aunque Hugo está completamente en contra de la guerra, sabe conservar la cabeza fría y, aunque parezca una crueldad eso que dijo, es la verdad. O ellos o yo.

De ese modo, Claudia, seguí matando mientras veía morir a muchos de los míos. Mi alma se rompía a pedazos cada vez que mis balas daban en el blanco.

Mis lágrimas me empañaban los ojos mientras la sangre me salpicaba. Pero es lo que yo quise al enrolarme, ¿no? Yo me lo guisé, yo me lo comí.

Hace dos noches, el enemigo nos tendió una emboscada. Habíamos estado las dos semanas en el frente sin tener que lanzar ninguna granada, sin tener que disparar a nadie, sin tener ninguna baja, así que nos relajamos.

Me desperté al oír los gritos y me levanté como movida por un resorte. Un buen soldado, Claudia, sabe hacer que su cuerpo le responda, pase lo que pase. Sin embargo, me quede clavada en el sitio. Había enemigos por todas partes, y yo misma estaba manchada  completamente de sangre. Hugo, manteniendo la cabeza fría, me agarro de la mano y me guió hacia en bosque colindante. Yo me sentía como en una pesadilla. En cuanto me soltó la mano me derrumbe.

-¿De dónde sale tanta sangre? ¿Por qué hay tanta sangre?

Hugo me agarró con fuerza por los hombros y me sacudió.

-¡Cálmate! ¡Esa sangre no es tuya! ¿Me oyes? ¡No es tu sangre!

Me calme un rato después. Justo cuando lo hice, oí el disparo. Hugo cayó al suelo, gimiendo y agarrándose la pierna derecha. El soldado enemigo continuaba con el brazo extendido, apuntando directo a mi cabeza. Me pregunte porque no disparaba. Sin embargo, no le pregunte. Saque el arma y disparé yo primero. Se desplomó justo cuando un obús se estrellaba contra el suelo e iluminaba el cielo.

¿Sabes quién era, Claudia?

No era un soldado enemigo.

Era Andrés. Mi mejor amigo. Andrés, el que me ayudaba a estudiar, me apoyaba en todo y me defendía siempre. Andrés, del que yo anduve tan enamorada. Andrés, el chico que reía, gritaba y cantaba como si nadie lo viera.

Me arrodillé a su lado. Mi cara quedaba justo sobre la suya.

-¿Andrés? ¿Me oyes?

Su respiración era lenta y pesada. Me esforcé por no llorar.

-Andrés, levántate. Levántate, Andrés. Esto no tiene gracia. ¡Deja de hacer el tonto!

-¿Almudena...? Parece que hoy va a llover, pero luego saldrá el arco iris. Ya verás...

-Andrés...

-El futuro es para el que lucha, Almudena. Lucha también por mí.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas a borbotones para acabar en las suyas.

-No digas eso, Andrés. No me dejes. Te vas a poner bien, ¿me oyes? Te pondrás bien. Mírame, Andrés, mírame...

Al sentir las lágrimas Andrés sonrío con lo ojos cerrados.

-Vaya, parece que llueve. ¿Ves...? Nunca me equivoco con el pronóstico del tiempo.

Entonces, abrace a Andrés. Andrés, el que había crecido conmigo, el que era mucho más que mí mejor amigo.

En pasado, era.

Así nos encontró la compañía. Hugo, colapsando en el suelo; Andrés, muerto; y yo, temblando, cubierta de una sangre que no me pertenecía.

Hermana, yo me quiero morir, ya estoy harta de está guerra. Y si te vuelvo a escribir, quizá sea desde el cielo.

Te quiero, enana.”

La carta, naturalmente, nunca llego a manos de Claudia. Fue encontrada cuarenta años después bajo un roble, llena de manchas de color ocre y de lo que parecían haber sido lágrimas.

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⏰ Última actualización: Jan 17, 2014 ⏰

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