La Leyenda de los Otori I - El suelo del Ruiseñor

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Los perros de la aldea ladraban, como solían hacer a la caída de la tarde, y el olor se tornaba más acre e intenso. No es que sintiera miedo, al menos de momento, pero un presentimiento hacía latir mi corazón con más fuerza. Más tarde vería la aldea envuelta en llamas.

Los incendios no eran infrecuentes en nuestro poblado, pues la mayoría de nuestras pertenencias estaban elaboradas con madera o con paja. Lo extraño era que no se oía el griterío, ni el sonido de los cubos de agua al pasar de mano en mano, ni los alaridos y maldiciones habituales. Las cigarras cantaban con la misma intensidad de siempre y las ranas croaban desde los arrozales. En la distancia, el sonido de los truenos hacía eco entre las montañas; el aire era húmedo y pesado.

Yo no dejaba de sudar, pero el sudor se helaba en mi frente. Crucé de un salto la zanja del último de los campos que formaban bancales, y contemplé a mis pies lo que hasta entonces había sido mi hogar: la casa había desaparecido.

Me acerqué; las llamas todavía crepitaban y lamían las vigas ennegrecidas. No había rastro de mi madre o mis hermanas. Intenté gritar, pero la garganta no me obedecía, y el humo, que me ahogaba, hacía que las lágrimas brotaran a borbotones. La aldea entera estaba en llamas, pero ¿dónde estaban todos?

En ese momento estallaron los gritos. Procedían del templo, a cuyo alrededor se apiñaba la mayoría de las casas. Recordaban al aullido de un perro herido, aunque el perro pronunciaba palabras humanas entre sus gritos de agonía. Creí reconocer las oraciones de los Ocultos, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Deslizándome como un fantasma entre las casas envueltas por el fuego, dirigí mis pasos hacia el sonido.

El poblado estaba desierto y yo no podía imaginar dónde estaría mi familia. Me dije que habrían escapado: tal vez mi madre había llevado a mis hermanas al bosque y allí estarían a salvo. En cuanto averiguase quién gritaba, ¡ría a buscarlas. Pero al acceder desde el callejón a la calle principal, me topé con dos hombres que yacían en el suelo. La suave lluvia del ocaso caía sobre ellos, que mostraban una expresión de asombro, como si no acertaran a comprender por qué estaban tumbados bajo la llovizna. Ya no importaba que sus ropas se empaparan, pues nunca más se podrían levantar.

Uno de ellos era mi padrastro.

Desde ese momento, el mundo no fue el mismo para mí. Ante mis ojos surgió una especie de niebla y, al desvanecerse, ya nada parecía real. Tuve la sensación de haberme trasladado al otro mundo, al que coexiste junto al nuestro, ese mundo que visitamos en nuestros sueños. Mi padrastro vestía su mejor túnica; la tela azulada se había oscurecido con la lluvia y lamenté que se hubiera estropeado, pues él siempre se había sentido orgulloso de ella.

Me alejé de los cadáveres y atravesé la cancela del templo. Sentía el frescor del agua sobre mi rostro. Súbitamente, los gritos cesaron.

En los jardines del santuario había unos hombres desconocidos que parecían estar realizando una especie de ritual sagrado. Llevaban paños enroscados sobre la cabeza, estaban desnudos de cintura para arriba, y sus brazos relucían, empapados por el sudor y la lluvia. Jadeaban, faltos de respiración, y sonreían mostrando sus blancos dientes, como si una matanza fuera tan laboriosa como la recolección del arroz.

Goteaba agua del aljibe donde los devotos acostumbraban a lavarse las manos y la boca para librarse de las impurezas antes de acceder al templo. Poco antes, cuando el mundo era normal, alguien había encendido incienso en el enorme caldero, y el olor de los últimos rescoldos se extendía por el patio, enmascarando el amargo hedor a sangre y muerte.

El hombre al que habían descuartizado yacía sobre las piedras mojadas. Tan sólo pude identificar los rasgos de la cabeza, ahora seccionada del cuerpo: era Isao, el señor de los Ocultos. Su boca permanecía abierta e inmóvil, mostrando una última mueca de dolor.

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⏰ Última actualización: Mar 24, 2010 ⏰

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