La Guerra del Francés -La marca del traidor-

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Capítulo 1

Brota el alba, aunque el sol se halla velado por los muchos nublados que amenazan con convertir las rondas en barrizales. El maestrante cabalga por las afueras de la villa de Constantí, por una angosta ronda cercada de pinos piñoneros que no permiten ver más allá de escasos pasos, cuando la rama de uno de ellos le sacude con fuerza en el pecho y lo derriba de la montura.

El hombre se alza dolorido del piso de tierra y se sacude el polvo de su abrigo cuando de la enramada surgen tres individuos. Dos de ellos portan sendas pistolas de chispa y el tercero, adornado con aretes en los lóbulos y pañoleta a la cabeza, un verduguillo con el que amenaza al maestrante. Lo de la rama era una artimaña para derribarle y desvalijarle.

El hombre alza las manos, es probable que se trate de asaltadores y solo deseen hacerse con la bolsa de los reales que oculta en las alforjas. Con las manos en alto, intimidado por las bocas de las pistolas se deja registrar, pero parece que los salteadores no encuentran nada de su agrado. Un cuarto individuo se aproxima por el recodo del camino portando por las riendas la montura del jinete, que se había alejado después de perder a su amo. Cuando alcanza la altura de sus compinches, lanza al de los aretes las alforjas que porta el asaltado sobre la bestia. El que parece ser el jefe de la cuadrilla rebusca en el interior de los talegos. Finalmente parece que ha encontrado lo que anda buscando, una bolsa repleta de monedas y un cartapacio con unos pliegos. En silencio, cruza una mirada con sus hombres y asiente con la cabeza.

A la señal del jefe, uno de ellos apunta al apresado y dispara su pistolón, pero el individuo, que permanece con los brazos en alto, es joven y muy ágil. Sortea el plomo en un quiebro casi imposible, a la vez que de debajo de su sobretodo extrae un sable de su vaina, que coge por sorpresa a los bandidos y con el que de un mandoble certero amputa el brazo al segundo que le encañona con la insana intención de descerrajarle un tiro y saltarle la tapa de los sesos.

El hombre se vale del instante de confusión de los cuatro asaltantes por su ágil acción y los gritos desesperados del que acaba de perder el brazo para emprender la huida por entre la breña que cerca la ronda. Los estampidos de las pistolas se atienden a su espalda. Un enorme frío golpea su espinazo y uno de sus remos, le han alcanzado y cae al suelo.

Atiende una voz lejana que incita a los asaltadores a darle caza. Sin fuerzas y desesperado se deja caer por un terraplén, por el que rueda sin freno hasta el borde de otro camino que se halla al pie del monte, mientras oye los pasos de sus perseguidores, que pronto le van a dar caza.

Un perro con la rabadilla en movimiento se le arrima curioso a husmear, pero él no puede menearse, siente un fuerte dolor en la espalda y en la pierna. La vista se le nubla, es consciente de que va a perder el sentido.

La voz lejana de un crío se mezcla con el vocerío de sus perseguidores y el estampido de las armas.

—¡Belmonte!, no te separes del camino.

Pero el can no atiende la orden de su pequeño amo y prorrumpe en un feroz ladrido al oír como varios hombres descienden por el terraplén.

—Lluís, deja a Belmonte, y ponte detrás de la mula.

Es la voz de Mingo, el padre del pequeño. Acaba de juntarse con su hijo que ha salido a recibirle después de que el hombre anduviera toda la noche con su cuadrilla, hostigando a los franceses, algo habitual en aquellas fechas entre somatenes.

—¡Pere, Oriol, Enric! —Llama a los de su partida—. Los trabucos, que todavía no hemos acabado la faena.

—Por ahí bajan dos tipos con pistolas —señala Pere con su trabuco.

Mingo con el rostro circunspecto echar un vistazo hacia lo alto del cerro y hacer callar a Belmonte. Luego comprueba que su hijo se halle al abrigo de la mula.

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⏰ Última actualización: Jan 31, 2012 ⏰

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