Cartas automáticas

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En octubre de 1866, un inglés llamado William Bolt llegaba en barco a costas estadounidenses, con grandes expectativas puestas en el Nuevo Mundo. Bolt era, dados sus conocimientos sobre diversas materias como ingeniería y química, lo que en la vieja Europa se había dado a llamar un "sabio", un genio científico; pero su isla natal se le había quedado pequeña, y la popularidad y libertad de la que allí gozaban los autómatas le provocaba unos accesos de ira que pocos de sus colegas alcanzaban a comprender. Por eso, con tan solo veintiocho años, había cogido las maletas y había subido a un barco con destino a América, una nueva tierra que aguardaba ser moldeada, explotada y donde, a pesar de haber sido abolida la esclavitud, los autómatas todavía no gozaban de la simpatía del pueblo. Aquel, pensaba Bolt, era el lugar idóneo para hacer carrera y desarrollar algunas de las innovadoras ideas que él tenía en mente.

Al cabo de unos pocos meses de su llegada, y tras haber tenido que trabajar para ganar algo de dinero, Bolt se estableció en un pequeño pueblo de Carolina del Sur, y allí comenzó a desarrollar un invento que consideraba revolucionario. Trabajaba largas horas en su pequeño estudio, rodeado de libretas y cuartillas con notas y diagramas. Sus vecinos apenas veían al joven científico de pobladas patillas y que se había establecido allí, y los rumores no tardaron en correr por los labios de la gente.

En abril de 1869, las principales publicaciones de corte científico del país se hicieron eco del notable invento de William Bolt, cuyo fin era facilitar la comunicación a grandes distancias. Él había oído hablar, por supuesto, de ese invento desarrollado no hacía mucho llamado teléfono; pero a sus creadores todavía les quedaba mucho por perfeccionar, y Bolt tenía fe ciega en que su invento era superior: partiendo de la base de una maquina de escribir común, había creado un dispositivo que aprovechaba las líneas de telégrafo existentes para permitir una comunicación simple y eficaz. Con un mecanismo basado ligera y parcialmente en una máquina diferencial, la máquina de escribir podía traducir automáticamente las pulsaciones del usuario al código Morse, y enviar la señal a través del cableado hasta otra máquina que volvía a hacer la operación a la inversa, traduciendo el Morse y pulsando de forma automática el mensaje recibido. Bolt consideraba aquello muy superior al teléfono por dos razones: la primera era que no se tenía que tender una nueva línea de cableado, y la segunda era que su invento permitía no solo conversar, sino el envío automático de cartas y documentos de diversa índole. Durante los años siguientes hubo discrepancias en la comunidad científica acerca de la superioridad del invento de Bolt frente al teléfono; en ese tiempo, lejos de permanecer ocioso, William Bolt perfeccionó su máquina automática, que en origen ocupaba una mesa de gran tamaño y su peso dificultaba enormemente su transporte, hasta lograr reducirla a una elegante máquina de escribir tan solo un poco más aparatosa que otra convencional, de bonitos acabados broncíneos y esbeltas teclas circulares. Tres años después de que el teléfono cayera en el olvido, Bolt mostró al mundo un nuevo modelo de máquina automática, con un segundo rodillo para diferenciar lo que el usuario pulsaba y lo que recibía. A partir de ese momento, las ventas se dispararon y la máquina automática de Bolt comenzó a extenderse por diversas partes del país.

En 1875, después de fundar la Bolt Company, William Bolt se había estancado. Lejos de ir más allá de su idea inicial, se limitó a realizar ligeras mejoras a su invento, dotando a la máquina de mecanismos más silenciosos y un sistema más veloz de traducción Morse-pulsación. A pesar de haber llegado a ser un hombre de negocios próspero y adinerado, sentía una gran frustración que atenazaba su alma; sus sueños de juventud de cambiar el mundo con innovadoras ideas parecían más inalcanzables que nunca, y sus logros hasta la fecha le sabían a poco. Sus empleados, que hasta el momento habían considerado a su patrón un hombre afable y alegre, cuya sonrisa tenía un ligero brillo infantil, notaron como poco a poco se volvía hosco y huraño. No obstante, el trato que les profesaba continuó siendo correcto, y nunca hubo quejas al respecto.

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