Capítulo 1

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I

«Dentro de lo más recóndito de nuestro ser todos guardamos pensamientos oscuros, nubarrones grotescos que si logran expandirse profesan tormentas de odio cuyos aguaceros se escuchan como rechinar de dientes al chocar contra nuestra piel de tierra», decía el libro; quien lo leía se rascó la cabeza por un momento, no tanto para interpretar el significado de aquella larga oración, pues se identificaba plenamente con el sentimiento, sino para adivinar las circunstancias que habían arrastrado a la autora a escribir algo así. Aspiró profundo, se frotó un ojo con los dedos y continuó leyendo: «De la misma forma en que se nos imposibilita luchar contra los efectos del clima, así es la disputa que libramos contra nuestras intenciones lóbregas; y el día que perdamos la batalla y dejemos de ser capaces de contenerlas, al final, solamente quedarán las tinieblas». Al revisar la fecha de la cita se dio cuenta que había sido escrita el mismo día en que la autora, Galatea Canis, de acuerdo a lo que había leído en su biografía, asesinó a su amante, el que de seguro no se llamaba Pigmalión.

Cerró el libro, lo dejó sobre la mesa de noche, apagó la lámpara y se quedó recostado en la cama, boca arriba, con la mirada hacia el techo como si pudiera verlo con detalle en la oscuridad. Trató de pensar en el texto e imaginar a Galatea Canis en blanco y negro, justo como se veía en la fotografía de la contraportada del libro: fea, con el ceño fruncido, llena de odio, quizá cavilando cosas como las que él acababa de leer. Nunca se imaginó que aquella experiencia ajena se convertiría en un presagio de su propia vida.

Finalmente, como temía, se cansó de pensar y como el sueño aún no lo dominaba, sin poder evitarlo y por enésima vez, volvió a sentirse solo. Sí. Luis Aldana estaba muy solo, como una garrapata enterrada bajo tierra. ¿Acaso era capaz de hablar con otras personas? Sin duda. ¿Acaso era capaz de permanecer en lugares llenos de gente? Por supuesto, trabajaba en una compañía plagada de «odiosos» seres humanos. Pero estaba solo. Era como un náufrago aferrado a una balsa construida a partir de sus convicciones y valores con la que evitaba morir ahogado en medio de un océano de gente. El sol de las miradas indiferentes calcinaba su piel durante el día. El frío y el sereno de la apatía de los demás lo hacían tiritar de noche. Tenía el alma cubierta de heridas, algunas frescas, por las que sangraba su autoestima, y otras cicatrizadas en forma de complejos. No padecía de una fobia social, pues no temía «al mar» en sí; más bien, temía a la posibilidad de morir en medio del naufragio.

Vivía en el sur de la ciudad, en una moderna casa de dos pisos que había comprado tres años atrás luego de vender su antigua residencia. Se había mudado a aquel lugar con el afán de escapar al luto, alargado inconscientemente, de la muerte de su madre. No pudo soportar más el tormento de recordar el yerto cuerpo de su progenitora, tumbado en la cama de la habitación contigua a la de él, fulminado por un coma diabético. Una apariencia que casi no se diferenció en nada del cadáver que yació en el féretro abierto de un salón de la funeraria más cercana una semana después. Para Luis Aldana su madre siempre significó todo, porque fue hijo único y porque jamás conoció a su padre.

Durante los últimos tres años Luis se había enfrascado en su trabajo de programador especializado en el aseguramiento de calidad, almacenando conocimientos suficientes como para empujar fuera de su cerebro todos los recuerdos dolorosos. Pretendía ser una roca, pero más parecía ser un imán para las burlas y las agresiones de las personas que no lo comprendían. Su naturaleza lo hizo vulnerable a la realidad, como una babosa lo es a la sal. Pronto, Aldana, se dio cuenta que en el mundo únicamente existían dos tipos de personas: él y todos los demás.

Era un viernes de agosto, en aquel país donde reinaba un invierno inconsistente. Luis, después de dormir relativamente bien la noche que leyó el texto de Galatea Canis, al día siguiente se levantó temprano; como siempre, se bañó, se rasuró y se arregló. Hacía las cosas por costumbre (en el océano de gente la rutina era la brújula de su existencia) incluyendo su aseo personal, el cual no realizaba con ahínco pues no era vanidoso; de hecho, se consideraba feo, aunque realmente no lo era tanto como para justificar su virginidad a los veintiocho años de edad. La desazón que Aldana provocaba en los demás, especialmente en el sexo opuesto, no era consecuencia de su incipiente calvicie o de sus canas adelantadas; tampoco era a causa de sus brazos delgados, su ligera papada o su vientre abultado, propios de alguien con una vida sedentaria; mucho menos se debía a su estatura media, que se reducía debido a su postura encorvada, ni a sus facciones finas e insípidas; era algo en su psique, en su actitud, en su mirada de ojos cafés con subyacente inquina, o quizá era algo relacionado con su forma de hablar apresurada, con aquella voz un poco aflautada que discordaba con su contextura, lo que ocasionaba en los demás, al menos en los pocos que lo notaban de vez en cuando, un repudio casi instintivo.

La Muñeca (primeros tres capítulos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora