3. El Despertar

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Capítulo 3. El Despertar.

La Muerte se abrió paso a dentelladas desde el Nördeth, aunque solo unos pocos fueron testigos de su despertar.

En la isla de Fjalley el calor del sol era un visitante tímido y escurridizo. El año se dividía en un largo otoño, un temperamental invierno, una primavera templada y un verano que apenas comenzaba se convertía en la siguiente estación. Las lluvias constituían una presencia continua. A veces, no obstante, temporadas de sequía se abatían sobre el lugar, en particular en la vasta planicie interior. Los guerreros que arribaron en pos del Rey Roderick El Unificador tuvieron que crear nuevos vocablos en la lengua común para poder nombrar los distintos vientos que los azotaban . Granizo y nevadas eran habituales en la época fría y la temperatura rara vez ascendía de forma sustancial aun en las estaciones benignas. Aún así, los bosques albergaban suficientes presas y las tierras eran fértiles. Ríos, lagos y costas proveían de abundante pescado. El clima era duro, pero no más que en el continente del que eran oriundas las tribus y, al contrario que en aquellas áridas estepas, la isla proporcionaba sustento con generosidad.

Sin embargo, el Nördeth de la isla era prácticamente inhabitable. Cordilleras se unían a macizos en los que las escarpadas montañas, herídas de barrancos, se erguían bajo un cielo siempre gris y presto a vomitar nieve y electricidad. Los suelos eran yermos, abundaban depredadores que acababan con la caza y los ríos se despeñaban hasta desaparecer en las profundidades de Fjalley. La costa septentrional, amante de un eterno invierno, rompía las olas desde unos acantilados castigados por la furia de los dioses de la tormenta. Los navíos no se aventuraban en aquellas aguas traicioneras y se decía que mar adentro se abría una fosa que ponía fin al mundo. Por lo tanto, pocos hombres se habían atrevido a instalarse en aquella zona, ni los antiguos nativos ni los antaño continentales.

A pesar de las condiciones extremas, algunos bárbaros, arraigados en costumbres de sacrificio, luchaban testarudos contra los elementos. También perduraban en el área los últimos miembros de los clanes mermados durante la Guerra Civil que se desencadenó tras la muerte del Rey y que habían preferido el destierro en lugar de la esclavitud. Hombres sin honor y sin posesiones huyeron asimismo hacia el Norte e, incluso, algún aguerrido aventurero decidió desafiar a los dioses e instalarse allí. En total, no llegarían a cien almas en pena olvidadas por los otros habitantes de la isla, con los que no mantenían relaciones ni de amistad ni de hostilidad. Hablaban dialectos propios y subsistían alimentándose de cosas que los demás considerarían inmundicias.

No es de extrañar, pues, que el año en el que la Luna Asesina se alzó hasta en tres ocasiones, exterminando todo vestigio de vida humana en el Nördeth, discurriera en el resto del territorio como un año cualquiera.

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SkallwesthFort era una fortaleza convertida en ciudad amurallada en el Noroeste.

Situada en una montaña a cuya espalda se abrían unos acantilados infranqueables, era uno de las edificaciones más seguras e importantes de Fjalley, solo igualada por el Gran Templo y las residencias de los tres Grandes Jefes y solo superada por el castillo del añorado Rey, maldito desde su deceso. Skallwesth, además, había sido el último bastión de la población indígena, la última zona en caer cuando las Tribus Unidas conquistaron la isla bajo el mando del Unificador. Los conquistadores habían entrado desde el puerto del Esseth y la victoria sobre los nativos había sido insultantemente rápida: además de un pueblo extraño y herético, eran cobardes y desconocedores del arte de la guerra. El factor sorpresa les había dado, asimismo, una gran ventaja. Sin embargo, según se extendió la conquista por los cuatro puntos cardinales del lugar,  el enfrentamiento se endureció. Las últimas hordas de la resistencia indígena se refugiaron en Skallwesth y no fue hasta después de un demorado sitio que la fortaleza cayó ante el Konungr Roderick y el Jarlsungr Ulav, por entonces Jefe de Guerra. Cuando traspasaron las puertas, no quedaban prisioneros que tomar: todos los ocupantes habían muerto por hambre, enfermedad o por su propia mano. Cuando Ulav fue nombrado Gran Jefe en el Westh no fijó su residencia allí; según la versión oficial, prefirió un castillo más cercano al Middeth; según los rumores, Ulav sentía un temor supersticioso por el lugar. 

La fortaleza y su tierra colindante se había entregado, por tanto, a la tribu Vireth, compuesta de veinte familias que profesaban obediencia al alcalde, el Holdungr Snorri, conocido por su prudencia y templanza. A causa de estas, cuando el montañés de aspecto mortecino y hablar incomprensible apareció, humillando rodillas y hacha de guerra, la esperada sentencia de muerte se transformó en una orden de encarcelamiento. El prisionero permaneció bajo vigilancia estricta, condenado a unos trabajos forzados que llevó a cabo con diligencia y sumisión. Jamás intentó comunicarse con otros, inmerso en el mutismo. Con el paso de las semanas, la llegada del bárbaro demostró ser de gran utilidad para la ciudad, ya que era muy hábil en el arreglo de herramientas y en la construcción. Su actitud respetuosa le reportó simpatías entre sus guardianes y, poco a poco, se le fue dando mayor libertad hasta que, finalmente, se le indultó y fue aceptado como ciudadano sin derechos. El hombre hizo honor a la confianza depositada en él y tuvo un comportamiento ejemplar durante los cinco meses que siguieron al perdón, siempre silente, hasta que los rumores de ataques provocados por fieras arreciaron y el plenilunio tiñó de escarlata el Noroeste. La última noche pronunció una sola palabra, mas ya no quedaba nadie para escucharla y se perdió en el vacío; palabra que reverberó en las pesadillas de un joven campesino, el único superviviente de .SkallwesthFort.

El joven, un tiempo después, siguió la costa occidental en busca de ayuda. Al contrario que el montañés, no tuvo la fortuna de encontrar a unos jefes devotos del comedimiento y fue asaeteado antes de que pudiera explicar la causa de su discurso enloquecido, centrado en un único nombre incomprensible para oídos cuerdos. Los guerreros que protegían al Holdungr no le dedicaron un segundo pensamiento y sus restos fueron arrojados a suelo no consagrado. Las chanzas a costa de la palabreja repetida por el extraño los acompañaron durante varias semanas.

Tres meses más tarde, el horror de colmillos, plata y oscuridad cayó sobre ellos. Al amanecer, tan solo una vida había sido dispensada, la de una mujer que anocheció como hembra madura y amaneció como anciana cronista del infierno.

Esta mujer transformada en anciana, tras varios días de luto, obedeció el impulso de conservación y marchó hacia otro lugar. Los hados le sonrieron y buenas personas la encontraron antes de ser pasto de criminales o de enfermedad.

Y, así, llegó a una aldea llamada UrdaichVillage, en el que vivía un notable llamado Max.

El Tiempo de la Luna (Borrador. Fragmento)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora