Capítulo 13

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—Esto es una broma, ¿verdad? —levanté la mirada del micrófono y la centré en Dorothy— Dime que esto es una broma.

—No —remarcó mi abuela, acomodando los cables de forma que quedaron extendidos en la mesa de la cocina— Esto nos permitirá captar las voces de los ángeles.

—Abue, es un sonómetro —señalé el amplificador con mi dedo índice, casi como una acusación— No es nada extraño. Solíamos usarlo con la banda.

—No es un sonómetro normal —explicó Annie.

Ella terminó de enchufar los artefactos en el tomacorriente y ajustó el micrófono en su soporte para que apuntara hacia arriba. Acercó el pequeño parlante a mi lado deslizándolo con suavidad.

» —Los filtros de frecuencia están ajustados para captar sonidos que el oído humano no puede —se explayó.

—Oh... Sí... —me limité a balbucear la respuesta.

Ambas se sentaron en las sillas que enfrentaban la mía. El corto ancho de la mesa nos separaba, sin embargo, con el sonómetro dispuesto entre nosotras, la distancia parecía extenderse a kilómetros tan vastos como los de la llanura misma. Mi corazón latía con tanta fuerza que percutía hasta en mi garganta, cerrándola por completo. Carraspeé y me esforcé por tragar saliva para poder hablar.

—Ahora prendemos unas velas y nos tomamos de las manos, ¿o qué? —traté de bromear para ocultar mis nervios.

Detecté reproche en la mirada que Dorothy me dedicó, pero Annie fue más benevolente ante mi insolencia y sonrió.

—No es necesario. Los ángeles no son tan difíciles de contactar. No son esas criaturas aladas y brillantes de gloria que ves en películas, esos son los Serafines o Querubines, criaturas más cercanas a Dios. Los ángeles, en cambio, están cerca de nosotros. Son los mensajeros entre el cielo y la tierra.

—Ya... —murmuré— Bien. Entonces, ¿qué hago?

—Habla con ellos —respondió Annie con ligereza— Solo habla y te responderán.

Pasé la lengua por mis labios esperando humedecerlos, pero mi boca estaba seca. Por debajo de la mesa, mis manos formaban puños sobre mi regazo, tan apretados que mis nudillos dolían. Varios segundos de tenso silencio se extendieron, el miedo emanando de mis poros como algo tangible que solidificaba el aire y me oprimía.

—¿Qué digo? —pregunté, insegura.

—Pregunta lo que quieras —sugirió mi abuela.

El tinte en su voz y su expresión fueron suave como la seda, pretendiendo infundir tranquilidad. Mas su trato me hizo sentir débil, por lo que me esforcé en hallar dentro mío el valor para proceder.

—Uh... ¿ángeles? Yo... Necesito saber cómo deshacerme de... los Emisarios.

Mi voz fue captada por el micrófono y devuelta a mis propios oídos a través del parlante. Me escuché insegura, temerosa. Por un breve instante, recordé los primeros conciertos en vivo con la banda, cuando no me atrevía a mirar al público mientras tocábamos.

—Levanta la cabeza, Siberiana —me desafió Lenon un día tras bambalinas— Levanta la cabeza mientras haces historia.

Cerré los ojos para evitar las miradas ansiosas de Dorothy y Annie e ignorar que me hallaba en esa cocina, en aquella casa que me mantenía cautiva. Imaginé que estaba en soledad, en la habitación de mi propio hogar. Visualicé la pared que mi padre y yo habíamos pintado de negro, luego de una larga disputa para convencer a mi madre de que nos permitiera hacerlo. Concebí la imagen de mi cama, con sus sábanas revueltas y su edredón rojo. La ventana rectangular, demasiado pequeña para tener persianas. La ropa desordenada en mi armario, los posters de mis héroes musicales, las púas, decenas de púas desparramadas por el escritorio, por mi mesa de noche, por el suelo. Las fotos de mi familia y mis amigos alrededor de mi espejo.

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