Los últimos días

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Nadie, absolutamente nadie se dio cuenta. Nadie ha hecho nada por remediarlo. Seguramente a nadie le importaba. Pero el hecho es que estoy muerta. Irremediablemente.

“Nosotros te vemos muy bien”, me dijeron cuando vinieron a visitarme por última vez la semana pasada. Já. Sólo quieren quedarse con todo mi patrimonio. Me di cuenta de eso cuando empecé a morirme. Aunque quizás, y sólo quizás, he muerto por su culpa; porque me han envenenado. En cualquier caso van a lograr lo que llevan años buscando: mis propiedades y mi dinero.

Soy vieja, y he vivido mucho, cierto es. He sobrevivido a una guerra civil y a una guerra mundial, he viajado por el mundo, he conocido a mucha gente, me he dedicado a lo que me gusta, he compartido mi vida con un hombre maravilloso que me ha regalado dos hijos. Y como todo ser humano cuando llega al ocaso de su vida, me llegó el momento de morir. Pero no morí como siempre imaginé. No morí rodeada de mis seres queridos, en mi casa, en mi cama, dormida y con ese viejo tango de Gardel como música de fondo. No.

He fallecido en un hospital con visitas limitadas y compartiendo habitación con una mujer totalmente rígida, que no se mueve, ni parpadea, ni ríe, ni llora. La banda sonora de mi agonía han sido los gritos del resto de pacientes: canciones, insultos, risas histéricas, amenazas, gemidos. Durante meses.

Pero lo peor no es estar aquí aun después de muerta, oyendo todo esto y viendo horrores que ni siquiera pensé que existirían. Hay algo más horrible que todo eso, y es ser consciente de que has muerto sin causa aparente y que te sigan tratando y hablándote como si siguieras viva. No quieren aceptar que he muerto. Sería un fracaso para ellos.

Sentía cómo mis pulmones ya no se contraían y expandían tan ampliamente como antes, y con cada bocanada de aire era cada vez más evidente. El corazón me latía más débil y más despacio según pasaban los minutos, hasta que finalmente se paró.

Simplemente fue así. Me di cuenta de cómo mi propio corazón dejó de latir. Fue ralentizando su marcha hasta que dejé de notarlo moverse y palpitar en mi pecho. No dolió, no experimenté ningún pinchazo o sensación, ni ningún cambio en general. Sólo eso. Se paró.

Es una sensación extraña notar cómo tu corazón deja de funcionar y no puedes hacer nada por evitarlo.

Cuando, acostada en la cama -de la cual me levantarán para meterme en el féretro, espero que pronto-, miraba hacia mi cuerpo ya hinchado y sin rigor mortis, empezaba a ver mis brazos pudriéndose; incluso últimamente he visto larvas en ellos y en el colchón, reptando alrededor de mi cuerpo. Hace ya muchos días que no levanto la sábana para ver mi propia descomposición. Me basta con ver mis dedos agarrando crispadamente la manta raída y prestar atención al insoportable hedor que desprendo.

Todos los días desde que fallecí viene a verme el doctor Trujillo. Y todos los días mantenemos invariablemente la misma conversación, sin cambiar ni una palabra ni una pausa.

-Buenos días, Lola, ¿qué tal se encuentra hoy?

-¿Es que no lo ve, doctor?

-¿Qué es lo que tengo que ver?

-Que estoy muerta, doctor.

-¿Muerta? Pues nadie lo diría, Lola.

-Doctor, cualquiera con dos dedos de frente y buena vista lo puede observar. Sólo es cuestión de querer.

-Le prometo que yo la veo respirar, la veo moverse y tiene usted un color muy saludable. Además, me está usted hablando, Lola, y que yo sepa, los muertos no hablan.

-Doctor, a pesar de estar muerta, sólo le hablo para decirle lo que nadie quiere ver. ¿No huele nada?

-No.

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⏰ Última actualización: Mar 19, 2013 ⏰

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