La rosa por Antonio V. García

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Entró en la floristería. Quería comprar algo especial para un día tan singular. Era consciente de que posiblemente ella no se daría cuenta del significado de aquella fecha. Dentro de un día, haría un año desde que fueron presentados por Claudia. Él había conseguido quedar con ella a tomar algo, pero tenía un plan. Se dirigió directamente a uno de los ramos que estaban dispuestos para que los clientes cogiesen una flor. Tomó una rosa para ella: Si la aceptaba, sería la flor más bella; si la rechazaba, la más lastimera. Ése era su único pensamiento. Con aquella rosa, pensaba declararse a la chica que tantos sentimientos había despertado en él. La acompañaría de una carta que había escrito para la ocasión y que cuidadosamente había guardado en un sobre. Y, para que ella no sospechase nada, metería ambas cosas en una caja de zapatos y la envolvería como si de un regalo cualquiera se tratase. Había planeado todo aquello porque tenía esperanzas de que ella sintiese lo mismo.

Contento ante lo que se avecinaba, salió de la tienda. Cualquiera que le viese por la calle podía adivinar que era feliz. Una pequeña sonrisa se dibujaba en su rostro mientras se dirigía a su casa con una bolsa en la mano y una rosa en su interior. Una rosa que simbolizaba aquel año de amistad, una rosa por lo que estaba por venir.

Preparó el paquete con sumo cuidado. Primero introdujo la carta en el fondo de la caja, como si se tratase de un tesoro oculto en el fondo del mar. Sobre él, depositó la rosa, la guardiana que desvelaba la existencia de aquel tesoro. Y, finalmente la cerró y la envolvió con papel de regalo. Para el envoltorio escogió un motivo de nubes sobre un fondo celeste.

Al irse a dormir no pudo conciliar el sueño. Pensaba en ella, en su reacción. Quiso ser optimista, tenía que ser optimista. Visualizó en su imaginación su media sonrisa, aquella media sonrisa picarona que ponía cuando era feliz. Sus ojos color miel ligeramente rasgados. Su cabello del color de la madera del ébano. Su melena que caía desde lo más alto de la cabeza para abrirse a la altura de los hombros, y terminar la parte delantera recostándose suavemente en sus pechos. Deseaba besar aquellos labios. Deseaba estar con ella con todas sus ganas. Deseaba compartir momentos felices a su lado. Deseaba tantas cosas que hasta bien entrada la madrugada no pudo conciliar el sueño.

Cuando llegó el día, apenas pudo hacer otra cosa que pensar en aquel mágico momento que tanto ansiaba. Se presentó minutos antes de la hora acordada. Escogió una mesa y colocó debajo de ésta una bolsa con la preciada caja. Los nervios le reconcomían por dentro, hasta que llegó ella con algo de retraso. Al verla, desaparecieron de golpe y él pudo levantarse para darla dos besos y recibirla. Luego, cuando se volvió a sentar, aquella inquieta sensación volvió a asaltarle. De repente pensó en que todo podía ir mal. ¿Debería confesar sus sentimientos? No estaba seguro. Aún estaba a tiempo de dar marcha atrás, de hacer que aquel plan de amigos, fuese sólo eso, un plan de amigos. Por eso había llevado la bolsa, porque interiormente sabía que llegaría el momento en que querría echarse atrás. Sí, sería mejor retroceder, callar lo que sentía y no perderla como amiga. Así al menos podría seguir viéndola. Eso es lo que haría.

—¿Y esa bolsa? ¿Qué llevas ahí?

El mundo se detuvo. Ella se había percatado de la existencia de la bolsa. ¿Qué iba a responder? Podía ser sincero, o podía decir una mentira.

—No es nada, una cosa que tengo que dar a una amiga —mintió por respuesta.

Deseaba que aquella respuesta terminase la breve conversación sobre la bolsa. Pero no fue así.

—Uyy, ¿y qué amiga? ¿La conozco?

«Sí, la conoces, eres tú. Iba a ser una bonita manera de decirte que te quiero.»

—No —respondió él reprimiendo sus pensamientos.

Aprovechó la presencia del camarero para interrumpir aquel diálogo y cambiar a otro que no pusiese su mentira al descubierto. Y lo logró, durante el resto de la conversación la bolsa, y lo que su interior ocultaba, no volvió a ser objeto de interés.

Aquella cita de amigos estaba llegando a su fin y él se lamentaba por dentro de haber sido incapaz de confesar lo que sentía. Pero también se sentía extrañamente orgulloso de haber podido evitar cometer una equivocación. Y justo cuando ambos se levantaron para despedirse, ella le miró fijamente. Aquellos ojos castaños, marrones como la miel se clavaron en él.

—Me gustas —le informó ella.

El mundo se detuvo nuevamente. Ella acababa de romper todos sus esquemas. ¿Acaso no debería haber sido él que se confesara? ¿No había sido él que había organizado aquella cita para hacerlo? Sí, tendría que haber sido él, pero lo hizo ella. ¿Cómo iba a responderla? ¿La tenía que besar? ¿Tendría acaso que revelar la existencia de la caja y lo que su interior contenía?

—Y tú a mí —respondieron sus labios sin saber muy bien por qué.

Y entonces pudo sentir su cabello de ébano tocando su cara cuando ella se acercó para besar sus labios. Él respondió a aquel beso y luego se agachó para coger la caja y entregarla a su destinataria.

—Era para ti, ábrela.


Fin

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