Visita al dentista

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LA SALA DE ESPERA ESTABA PINTADA DE BLANCO y lucía convenientemente aséptica. La niña se removía nerviosa en el asiento y miraba constantemente hacia la puerta cerrada del consultorio, desde donde provenía una serie de ruidos que le ponían los pelos de punta. Ruidos mecánicos, de succión, de cosas punzantes que giraban y se clavaban en el hueso. No debía haberse sentado tan cerca de la puerta. Tomó una revista del revistero y la hojeó sin mirarla, pero al cabo de un rato la dejó. Una mujer regordeta sentada frente a ella la miraba con cierta simpatía, y cuando la niña alzó la vista, le sonrió y le puso una mano cariñosa sobre el brazo. 


   -No te preocupes, no es tan malo como parece- le dijo la desconocida.   

  Pero luego de unos minutos el ruido del torno cambió, se volvió más agudo, como el de un enjambre de avispas enfurecidas, y la desconocida hizo una mueca de desagrado o temor y ya no intentó volver a consolarla. 

    La niña transpiraba frío. Tenía una imaginación muy vívida y en su mente podía ver las cuchillas afiladas del torno que se introducían entre las doloridas muelas del paciente. La aguja de la anestesia, clavándose en la carne de las encías, cada vez más profundo, hasta llegar al hueso del maxilar. Abriéndose paso entre la carne mientras el paciente retorcía sus manos y pies sobre la camilla. Cerró los ojos y trató de calmarse. "Si mi mamá estuviera aquí...", pensó. Pero ella no estaba, no tenía a nadie quien la cuidara. El verano anterior había sido realmente dramático y entonces... 

    -Viviana Rodriguez- dijo la asistente, saliendo abruptamente de la puerta.

    Esa era otra cosa que le asustaba tanto. Los pacientes entraban por una puerta, pero salían por otra. ¿Por qué? ¿Qué era lo que el dentista no quería que viesen los demás? Los hacía salir por una puerta trasera, como si fuesen... como si fuesen... 

    -Viviana Rodriguez- repitió la asistente con impaciencia. 

   Como si fuesen los muertos de un hospital. 

   La niña se paró con gran esfuerzo y se dirigió al consultorio. Sus piernas parecían de goma. La asistente por poco no la empujó hacia la camilla. La niña se recostó, mejor dicho se dejó caer sobre la camilla, y al rato vio la cabeza enmascarada del dentista, que se recortaba contra la fuerte luz de la lámpara extensible. 

   -A ver esos dientes- dijo el doctor a través de la mascarilla. 

   Comenzó a examinarle la dentadura, primero con los dedos enfundados en guantes, luego con la ayuda de un espejo de metal. Y al cabo de un rato el médico frunció el entrecejo. 

   -¿Qué... 

   Fue en ese momento que los dientes de la niña, largos y afilados como navajas, se cerraron sobre sus dedos y los cercenaron. La niña tenía los ojos rojos y echaba una espuma verde por la boca. Una lengua bífida, de unos treinta centímetros de largo, salió de su boca y lamió con avidez la sangre del dentista. Y luego se echó sobre él, antes de que pudiera gritar. 

    La recepcionista, que se había perdido detrás de una puerta interna, salió al escuchar un ruido y su bandeja de metal cayó al suelo. La niña se volvió hacia ella. Ahora tenía su propia máscara, hecha de sangre oscura y caliente. La lengua le colgaba como la de un perro, hasta la mitad de su pecho. La recepcionista comenzó a girar su cuerpo para huir, pero la chica saltó en dirección a su cuello y su boca se abrió con un crujido. 

     -Cuánto qué tarda- dijo la mujer regordeta en la sala de espera-. Espero que la niña esté bien. 

    Los otros pacientes no le respondieron. Se sentían nerviosos. Del otro lado de la puerta les llegaban sonidos de succión, de chapoteos. ¿Qué diablos le estaban haciendo a esa pobre niña? 

     Al rato, la puerta se abrió, pero la recepcionista no salió. Desde el interior del consultorio, se escuchó una vocecita que decía: 

    -El siguiente. 

    La mujer regordeta dejó a un lado la revista y se incorporó de la silla. 

   -Mi turno- dijo a nadie en particular, ensayando una sonrisa vacilante. Tomó una profunda inhalación y se metió en el silencioso consultorio. 

    La puerta se cerró a sus espaldas. 


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