Prólogo

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Al momento de abrir mis ojos, el hedor de sangre, agonía y la inminente pérdida de una vida, invadía mis fosas nasales como un aroma familiar

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Al momento de abrir mis ojos, el hedor de sangre, agonía y la inminente pérdida de una vida, invadía mis fosas nasales como un aroma familiar.

Estaba recostada entre hojas secas y tierra árida. La luz lunar permitía divisar mi camisón de raso blanco impoluto que contrastaba con la espesa oscuridad rodeando mis sentidos. Percibí los pinchazos de ramas pequeñas clavándose en las plantas de mis pies a medida que me reincorporaba. El pánico trepaba mi garganta y debí aferrarme a mis propias manos para que dejaran de temblar. Pasee mi mirada por la extensión del bosque frente a mi. Los troncos se erguían como centinelas de la noche y las estrellas se mantenían dispersas en el cielo despejado. Giré sobre mi misma, con los sentidos en estado de alerta, pero lo único que oía era el ulular de búhos y un grillar constante que me indicaba, en apariencia, una noche serena.

Hasta que sucedió.

El crujido de ramas al romperse bajo el peso de pasos apresurados que se iban acercando se oyeron como una alarma que puso mis vellos de punta. No estaba sola, así que hice lo único que sabía hacer.

Huí.

Me propulsé a toda velocidad en dirección contraria a las pisadas. Me interné entre pinos silvestres tan altos que cubrían gran parte del cielo estrellado en forma de sombras terroríficas dispuestas a engullarme. Obligué a mis piernas avanzar, pero no importaba cuánto lo hiciera, no parecía ir a ninguna parte y eso me arrancó un grito de frustración.

Los pasos se volvieron más fuertes y dejé de prolongar lo inevitable, sabía que no podía escapar y tenía que aceptarlo, alguien perdería la vida esta noche.

Agitada, me volteé y, como si de una invocación se tratase, una muchacha con semblante fundido en pavor corría a toda velocidad. Pasó por mi lado como si la presencia aquí fuese yo y no ella. Fruncí el entrecejo y decidí seguirla por atrás. Lanzaba vistazos a nuestras espaldas y seguí la línea de su visión, pero no noté a nadie más a parte de nosotras.

Un tronco se hizo presente y saltó antes de tropezar con él, aterrizó tambaleante y no tardó un segundo más para retomar el camino. El sudor se deslizaba por su rostro de nariz respingona y mejillas hundidas, los mechones de su cabello castaño corto se pegaban a sus labios finos y sombras oscuras se demarcaban bajo sus ojos negros. Estudié con esmero sus facciones pero no me resultaba familiar, y eso, en vez de aliviarme, provocó que los músculos de mi cuerpo se agarrotaran. Parecía que llevaba puesto un pijama azul andrajoso, la tierra y ciertos rasguños a la tela lo habían destruido.

—Ya casi —susurró para ella misma y estiró el cuello.

Delante de nosotras, se extendía un espiral empedrado en el suelo. Advertí que rocas amorfas se juntaban formando un laberinto de más o menos cuatro metros de ancho. A medida que nos acercábamos, advertí que era inmenso y me sorprendió ver algo tan peculiar fuera de la escena.

La chica a mi lado saltó las piedras que se iban achicando en aros hasta dar con un centro semicircular.

A punto de volver a echar la cabeza hacia atrás, una sombra apareció en nuestro campo de visión de forma súbita. La chica a mi lado trastabilló con sus propios pies de la impresión y cayó de rodillas, en el medio de la órbita, frente a él.

—Sombra —susurré.

La urgencia por levantarla y protegerla del ser más despiadado, cruel e inhumano que conocía, me provocó una angustia que se alojó como una patada en el pecho. Mis ojos se anegaron de lágrimas no derramadas por lo que estaba a punto de presenciar.

Impotente e inútil, me coloqué frente a ella, quién permanecía congelada en la tierra. La silueta de un hombre alto con capucha y sin rostro, se impuso. Por unos segundos que sentí eternos, permanecí estática en mi posición y él se inclinó ligeramente hacia mi. Tragué grueso, temblando de manera incontrolable. Bajó levemente su rostro, la capa que lo envolvía no pudo ocultar unos ojos con iris más negros que el mismo cielo que se cernía sobre nuestras cabezas y unas pupilas tan blancas como la luz de la luna. Eran dos faroles sumidos en sombras y una mano, o la silueta de ella, acarició con su dorso mi barbilla; fue apenas un roce de sus nudillos pero el toque, gélido como si de nieve misma se tratase, me erizó los vellos de la piel y apreté los labios en una línea severa, reprimiendo la necesidad de llorar como una niña.

El movimiento detrás mío captó su atención y de pronto, ya no existía para Sombra. Ahora sólo eran él y la chica desconocida que gimoteaba desconsolada.

—¡No, no no! —grité a pesar de saber que no me oía —. ¡No lo hagas!

Me dio la espalda y, por más que intentase empujarlo, morderlo o siquiera golpearlo, lo traspasaba cual fantasma. La chica se arrastraba hacia atrás y él la contempló desde arriba con una parsimonia amenazante.

—Por favor —imploró con voz quebrada —. No es a mi a quien buscas.

Inclinó la cabeza, examinando, a la par que desenfundaba a sus espaldas un cuchillo de filo convexo. Lo tomó por el mango con firmeza y familiaridad. Jugueteaba con el frente a los ojos de ella, demostrando que ese objeto era el único cómplice en este crimen. La chica empalideció y buscó apartarse de Sombra convulsivamente hasta que él tomó su tobillo y la arrastró cerca suyo.

—¡Suéltame!

Acuclillado a su lado, la atrapó del hombro y, con una fuerza sobrenatural, la mantuvo en su lugar.

—No lo hagas —dijo en un susurro ahogado.

Alojó el dedo índice en su propia boca y la chica clavó los dientes en sus labios para callar. Él se tomaba su tiempo para apreciar, como si de una obra de arte se tratase, a su nueva víctima. Corrió un mechón de su frente y se inclinó sobre su oreja. Noté que le decía algo pero no oí nada en lo absoluto, pero sí advertí su semblante teñirse de pura estupefacción.

Un grito desgarrador irrumpió la densidad y tensión en el ambiente cuando Sombra alzó su cuchillo, y de un golpe certero, lo clavó directo en el pecho de la muchacha. La sangre emanó a borbotones y caí de rodillas ante la escena sin piedad que se desplegó. Ese brillo que indicaba el fulgor de la vida en sus ojos, ahora se tornaban vacíos, como dos canicas que se fueron apagando hasta no dejar rastros de la chica temerosa de hace unos segundos.

Lágrimas silenciosas se agolparon en mis mejillas y él, impávido, se irguió y volteó en mi dirección; como en una especie de sopor, pretendí levantarme pero mis músculos pesaban como el plomo y sólo alcancé subir mi mentón hacia su figura. Se colocó a mi altura y con el cuchillo embadurnado de sangre, recorrió los costados de mi cara. Una sensación de náuseas revolvieron mi estómago.

Pequeña y maldita niña.

Fueron como centenares de voces graves y agudas sintonizando a la vez para formar esas palabras envueltas en desprecio.

—Muy pronto llegará tu hora.

Ladeó su rostro cerca del mío hasta que una mano me tironeó desde atrás y todo se fundió en las mismísimas sombras.

Las pesadillas de Aradia BlumWhere stories live. Discover now