Tenía palabras escritas en algún lugar entre las bolsas de sus ojos y sus pestañas. Se empeñaba en deshojarse en noches, en vez de estaciones, lo que le hacía perder el tiempo a deshoras. Tenía cruces en el calendario y solo celebraba mártires. Cerraba sus ojos esperando nada nuevo y alguna que otra vez pensando en no amanecer. Tenía brazos largos y dedos finos que le hacían un entramado de nervios. Sus raíces eran tan profundas como su corteza dura. Tenía un nido de avispas haciendo casa en él y éstas lo podrían, sacándole las ganas de vida y la esperanza de su savia. Tenía madera de cenicero, un tramo de heridas dispersas bajándole en zig-zag y unos recovecos que daban directo al fondo, donde él siempre se ponía a jugar. Podría decir que él mismo era su alfa y omega, pero le estaría quitando toda aquella lluvia de polvos que atravesamos y que le volvía poeta.
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