La Ira del Mar [Black Clover]

Autorstwa Xx-Umi-Xx

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Lo había perdido absolutamente todo. Se sentía perdida, sin tener claro qué debía hacer a partir de ese momen... Więcej

Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
♧Especial♧
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44

Capítulo 3

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Autorstwa Xx-Umi-Xx

Después de casi media hora de viaje, por fin divisaron la gran montaña sobre la que se elevaba la Capital Real. A medida que pasaban los minutos, Cordelia era capaz de distinguir la enorme muralla que la rodeaba, separándola del resto de la Región Noble en la que ella misma vivía. Incluso de lejos se apreciaba la barrera mágica que la protegía de posibles ataques enemigos.

Por fin fueron descendiendo lentamente hacia una de las entradas que se abrían en la muralla, donde se encontraban varios guardias apostados, vigilando que nadie sospechoso entrara a la ciudad, velando por la seguridad de los habitantes y, cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Myrtle deshizo el hechizo, agotada por el uso continuo de su poder mágico durante demasiado tiempo. Se tomó un pequeño descanso antes de ponerse en marcha de nuevo hacia el interior de la ciudad, repleta de gente allá a donde miraran.

—Me sorprende que hayas aguantado, pensaba que en cualquier momento nos estrellaríamos—comentó Cordelia sonriendo a la anciana, divertida.

—Ya os he dicho que no me subestiméis, señorita. Soy más capaz de lo que aparento —respondió resuelta. A pesar de tener casi setenta años todavía estaba en forma y así se lo haría saber a su señora.

Los dos guardias que las acompañaban sonreían ante la charla que mantenían la anciana y la niña, acostumbrados ya a las constantes pullas que se lanzaban la una a la otra. Uno de ellos se ofreció de buena gana a Cordelia para llevar su pequeña maleta, en la que llevaba la ropa para el viaje de vuelta, que aceptó gustosa sonriendo al guardia por su amabilidad.

Los comentarios de Cordelia hacia la anciana no cesaron en ningún momento, hasta el punto en el que la mujer se paró en seco, haciendo que tanto la niña como sus acompañantes frenaran el paso. Mientras que los guardias miraban con lástima a el ama de llaves por lo que tenía que soportar por parte de su joven señora, la niña la miraba con alegría, pasándoselo en grande como hacía tiempo que no lo hacía.

—No seas amargada, Myrtle. Soy yo la que va a tener que sufrir lo indecible en las próximas horas —le dijo Cordelia con una sonrisa pícara, mientras se acercaba a uno de los puestos que había en la calle, curioseando lo que este ofrecía. La mujer suspiró, antes de emprender de nuevo la marcha.

—No os entretengáis, señorita Cordelia, no tenemos tiempo que perder. Dentro de unos cuantos minutos comenzará el evento —decía mientras miraba apurada su reloj—. Yo y Damián iremos de inmediato al hotel a dejar vuestras pertenencias. Vold, acompaña a la señorita a su destino, por favor. Y no te separes de ella.

El guardia inclinó levemente la cabeza en señal de conformidad y se acercó a su joven señora, indicándole el camino a seguir.

—¡Myrtle! ¡Mañana daremos un paseo por la ciudad, así que ponte zapatos cómodos! —gritó la niña, emocionada ante la perspectiva de tener un día para explorar los recovecos de aquella enorme ciudad. 

La mujer la miró con el ceño fruncido: las damas no debían comportarse de tal manera, dando gritos por las calle como los pueblerinos. Sin embargo, no la reprendió. Hacía tiempo que no veía a la niña tan excitada por algo. 

—Andando —dijo simplemente dirigiéndose a Damián, que miraba con gracia como su compañero intentaba por todos los medios que la niña no se distrajera con todo lo que aparecía a su paso.

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Cordelia estaba sentada en una silla, mirando con aburrimiento todo a su alrededor. Llevaba en aquella ridícula fiesta aproximadamente una hora y todo lo que veía le parecía absolutamente innecesario.

Se encontraba en una enorme sala repleta de nobles que hablaban entre ellos y que, de vez en cuando, se acercaban a hablar con ella. Principalmente se dedicaban a presumir de sus posesiones, vanagloriándose en sus inmensas riquezas.

En el centro de la habitación se hallaba una gran mesa cubierta con un blanco e impoluto mantel, sobre el que descansaban infinidad de platos con diferentes manjares, cada cual más extravagante. 

La niña observaba de vez en cuando a las sirvientas, que se paseaban por la estancia ofreciendo vino a los invitados. Definitivamente, todo aquello le resultaba cuanto menos extraño a la pequeña, que a pesar de vivir en una gran mansión, rodeada de todos los lujos de los que una persona pudiera disfrutar, nunca había obligado a los integrantes del servicio de la casa a hacer tales cosas. Veía horrorizada como aquellos nobles miraban con desprecio a las jóvenes que se acercaban a ellos ofreciéndoles una copa, mientras las pobres se veían obligadas a tragarse su orgullo, siendo humilladas constantentemente y a apartar la mirada.

Algunas de las damas se habían juntado en un rincón de la sala cuchicheando sobre quién sabía qué y, de vez en cuando, Cordelia sentía la mirada de alguna de aquellas mujeres sobre ella, insistentemente, pero en cuanto ella oteaba a su alrededor para descubrir quién la observaba, no era capaz de saber con certeza de quién se trataba.

Además, entre todos aquellos estirados nobles, había algunos que iban con mantos de diferentes Órdenes de Caballeros, pero desde el inicio la atención de Cordelia había caído en uno de ellos. Se trataba de un joven de cabellos rubios y cortos, ataviado con el manto de los Ciervos Ceniza, la misma Orden a la que habían pertenecido sus padres. La pequeña estimaba que su edad debía rondar los veinte, veinticinco como mucho, pero lo que más le intrigaba era que estaba apartado de los demás, al igual que ella. Completamente solo.

En un momento dado, Cordelia había notado como aquel hombre había apretado sus puños, aparentemente molesto por algo que había escuchado por parte de los invitados cercanos a él. La pequeña había barajado la posibilidad de acercarse, pero inmediatamente había descartado aquellos pensamientos, convencida de que aquel adulto sería exactamente igual de arrogante que todos los demás ahí presentes.

Por esa razón se sorprendió cuando, repentinamente, lo vio acercarse hacia su posición, con una débil sonrisa en sus labios.

—Estáis muy sola, mi joven dama. ¿No estáis disfrutando de la reunión? —preguntó el hombre una vez sentado a su lado.

—Por supuesto, ¿no veis mi expresión de diversión? —respondió ella con evidente burla en la voz. El hombre la miró de reojo, sonriendo ante la molestia de la niña—. No entiendo por qué han insistido en que acudiera a esta absurda reunión, es aburrida hasta la muerte y, desde luego, los temas a tratar en este tipo de eventos no son de mi interés —continuó Cordelia, animada por no recibir ninguna reprimenda por su tono.

—Os entiendo —aseguró el hombre—. Si me permitís el atrevimiento, ¿qué hace aquí una pequeña dama como vos? Por lo general, este tipo de «fiestas» son para los adultos —preguntaba curioso el hombre, disfrutando más de la compañía de aquella chiquilla que de la de los demás nobles.

Cordelia ladeo su rostro para mirar directamente a los intensos ojos y de un color peculiar de aquel hombre y sonrió amargamente antes de contestar.

—Permitid que me presente —dijo mientras se levantaba de su asiento y alisaba la falda de su vestido —. Mi nombre es Cordelia Drysdale. Desde hace aproximadamente dos años soy la única persona con vida que porta este apellido. —La mirada afilada del hombre se abrió ligeramente, recordando el destino que habían sufrido el señor y la señora Drysdale, miembros de su misma Orden, con los que había realizado misiones alguna que otra vez.

—Comprendo —dijo mirando a los intensos ojos verdes que no apartaban la mirada de los suyos propios—. Fueron unas buenas personas. De las pocas que he conocido en los últimos tiempos —decía sinceramente.

Recordaba que, en varias ocasiones, esos dos se habían saltado las órdenes de sus superiores para rescatar a algún granjero de la Región Olvidada que no había podido huir a tiempo de los ataques de las naciones vecinas.

—¿Y vos? —Aquella pregunta lo pilló desprevenido. Por un momento había pensado que le preguntaba si él mismo era una buena persona, hasta que se dio cuenta de que la niña esperaba por su presentación.

—Julius Novachrono —dijo sonriendo levemente—. Como podéis ver, pertenezco a la Orden de los Ciervos Ceniza.

—¿Y qué motivo puede tener alguien como vos para hablar con una simple niña huérfana? —preguntó entonces Cordelia, entornando los ojos a la espera de una respuesta.

Julius lo notó en el tono en su voz: lo estaba poniendo a prueba. Seguramente ella pensaba que no se diferenciaba a los demás nobles, que querría pedirle algún tipo de favor económico o algo parecido. No podía culparla. Estaba seguro de que a lo largo de esos dos años, un sinnúmero de nobles menores se habían dedicado a visitarla para intentar convencerla de «invertir» el dinero que sus padres le habían dejado en herencia.

—Simplemente os he visto y he pensado en haceros compañía —respondió pues, lo más sincero que pudo. Iba a continuar hablando cuando repentinamente un estruendo, como a vidrio roto, se escuchó a escasos pasos de su posición.

Por un momento reinó el silencio. Todos los presentes observaban consternados la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Al parecer, una de las muchachas que daba vueltas por la sala ofreciendo vino a los invitados había tropezado, tirando la bandeja repleta de copas que llevaba en las manos.

El suelo alrededor de la chica estaba repleto de cristales y a su lado se encontraba un hombre, que había tenido la mala suerte de encontrarse en el lugar equivocado cuando la mujer había tropezado. El atuendo de este estaba mojado en vino y Cordelia, que observaba la escena con diversión, se percató enseguida de que las manos del hombre habían comenzado a temblar, rabioso.

La niña se puso tensa y, a su lado, Julius, que también había notado la reacción del hombre, se levantó de su asiento. De repente, el silencio fue roto por el grito del noble, totalmente fuera de sí.

—¿¡Cómo te atreves, plebeya inútil, a manchar mi costoso traje con vino!? ¿¡Acaso eres consciente de lo caro que es!? —gritaba furioso, apretando los puños. Cordelia se acercó con paso lento hacia la escena, bajo la atenta mirada de Julius, que no había pasado desapercibido el cambio en la mirada de la pequeña.

El hombre seguía gritando a la pobre mujer, que no decía nada, simplemente agachaba la cabeza con los ojos apretados fuertemente, esperando por su sin duda doloroso castigo. Y cuando el hombre fue a agarrar los cabellos de la muchacha para levantarla y, seguramente, pegarle alguna bofetada, una especie de tentáculo de agua, parecido al de un pulpo, se lo impidió.

Julius, al igual que todos los presentes, abrió los ojos todo lo que pudo, sorprendido por lo que estaba presenciando: aquel tentáculo de agua, que agarraba firmemente la muñeca del hombre, había sido creado por la pequeña. Vio como lentamente Cordelia se interponía entre el hombre y la sirvienta, sin ningún atisbo de miedo en su lenguaje corporal.

La mujer que estaba en el suelo veía la espalda de la niña con tremendo miedo, no sabía qué esperar de aquella situación.

—¿Qué crees que estás haciendo, niña insolente? Suéltame —siseó el hombre entre dientes, cada vez más molesto por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos. 

Era inconcebible que una maldita sirvienta, una insignificante plebeya, le tirase las bebidas encima y que, para colmo, una simple niña se atreviera a ponerse en su camino cuando había ido a darle su merecido a esa malnacida.

Forcejeó para intentar soltarse, pero lo único que consiguió fue que Cordelia apretase más su agarre. Entonces reparó en sus ojos. Aquellos ojos que lo miraban como si fuera escoria. Era la primera vez que alguien le lanzaba una mirada semejante y se quedó paralizado, sin saber qué hacer. 

Desde su posición, Julius no pudo evitar que se le escapara una leve sonrisa. Desde luego, aquella niña era especial, una digna miembro de la familia Drysdale.

—Deberíais controlar vuestros impulsos, señor mío —comenzó Cordelia. Su forma de hablar helo la sangre a más de uno—. ¿Qué imagen estáis dando perdiendo los estribos de esta forma en público? Estáis asustando a las damas. —Entonces el hombre miró a su alrededor, todos lo observaban, estupefactos—. Habéis hecho el suficiente ridículo por hoy, os recomiendo que salgáis a los jardines a refrescar vuestras ideas.

Solo entonces soltó el agarre de la muñeca del hombre y se dio la media vuelta, encarando a la joven que se hallaba en el suelo todavía.

El hombre salió con paso acelerado de la estancia, bajo la escrutadora mirada de los demás nobles. En cuanto cruzó una de las puertas de la habitación todos devolvieron su atención a la niña, que en ese momento se encontraba tendiendo una mano a la sirvienta, que la miraba con temor.

—No os preocupéis —habló sin cambiar la formalidad con la que se había dirigido a aquel noble. Los presentes no podían estar más sorprendidos, estaba poniendo a aquella plebeya a su misma altura—. Levantaos. Miraos, estáis manchada. Id a cambiaros las ropas, no podéis trabajar así. —La mujer la miraba con los ojos abiertos de par en par, sin entender lo que estaba pasando. Una simple niña se había enfrentado a aquel hombre y la había salvado de ser apaleada delante de toda esa gente.

—P-pero… mi señora... —No sabía qué decir, se había quedado totalmente en blanco. Entonces miró la cara de su salvadora. Sus labios estaban curvados hacia arriba, sus ojos la miraban sin una pizca de maldad. Era una noble, pero era tan distinta a los que había conocido hasta entonces que no sabía cómo reaccionar.

—No os preocupéis, yo arreglaré esto en un momento. —La voz de Julius, quien se había acercado a la niña y a la joven, se hizo oír. Cordelia observó como el adulto se agachaba delante de los cristales rotos y ponía una mano encima. Inmediatamente una luz ligeramente azulada salió de la palma de Julius. Cuando apartó su mano la niña pudo admirar, asombrada, que las copas estaban como nuevas—. No es necesario crear tal alboroto por unas copas rotas, ¿verdad? —Las sonrisas de ambos nobles hizo que la mujer se relajara. Por fin se levantó e hizo una profunda reverencia.

—Muchísimas gracias. Nada que yo pueda hacer o decir es suficiente para mostraros mi gratitud. —Después, salió apresuradamente por una de las puertas, avergonzada y sorprendida a partes iguales.

Después de unos segundos, todos los presentes comenzaron a hablar entre ellos sobre lo sucedido, mirando descaradamente a la extraña niña y a aquel Caballero Mágico. 

Cordelia suspiró, asqueada con todos esos estirados nobles, y se dispuso a salir a los jardines y a pasar lo que quedaba de reunión escondida ahí. 

De pronto se dio cuenta de lo que había hecho, de que había desafiado a un adulto y no sabía exactamente cómo sentirse al respecto. Había actuado bien, lo sabía, no había permitido que nadie saliera herido, pero era probable que su osadía le costase caro.

Una vez en los jardines se dio cuenta de que aquel hombre, Julius, la había seguido hasta afuera.

—¿Eres un viejo acosador o algo así? —Ante esas palabras el hombre se quedó pálido, lo único que salió de sus labios fue un simple «¿Eh?».

Le había pillado totalmente desprevenido y nunca le habían acusado de tal cosa. No le pasó desapercibido que la niña había dejado de hablar de forma respetuosa.

Cordelia alzó ambas cejas ante la extraña forma de actuar de Julius. Por fin, el hombre pudo recomponerse y comenzó a hablar.

—Solo quería hablar con vos sobre lo ocurrido, señorita. Si no es molestia, claro está —respondió por fin.

—Basta. Me he cansado del paripé que os traéis todos los nobles con eso de hablar de forma respetuosa. —Julius se quedó mirándola, aquella chiquilla no dejaba de sorprenderle. 

—Tú también eres noble. —La respuesta del hombre no fue del agrado de la pequeña y Julius lo supo; la expresión de exasperación que le regaló fue tan exagerada que no pudo evitar que una sonrisa se expandiera en su rostro.

—Me da lo mismo si soy noble o no. Esa distinción marcada por el dinero, las tierras y el nacimiento es totalmente absurda e innecesaria para mí —sentenció Cordelia firmemente, cruzando sus pequeños brazos sobre su pecho.

Los ojos de Julius brillaron, sin poder contener la emoción. Aquella niña, que no podía tener mucho más de diez años, pensaba como él, estaba de acuerdo con sus ideales.

—¿Cuántos años tienes? —El tono de voz chillón que utilizó mientras agarraba las manos de la niña hicieron dudar a Cordelia sobre si contestar o no. Ese hombre le resultaba cada vez más extraño y perturbador.

—¡No pienso casarme con ninguno de tus hijos! —dijo de pronto alarmada, recordando las palabras que Myrtle le había dicho aquella misma mañana. La incomprensión hizo que Julius se calmara momentáneamente.

—¿Hijos? —preguntó confundido. Él no tenía ningún hijo.

—Myrtle me ha hecho vestirme así para atraer la atención de algún estúpido noble que quiera casar a alguno de sus hijos conmigo. ¡Me niego! ¡Y suéltame de una vez! —dijo dando un tirón, librándose de las manos del hombre.

—¿Quién es Myrtle? —volvió a preguntar, curioso esta vez. La niña se lo pensó antes de contestar, no sabía si ese hombre quería la información para algo. Era realmente sospechoso.

—Mi… ama de llaves... —dijo dudando todavía. Entonces el hombre comenzó a reír de buena gana. 

Era la primera vez que escuchaba que un ama de llaves obligaba a una dama de la nobleza a hacer algo. Desde luego, Cordelia era distinta a los otros nobles.

Notó la mirada que le lanzaba la niña, confusa y ligeramente asustada, y finalmente decidió hacerle la pregunta que había querido hacerle desde que se había dado cuenta de que su forma de pensar era parecida a la suya propia. Cuantas más personas de mente abierta en las Órdenes, más fácil le resultaría llevar a cabo su propósito.

—Por casualidad, ¿no querrás unirte a una Orden de Caballeros Mágicos cuando crezcas?

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