Rin ¿Cual es el verdadero ros...

AnaKarolinaSalvadorP द्वारा

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Dicen que el destino es sabio, que todo tiene un fin en este mundo y que los sueños impulsan nuestra realidad... अधिक

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Rutina
Principio
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Negro
Interludio
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Magia
Introducción a la magia
La sociedad
Contrarreloj
Crazy Night
Alpes
Motivos
Nuevo Libro: II parte
Apartado: Casa de Frano
Ya esta la portadaaaaa

Rezando a Dios

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AnaKarolinaSalvadorP द्वारा

—No hay de qué preocuparse —Le restó importancia—, Nos vemos luego, adiós. —Colgó.

Miraba fijamente algún punto perdido de Madrid. El sol se encontraba a media tarde, calentando suavemente la ciudad, dejando comenzar el verano.

Caminaba por el modesto departamento concentrado en sus pensamientos. Sin darse cuenta dejó caer el pequeño colgador de ropa con prendas negras. Lo levantó rápidamente protestando por tener que agacharse a recogerlo y siguió deambulando.

Al anochecer salió a dar un paseo. Había comido y dormido por haberse excedido así que no estaba cansado.

—Siempre quieres estar solo, Franco. —Gabriel hablaba como niño a través del teléfono—. Olvídate de todo por un rato. Hace días que andas extraño, más de lo que ya eres. —Bromeó—. Aprovecha lo que tenemos, aunque sea por este momento.

—Lo siento...—negó—, de verdad hoy no.

Caminaba sin rumbo fijo. Era jueves y las campanas de la iglesia sonaban a lo lejos indicando la entrada a misa. Se sentó en un banco frente a ella. Ahí aguardó hasta que terminara; camuflado en la penumbra, ajeno a todo su alrededor.

Encendió un cigarrillo y se lo fumó sin apuros. Ya casi podía escuchar los cantos de piedad y de gloria.

Tenía la cabeza confusa. Creía que hacía cosas; cosas al azar, sin lograr algo concreto. Trataba de ser parte de algo sin ser parte de nada.

De pronto entristeció al recordar, su boca formó una línea recta y su mirada cayó al suelo. En su rostro se tornó una expresión oscura. Frente a la iglesia; en medio del ventarrón cálido de junio, cayó una lagrima.

Miró a su alrededor repentinamente turbado, contemplando como todo sucedía en cámara lenta, como poco a poco se quedaba solo. La gente pasaba cada vez menos frecuente y las hojas de los árboles eran barridas por el viento que jugueteaba entre ellas.

Apoyó los codos sobre las piernas y descansó la cabeza sobre sus manos. Observó fijamente la estructura santa, concentrándose.

En sus ojos apareció un leve brillo y de pronto ese lugar ahora era otro lugar, uno que quedaba muy lejos.

Percibió como el calor ya no le perseguía, una brisa fresca salía a su encuentro invitándolo a adentrarse más sin esconderse entre los árboles.

Sonrió melancólicamente y se levantó de la banca; quería sentir la madera, las flores y el aire. Ansiaba sentir el crujir del pasto y escuchar el eco al gritar.

Las campanas rompieron el espejismo formado por él, sacándolo de sus cavilaciones y devolviéndolo abruptamente a la realidad. La gente comenzó a salir del lugar y tomar rumbo a sus hogares. Cuando todos hubieron salido, entró.

Trató de hacer poco ruido al cerrar la puerta juntándola suavemente, haciendo el menor ruido posible al cerrar la puerta.

El cura se encontraba encendiendo las velas cuando se percató de su presencia. No dijo nada. Sonrió amablemente y con la cabeza asintió en señal de despedida. Acto seguido abandonó la capilla por una de las misteriosas puertas colocadas a los costados del altar.

Mientras caminaba por el largo pasillo hacia el centro de la ceremonia, extendió sus brazos hacia los lados y con el dedo índice de sus manos apuntó a cada vela puesta en la larga hilera que recorría el camino. Lenta y paulatinamente fueron prendiéndose débiles llamas que alumbraban el lóbrego lugar.

Se sentó frente a la Virgen María, con las piernas abiertas y sus manos juntas formando un puño. Levantó la cabeza y en sus ojos se podía ver la súplica de una tormenta que parecía nunca acabar.

El color de sus ojos era un claro indicador de la violenta tempestad, grises.

—Por favor... madre, ayúdame —rogó—. Ten clemencia de mí.

Detrás de unos pilares apareció un hombre joven cruzado de brazos y apoyado relajadamente sobre una de las estructuras. Observando.

No le interrumpió, en su lugar se entretuvo echando un vistazo a las figuras santas. Era un silencio especial. Ambos sabían la existencia del otro en la escena, pero no se importunaban.

El misterioso joven sintió el tiempo congelarse. El ambiente se llenó de un aroma almizclado tan relajante como la vainilla. Pasó más tiempo. Los dos estaban sumergidos en sus propios pensamientos.

—Dicen que eres el hombre más poderoso... —empezó el joven vestido de negro, rompiendo como una daga el mutismo hermético que los envolvía—. Sin embargo... —El aludido se puso de pie, dándole la espalda—. Te veo con mucho temor.

—No creas todo lo que te dicen, ingenuo. —Se giró, enfrentándolo.

Se miraron largamente. De repente el joven de ojos grises le sonrió, marcando sus hoyuelos.

Rieron.

—¿Vienes a acompañarme de nuevo? —Comentó animado.

—Sí, me lo han pedido otra vez.

—Últimamente te lo han pedido muchas veces.

El corazón del intruso dio un vuelco, le pilló desprevenido. No dijo nada, pero era cierto, lo había descubierto.

—Les gusta hacer las cosas un poco dramáticas. —Bromeó el otro.

—Antes era peor, créeme.

El joven de negro se acercó un poco más a él. Se acompañaron otro rato más, sin molestar la soledad del otro. Terminaron por sentarse juntos.

Por un momento el espía jugueteó con sus dedos, sin pensar algo en particular. No tenía nada que hacer allí, salvo vigilarlo a él. No poseía interés en la iglesia. Ni en rezar. Nada, en realidad.

—¿Crees que te esté escuchando? —preguntó el muchacho.

—Somos miles de millones de personas ¡Por supuesto que no está escuchando!

Él espía rio.

—La verdad...—añadió después—: Ni idea, ni siquiera sé si se acuerda de mí.

—Yo creo que sí.

—Puede ser.

La hora pasó lenta y pesada en un balbuceo metafórico. Se miraban cada tanto y solo se preguntaban cosas banales. El joven misterioso le guardaba respeto, sin querer importunarlo con alguna indiscreción.

Inspeccionó su rostro, Franco soltaba diálogos al azar desde una boca apacible en un rostro aniñado. Eso le daba miedo. No era visible su enojo. Si es que lo había.

Se mantenía imperturbable a cualquier comentario que le hiciera. Súbitamente el lugar comenzó a hacérsele más pequeño y el sonido del silencio tan ensordecedor que lo aturdía. Ahora entendía lo que todos le hablaban. Se paró, incapaz de soportar más su fuerte presencia. Intimidante sin parecerlo. Llegaba a ti de esa manera; fantasmagórica, envolvente y aparentemente inofensiva.

Caminó a la entrada anunciando que se iba. Sus pasos resonaron, calmos pero ansiosos.

Tenía la cabeza azorada, revuelta en pensamientos contradictorios a lo que era y lo que creía de vez en cuando.

Escuchó como él se levantaba también y le seguía.

—Respóndeme algo, James.

Su voz sonó en toda la capilla como un eco opaco.

James se detuvo, dudando un momento. Luego se giró, enfrentándolo.

—¿Por qué ustedes nunca tienen miedo? —preguntó Franco, inseguro.

Analizó un tanto la pregunta antes de contestar:

—Nos enseñaron que tiene la figura más hermosa de todas. Se supone que era el ángel más bello. ¿Por qué tendría que ser algo horrible?

—Eso no responde del todo mi pregunta.

Soltó una pequeña risilla.

—Quizás porque nos da todo lo que deseamos, pero somos esclavos de lo que decimos. El daño lo provocamos nosotros, en lo que deseamos con exactitud.

—¿Estas seguro de que son dos y no uno?

—No lo sé —negó—. Según él, el bien y el mal son uno mismo, pero con dos caras diferentes. Usted ve un lado, mientras yo veo el otro. Creo que todos elegimos en que creer.

No siguió la conversación, dándole la razón. Esa había sido respuesta suficiente. Dejó que se dirigiera hacia la puerta. No obstante, recordó algo que deseaba decirle desde hace tiempo.

—Cuídate. —Le previno—. A veces ser imparcial es un arma de doble filo.

Desde la puerta James lo miró por última vez. Al principio venía por obligación, luego voluntario.

Contempló aquellos ojos siempre brillantes. Tomó aire y habló fuerte y claro:

—Nunca he sido imparcial. —Cerró la puerta.



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