𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

Autorstwa _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... Więcej

¡YA EN FÍSICO!
· a d v e r t e n c i a ·
· antes de leer ·
· p e r s o n a j e s ·
Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
5. Otro corazón roto
6. Egea
7. Un mal sueño
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
12. Pasado, presente, futuro
13. En el mismo infierno
14. Escala de grises
15. El vacío del dolor
16. Venganza
17. Habitación 216
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
30. Pausar la vida
Extra 2
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE
Especial 50K

31. Correr el riesgo

2.2K 245 181
Autorstwa _arazely_

Jill, despierta desde las cinco y media de la mañana, estaba acurrucada en el sofá de la salita, bebiendo manzanilla, envuelta en su pijama amarillento de volantes en las mangas, con el cabello recogido en un moño desordenado.

Dave le entregó sus apuntes y ella los copió. Era una de las pocas mañanas en que Jill había desayunado y, cuando él lo supo, se sintió orgulloso de alguien más por primera vez.

Luego, acomodados en el sofá, Dave le contó que había estado estudiando, que seguía sufriendo pesadillas y que pasaba los recreos encerrado en los baños. Mientras hablaba, los ojos grises de Jill se deslizaron hasta la bandolera negra del muchacho.

—¿Has traído un libro? —preguntó extrañada.

Dave tardó unos segundos en percatarse de que se refería al interior de su bandolera.

—No, es... —Lo extrajo para mostrárselo y suspiró—. Es la Biblia de mi hermana.

Jill asintió y, antes de que él apartara el libro, le preguntó en un frágil hilo de voz si leería para ella.

—¿Yo? —Dave se removió incómodo en el asiento. Se le había desbocado el corazón de pensar que una chica lo oiría leer—. Leo muy mal. Ningún profesor me manda leer porque me trabo con las letras, me pongo nervioso... 

—Practica conmigo —lo cortó Jill, con tal dulzura que él se calló.

Y él no supo negarse. Sin idea de cómo comenzar, eligió al único evangelista que conocía del índice e inició en el capítulo uno.

Leyó despacio, con torpeza, porque hacía años que no leía nada más que mensajes de texto; prefería desperdiciar el tiempo viendo vídeos de personas siendo torturadas, peleas de perros o lo que le compartiese Álvaro. Quizá por eso tenía pesadillas todas las noches.

Al cabo de una media hora de lectura, sin saber cómo, Jill, que flotaba en su gran pijama amarillo, se recostó contra su hombro y su brazo se enroscó en el de él. Y la voz de Dave murió.

Se fijó en la mano de Jill, posada delicadamente sobre una de las suyas, y en sus uñas limpias. Si ella tenía miedo de salir a la calle, era por culpa de él.

—Princesa, si apruebo todas, ¿juegas conmigo al fútbol? —susurró.

Ella no contestó.

Estaba dormida.

Dave contuvo el aliento. Jill respiraba tranquila, con su dulce expresión, y él tuvo miedo de moverse por si la despertaba. Dudó, pero luego se inclinó y besó lentamente su cabeza. Su cabello canela olía a champú de naranja, a fresco.

Escuchó pasos deslizarse por el pasillo y, al mirar, vio a la madre de Jill, con sus anchas caderas y el cortísimo cabello negro, había entrado a la salita.

Dave apuntó rápidamente que Jill estaba durmiendo y la mujer, asintiendo con dulzura, se sentó en el otro sofá, a la derecha de los muchachos, cansada.

—Gracias por estar aquí —le dijo en voz baja—. Si no vinieras a traerle la tarea, ni se levantaría de la cama.

A Dave se le dobló el estómago. No se merecía que se lo agradeciera. No se merecía a Jill.

—Es mi amiga y estoy aquí para ella.

Era lo que se repetía a sí mismo, aunque desease con todas sus fuerzas algo más.

La madre de la chica pareció darse cuenta porque lo miró como si viese que en el corazón de Dave había un atisbo de esperanza. De ilusión.

—Ella necesitaba un amigo como tú.

Fuego renació en el pecho de Dave, en lo más profundo de su interior, burbujeante y abrasador, y él se sintió bien. Porque alguien lo necesitaba.

—Jill siempre ha sido tímida, pero desde que te conoce, es más valiente. La has ayudado a ganar confianza, personalidad... La has ayudado a crecer. Antes pasaba todo el día en su cuarto hablando con desconocidos en Internet. —Hizo una pequeña pausa para tomar aire y prosiguió—: La mayoría de los chicos en esta ciudad no valen la pena. Hay algunos buenos, pero contigo ha elegido lo mejor.

Dave no podía tragar. No se lo estaba diciendo Marta ni la propia Jill, sino una mujer que podría ser su madre. Una mujer que no lo consideraba un inútil. Él, que había conocido a la Jill que hablaba sin reservas y se lanzaba a luchar por lo que quería, no era capaz de imaginarse la muralla de temor e inseguridad que ella había tenido que tumbar para acercarse a él.

—Siempre eres bienvenido en esta casa —añadió—. Mi marido quiere conocerte también.

No se quedó mucho rato más. Los dejó a solas para no despertar a la chica y él, una vez solo en el silencio, descansó la mejilla sobre la cabeza de Jill.

Oyó una sirena de policía cruzar la calle a sus espaldas y se acordó de su padre.

Habían empezado las semifinales de fútbol, los viajes a Marruecos y el verano. Ángel hacía turnos extra en el mostrador de comisaría y cocinaba de madrugada. Dave lo escuchaba porque a veces no dormía. Permanecía con los ojos abiertos, sobre el costado menos amoratado, pensando en su padre.

En el único hombre que lo había tratado con respeto en su vida.

Una noche oyó las alacenas abrirse y, sin un ápice de sueño, el chico estiró el brazo y agarró su móvil de la mesita de noche.

Las tres y veinte de la madrugada.

Los gruñidos de su estómago lo obligaron a retirar las sábanas. Deslizó los pies dormidos todo el pasillo, bajó la escalera sin hacer ruido, entró a la cocina y se paró junto al frigorífico.

La luz del fogón sobre el que su padre colocó de espaldas la olla opacaba la descolorida bandera roja y amarilla del chaleco.

—Papá...

Su padre se dio la vuelta casi alarmado.

Allí estaba su hijo, pálido como un fantasma.

—¿Qué haces despierto?

Dave se encogió de hombros. No tenía ni idea de dónde había pasado la noche su padre, pero los sucios churretes que resbalaban por su cara no eran buena señal. Traía una herida en la frente que debía de estar infectada.

—¿Por qué lo haces?

—¿El qué, Dave?

—Eso. —Señaló su uniforme—: ¿Por qué te tratan así? ¿Se creen que no duele?

No soportaría que su padre estuviese muriendo en silencio. Ángel tragó para que la saliva suavizara su garganta seca; luego cruzó los brazos sobre el uniforme.

—Al revés, porque saben que duele. ¿Por qué no estás durmiendo, Dave?

Dave se recostó contra la nevera.

—No puedo.

Su padre frunció el ceño.

—¿Por qué?

A Dave comenzó a trenzársele la garganta, anudándole las cuerdas vocales. Porque a su padre le gritaban, le escupían y lo empujaban, porque luchaban contra él como lucharían contra el gobierno si pudieran.

—¿Cómo lo aguantas? ¿No te duele aquí dentro?

Ángel enmudeció.

Dave ya no era el niño inocente que conocía. El chico había crecido y de pronto había entendido cuál era realmente el trabajo de su padre. Que su padre conocía lo peor del ser humano y no había perdido la esperanza en él.

—Yo estoy para servir, no para cambiar a la gente.

—Dame un abrazo, papá.

Dave avanzó hacia su padre, que se echó atrás y chocó con la encimera.

—Estoy sudando, Dave.

Ya lo había notado, y de todos modos, el muchacho se abrazó a su cuello, forzándolo a inclinarse. Se le adhirió la camiseta al pecho por pegarse al torso húmedo de su padre. Apoyó la cabeza en su clavícula y respiró hondo. Esa mezcla de sudor, vainilla, sangre y quemado le recordaba de qué estaba hecho su padre.

—Nunca estás en casa —masculló.

Ángel tragó con fuerza.

—Hijo, necesito dormir —susurró. Apartó al muchacho con cuidado y tomó su rostro para acariciarle la barbilla—. Mañana puedes quejarte todo lo que quieras, pero ahora necesito dormir.

Dave bufó. Su padre malcomía, se desvelaba y usaba un uniforme más gastado que sus antiguas deportivas, pero también se tragaba el estrés, le compraba vaselina y toleraba su mal genio. Su padre debía de estar podrido por dentro.

—Tú preocúpate por estudiar, nene. No te preocupes por mí.

—Es que yo te he tratado así en mi cabeza, papá. No me perdona ni Dios.

Lo miraba a los ojos porque no se perdonaba él y necesitaba oír lo contrario.

Ángel respiró profundamente. Vio su herida en el labio y el coágulo de sangre en el pómulo, de un tono amarillento, y, a pesar del cansancio, lo tomó de la mejilla para depositar un ruidoso beso en su frente.

—Mañana tengo el día libre, lince. ¿Quieres ir a jugar al fútbol?

Por primera vez presenció el cambio en la expresión del rostro de Dave: de dura y agria pasó a ilusionada, porque sus ojos se iluminaron, abiertos, y su mandíbula se relajó.

—Sí —respondió, decidido—. Sí quiero.

Por la mañana fueron al hospital. A Dave le retiraron los puntos del pie y la muñequera, y después jugaron en el Tercio. Hacía demasiados años que el chico no disfrutaba salir, ni correr, ni sudar ni reírse.

Y al cabo de unas horas redujo su velocidad de trote y se volvió a su padre.

—Tengo hambre.

Hasta que su padre no se acercaba a rodearle los hombros, Dave no se abrazaba a su cintura.

Cuando por la tarde lo llevó a casa de Jill, Ángel lo detuvo un instante antes de que el muchacho se bajara del coche para recordarle que estaba orgulloso de él. Y en ese momento el muchacho lo vio.

En los ojos cafés de su padre, marcados por el cansancio, vio que lo decía de verdad.

—Con todo lo que ha cambiado en tu vida, estudiar no te ha sido nada fácil. Y mírate, Dave. Lo estás haciendo como todo un campeón.

Dave no dijo nada. Contrajo los labios, aliviado, porque en ese momento supo que su padre se daba cuenta.

Notaba su esfuerzo y sus luchas, y no lo juzgaba, ni lo regañaba, ni se burlaba.

Su padre le había enseñado que estaba bien no estar bien.

De pronto Ángel le apretó una rodilla con cariño.

—Estás hecho un hombre.

Dave no se inmutó. Permaneció casi agrio, sin saber cómo reaccionar, y al final, inseguro, entreabrió los labios y clavó sus pupilas temblorosas en sus manos lastimadas.

—Y tú eres el mejor padre del mundo.

Agarró su mochila y salió del auto antes de que su padre contestara. No necesitaba una respuesta.

De hecho, se arrepintió de habérselo dicho mientras apretaba el timbre de Jill.

Se sentía extraño. No sabía tratar a los hombres, no había aprendido. Pero consciente de que podía hablar con su padre en cualquier momento, no tuvo miedo.

Tendría suficiente tiempo de aprender.

Esperaba que Jill lo recibiera al subir la escalera de mármol del portal hacia el segundo, pero en lugar de ella, halló al padre de la chica.

Lo saludó por reflejo pero, al mirar sus ojos, del mismo gris que la muchacha, Dave se sintió menguar hasta hacerse insignificante.

Aquel hombre medía más que su padre y tenía los brazos tatuados y la mandíbula definida, grisácea como su cabello teñido. Por una milésima de segundo, a Dave le pareció haberlo visto antes.

—Tú eres el hijo de Egea.

—No.

Dave, aterrado, dio un paso atrás, sacudiendo la cabeza. Oír ese nombre le disparó los latidos como si le acabasen de poner delante una fiera salvaje.

Ansiedad.

—Yo soy hijo de Vallejo. De Ángel Vallejo.

Sin respirar, se retrajo hasta rozar con la espalda la pared; quería ser fuerte, pero los recuerdos lo habían asaltado sin previo aviso y no podía controlarlo. Volvió a sentirse sucio, humillado.

Se preguntó si era la casa incorrecta, si Egea vivía allí. Y empezó a hiperventilar, hasta que el hombre se dio cuenta del pánico que le estaba causando y se acercó a rodearle los hombros. Le pedía que se calmara, que respirara, que contara hasta quince, y Dave contó tantas veces que perdió la cuenta.

Ese hombre era atractivo, tanto como Egea, y tenía suficiente fuerza en los brazos como para estamparlo contra la pared de una bofetada. Tenía miedo, y no solo de él, sino de cualquier hombre que se pareciese físicamente a Egea.

—Siento lo que te hizo ese desgraciado.

Dave parpadeó. Era la primera vez que alguien que no fuese su padre se lo decía, alguien que tenía derecho a reclamarle no haber defendido mejor a su hija. Quizás, al fin y al cabo, no había sido culpa suya.

—Si quieres ir al gimnasio alguna vez, dímelo. Yo te lo pago.

El chico se preguntó si alguna vez sería capaz de pisar un gimnasio. Quería, pero tenía miedo. Porque era el tipo de lugar donde encontraría tantas personas parecidas a Egea que sufriría un ataque de pánico.

En la sala de estar vio a Jill, con su desordenado cabello recogido y su gran pijama amarillo, y quiso llorar. El simple hecho de haber recordado a Egea le había calentado la sangre del cuerpo como si le hubiesen puesto delante a su peor pesadilla.

Cuando su padre introdujo a Dave en la sala, Jill se puso en pie y le preguntó al chico si se encontraba bien. Pero Dave, en cuanto el padre de ella se fue, se apoyó sin aliento en la mesa, agachó la cabeza y negó. Y Jill no se pensó dos veces el abrazarlo.

Entonces Dave se echó a llorar.

Como un crío, asustado de las olas de recuerdos que lo golpeaban sin piedad.

—No te sientas mal por lo que pasó —susurró ella, que tenía las mismas ganas de quebrarse que él—. Dave, no fue tu culpa. No tuviste la culpa de nada.

Dave sollozó.

—¿Entonces por qué me siento culpable?

A Jill se le llenaron los ojos de lágrimas. Los dos se sentían igual.

—Yo también me siento culpable —trató de convencerse, pero se le escapó una lágrima que rodó hasta su barbilla y humedeció el cuello de Dave—, pero no es justo que nosotros nos sintamos mal por lo malo que otras personas nos hicieron.

Jill estaba llorando y, al oír su voz temblar, él comenzó a relajar su respiración. No permitiría que ella se culpabilizara de algo que nunca debería haber pasado. Así que se enderezó para mirarla a los ojos y se atrevió a quitarle con el pulgar la lágrima de la mejilla. A los dos se les habían enrojecido los labios.

No podían cambiar lo que les había pasado. No podían regresar al pasado y cambiar su presente. Ni tampoco podían limpiarse por dentro. Pero ella lo tenía mucho más claro que él.

—Lo que te pasó no es nada de lo que avergonzarse —murmuró ella, y él contrajo el rostro, porque al pensarlo, le punzó el pecho.

—¿Cómo no? —inquirió, asqueado—. No soy capaz ni de explicárselo a mi padre. Sí, puedo decirle que me pegaba, pero, ¿cómo le digo que me obligaba a quitarme la ropa, que me hacía...?

Tampoco a ella.

Le humillaba admitir que, con dieciséis años, había seguido mojando la cama a causa del pánico. Apretó los labios y Jill volvió a abrazarlo.

—No fue tu culpa —repitió suavemente—. Dave, los recuerdos van a seguir saltando en lugares al azar. Pero tienes que saber que no fue tu culpa y contar hasta quince.

Ella había logrado calmarlo acariciándole el cabello castaño; Dave, que rodeaba su cintura, se preguntó cómo tenía fuerzas para sostenerlo.

—Tú estás mucho peor que yo —farfulló.

Jill suspiró.

—No, Dave. A los dos nos han herido como sabían que nos iban a hacer más daño.

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