Daniel
Genoveva, la señora que asea mi apartamento y últimamente también me prepara panqueques, sabe que no debe dejar entrar a nadie a mi apartamento a menos que se trate de mi madre, Mónica o el mismo Marlon Brando. Y como Marlon Brando ya está muerto y hace diez minutos hablé por teléfono con mi madre, la única puede estar tocando como desquiciada la puerta de mi habitación es...
—¡Abre ya! —se queja Mónica.
—¿Qué quieres? —digo, aún acostado. Son las diez de la mañana y no he salido de la cama.
Ventajas de vivir solo.
—Saber si estás bien —responde ella. En su tono de voz advierto que está preocupada.
—Estoy bien.
Mónica tarda algunos segundos en decir algo más. —Oye, ya sé lo de Carolina.
Armando...
—¡Ya dejen de meterse en mi vida! —rezongo.
—Ese es precisamente el problema, hermanito. Tú no tienes una vida.
Golpe bajo.
Después de que el juez me absolvió de los cargos que presentó Ximena en mi contra, para huir del dedo acusador de la sociedad de Ontiva, vendí la casa que había comprado para mí y para Ximena y me enclaustré en este apartamento. A veces he salido por recomendación del terapeuta que me asignó el juez. Sin embargo, prefiero no hacerlo. Prefiero estar encerrado.
—¡Abre ya, Daniel! —insiste Mónica.
Y como sé que no se irá hasta poder hablar conmigo, salgo de mi cama y le abro la puerta.
—¿Al menos ya comió él? —empieza el interrogatorio, señalando a Peludo, también acostado sobre mi cama. Todavía recuerdo advertirle a Carolina que no permitiría eso.
—Ya —gruño.
—Porque Genoveva dice que tú no cenaste ayer —me regaña Mónica—. Hoy que vino la comida aún estaba intacta en el horno.
Me siento en mi cama. —No tengo hambre.
De inmediato Mónica se instala frente a mí colocando sus brazos en jarras. Es su manera de decirme que está enojada.
Tengo tres hermanos: Ricardo, Mónica y Claudia. Mónica y Claudia son menores que yo. Sólo con Mónica tengo buena comunicación.
—¿A qué debo el honor de tu visita? —pregunto de mala gana.
—¿No vas a vestirte? —arque una ceja ella, mirando con desaprobación mi bóxer y mi camiseta.
—No. No pienso salir hoy —bostezo.
—Daniel...
—Mónica, ¿qué quieres? —la interrumpo porque no estoy de humor para un sermón—. Dime ya qué quieres y vete.
—Hablar sobre Carolina.
—No hay mucho que decir. Ella no quiere hablar conmigo.
Mónica pone los ojos en blanco. —Es que ese es parte del problema, Daniel. Ella no ha hablado contigo. Sólo se ha escrito con Alexander Donoso.
—Somos el mismo —titubeo.
—Sí, pero no —dice ella, abriendo sin permiso mi closet—. Tú no sólo eres un escritor ermitaño, hermano. Tienes una familia. Tienes un trabajo. Pasatiempos raros...
—No inventes —me río, pero sin una pizca de humor.
—Me apuesto a que no le has platicado sobre tu afición a escuchar música en discos vinilos.
Me encojo de hombros. —Le aburriría escuchar eso.
Mónica se abre paso en mi closet y elige para mí un traje a juego. —Ni siquiera lo has intentado.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —pregunto, mirando con molestia cómo coloca ropa sobre mi cama.
—Tienes que recuperar tu vida, Daniel. Por tu familia. Por Carolina. Por ti.
—Mónica... —paso mis manos sobre mi rostro.
—Al menos inténtalo.
La primera vez que salí de mi apartamento fue el día que Mónica me llamó llorando para quejarse de que su esposo le levantó la mano. De inmediato fui por ella y mis sobrinas y las lleve a casa de mis padres. Después de ese día salir fue más fácil, pese a que continué haciéndolo sólo si era estrictamente necesario.
La sociedad me ha juzgado sin conocer mi versión de la historia. Y yo... no me creo capaz.
—¿Y si nadie quiere darme otra oportunidad?
No sé cómo reaccionaría si...
—¿Cómo lo harán si ni siquiera tú te estás dando otra oportunidad? —me objeta Mónica—. No tienes por qué esconderte, Dani. Tú no hiciste nada malo. Deja de tenerle miedo a los ojos curiosos. Entiende que la sociedad está diseñada para juzgarte seas o no seas Daniel Saviñon. A mí me juzgan por divorciarme de mi esposo hasta que este me levantó la mano. A mi pedicurista por ser gay. A los vecinos por ser ateos. A Claudia porque ser vegana. Y Claudia nos juzga a nosotros por no ser veganos. Así funciona todo. Además, aquí encerrado no conseguirás reconquistar a Carolina.
Tal vez tiene razón...
—Sí. Quisiera hablar con ella.
—Pero no por teléfono —sentencia Mónica. Un día será una gran juez.
—Está bien. No por teléfono.
Estoy de acuerdo con eso.
—Piensa en qué tipo de hombre se merece ella, Daniel.
El mejor sin duda alguna. —Bueno...
—¿O acaso planeabas traerla contigo a tu cueva?
Tal vez. —Claro que no.
—Sé el hombre que ella se merece —dice mi hermana, abrazándome. Gracias Dios por no hacerme hijo único—. Sé el hombre que eras antes. El maravilloso hombre que eras antes.
Segunda vez que me llaman "maravilloso". Terminaré por creérmelo.
No es la primera vez que he considerado regresar a mi trabajo en el bufete de abogados o compartir más con mis amigos y mi familia. De hecho, estar enclaustrado es la razón por la que todavía el juez no me permite dejar de visitar a un terapeuta. ¿Entonces... por qué no lo he hecho? Tal vez la vida no me había dado un buen incentivo. Un sueño. Una meta. Pero con Carolina parezco haber recordado lo bien que se siente querer estar vivo.
—¿Y si ella no quiere verme? —Hay lugar para un poco de negativismo.
—Sigues adelante —sentencia Mónica—. Por eso quiero que hagas esto por ti, antes que por ella. Prométeme que la buscarás hasta que seas un hombre estable.
¿Hasta?
—No, no puedo prometerte eso. La extraño —digo, mirando con recelo mi ropa—. Pero puedo empezar hoy mismo a ¿cómo dices? "recuperar mi vida", y tal vez buscarla mañana.
—Daniel... —me aplaude Mónica.
—Lo intentaré. Pero no te prometo nada.
Tengo miedo de no adaptarme de nuevo.
—Lo harás bien.
Eso espero. Por eso, después de que Mónica se va me doy una ducha y saco de mi closet mi mejor traje.
—¿Va a salir, señor? —me pregunta sorprendida Genoveva, al mirarme tan elegante.
—Iré a trabajar —digo, tímido. ¿Hace cuanto no decía eso?
—¿Puede decirme el señor en dónde estará?
Asiento. —En el bufete de abogados de mi padre.
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