Para nosotros cada silencio era una esperanza. Nos decíamos: «Tal vez se haya ido y Christine esté sola tras el muro».

Sólo pensábamos en la posibilidad de advertir a Christine Daaé de nuestra presencia sin que el monstruo llegara a sospecharla.

Ahora sólo podíamos salir de la cámara de los tormentos si Christine nos abría la puerta; y sólo con esa condición primera podíamos ayudarla, porque ignorábamos incluso dónde podía encontrarse a nuestro alrededor la puerta.

De pronto, el silencio de al lado fue turbado por el ruido de una sonería eléctrica. Al otro lado de la pared se produjo un salto y la voz de trueno de Erik:

—Alguien llama. Que entre.

Una risa lúgubre.

—¿Quién viene a molestarnos? Espérame aquí un momento..., voy a decirle a la sirena que abra.

Se alejaron unos pasos y una puerta se cerró. No tuve tiempo de pensar en el horror que se avecinaba; olvidaba que el monstruo salía tal vez para un nuevo crimen; no comprendí más que una cosa: ¡Christine estaba sola tras la pared!

El vizconde de Chagny ya estaba llamándola.

—¡Christine! ¡Christine!

Desde el momento en que oíamos lo que se decía en la pieza de al lado, no había ninguna razón para que mi compañero no fuera oído. Y, sin embargo, el vizconde hubo de repetir varias veces su llamada.

Por fin, hasta nosotros llegó una débil voz:

—Estoy soñando —decía ella.

—¡Christine! ¡Christine!, soy yo, Raoul.

Silencio.

—Respóndame, Christine..., si está sola, respóndame, en nombre del cielo.

Entonces la voz de Christine murmuró el nombre de Raoul.

—Sí, sí, soy yo. No es un sueño... Tenga confianza, Christine..., estamos aquí para salvarla..., pero no podemos cometer ni una imprudencia... Cuando usted oiga al monstruo, avísenos.

—¡Raoul, Raoul...!

Se hizo repetir varias veces que no soñaba y que Raoul de Chagny había conseguido llegar hasta allí, guiado por un acompañante fiel que conocía el secreto de la morada de Erik.

Pero, enseguida, a la excesivamente rápida alegría que le aportábamos le sucedió un terror mayor. Ella quería que Raoul se marchara de inmediato. Temblaba de miedo ante el temor de que Erik descubriese su escondite, porque, en tal caso, no dudaría en matar al joven. En unas cuantas frases precipitadas nos informó que Erik había enloquecido por completo de amor, y que estaba decidido a matar a todo el mundo y a él mismo junto con el mundo si ella no consentía en convertirse en su mujer delante del alcalde y del párroco, el párroco de la Madeleine. Le había dado hasta las once de la noche del día siguiente para reflexionar. Era el último plazo. Entonces tendría que elegir, según decía él, entre la misa de matrimonio y la misa de difuntos.

Y Erik había pronunciado esta frase que Christine no había comprendido del todo: «Sí o no: si es no, todo el mundo está muerto y enterrado».

Pero yo comprendía perfectamente la frase, porque respondía de una forma terrible a mi aterrador pensamiento.

—¿Podría decirnos dónde está Erik? —pregunté yo.

Ella contestó que debía de haber salido de la morada.

—¿Podría asegurarse de ello?

—¡No...! Estoy atada..., no puedo hacer ningún movimiento.

El fantasma de la óperaNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ