Parte 2

113 10 0
                                    


     ¿Fueron esas tus palabras? ¿Fueron esas tus intenciones? El pueblo se reunió a la hora del almuerzo, un solo canal que podían visualizar en ese momento. Todo el cable tomado por el gobierno, todo a causa de las palabras de su mandatario. Nadie lo decía en voz alta, pero todos sabían que lo que dijera en esa ocasión cambiaría el rumbo de lo que era una naciente guerra.

    El Presidente entró a una sala llena de muchas personas, representantes de lugares clave. La comandante de policía, la Vice-Presidente... entre otros muchos. Su público era el pueblo, tanto aquellos que gritaban con todo el dolor de sus pulmones por la libertad como también aquellos que se dedicaban a lamer los pasos de un presidente que, al sentarse sobre su asiento bajo los ojos de todos, ninguna palabra coherente salió de sus labios.

     Fue como un niño tratando de hablar de política. Vio a todos convencido de que sus palabras iban a detener la voz del pueblo, o callarla; mas todo lo que salió de su boca fueron vanos intentos de reafirmar su posición en un país que lo quería fuera del poder. Daniel Ortega, presidente de la República de Nicaragua, cometió bajo los ojos de todos uno de los actos más hipócritas e indecentes de los que el pueblo tiene registro. Lo peor no fue solo promulgar amor y paz mientras por detrás enviaba a su ejército a matar a estudiantes, sino que fue de cara a su patria. Aquellos que en un pasado le tendieron la mano, pero que ahora él se aprovechaba para tomarles incluso el hombro.

    Habló del pasado, de la historia de la nación. Mas no como algo memorable, sino haciendo alarde de que él había vivido aquellas épocas y victorioso salió. Habló de Somoza, de Alemán e incluso de Bolaños, excusándose tras sus testimonios en un diálogo inexistente. Sí, Daniel clamaba que con diálogo era capaz de vencer tempestades, apagar hasta el más furioso y abrasador fuego. Sin embargo, al mismo tiempo que su boca llenaba de falsas palabras, olvidaba que en un diálogo se necesita la escucha.

    Y Daniel no escuchó al que era su pueblo. No escuchó todos los gritos por libertad, no escuchó las lágrimas de las familias que había perdido a su familia, ni prestó atención a todas las peticiones por la paz en medio de las trifulcas que él y su esposa habían creado. El pueblo se había desecho de la venda que sus ojos cubría, aquella que nos les permitía ver la realidad del cielo bajo el que vivían. Sin embargo, Daniel era quien no quería sacarse las manos de los oídos, prefería vivir dentro de su burbuja de que todos los demás seguían ciegos y que él era el único que podía conocer la realidad.

    Diez eran los fallecidos que por aquellos días habían caído. Diez almas a quienes arrebataron sus vidas cuando recién estaban comenzando. No sabían ni caminar, quizá gateaban en el mundo. Pero les obligaron a correr, a tomar cualquier cosa que tuviesen frente a ellos para defender tanto a sus familias como a sus vidas. Diez fueron las personas, los héroes, los mártires cuyos nombres ni siquiera recordó Daniel. Todo lo contrario, tanto a aquellos que fuera estaban manifestando su indignación y su descontento como a las familias de las víctimas tachó como pandilleros, como criminales, como delincuentes, narcotraficantes y demás. Alzó su voz en alto y llenó toda aquella sala con epítetos degradantes al pueblo que solo por su libertad luchaba. 

     Sin embargo, oh, qué poca memoria tenía Daniel. Qué gran descaro y huevos inflados que tenía aquel. No solo por la hipocrecía de cara a las cámaras y al pueblo mismo, sino también describiéndose a sí a la hora de describir a lo que era los 'libertadores'. Daniel tenía a sus esbirros, llamados ellos la 'Juventud Sandinista', jóvenes a quien pagaba 100 míseros pesos para que fuesen a matar a cada alma que se hallasen en su camino. Cegados estos por la adoración de su héroe, de su Dios, de su más benevolente partidario emprendieron marcha hacia aquellas manifestaciones pacíficas de los libertadores. La sangre era derramada. Los fallecidos aparecían y las heridas se abrían. No obstante, en aquella sala, Daniel ni siquiera mencionaba a las víctimas de las que era culpable.

    Quizá no habrá disparado directamente sus armas contra ellos, ni fue él quien apretó el gatillo de las pistolas; mas todo lo que él representaba avivaba el fuego de la Juventud Sandinista. Y aunque los libertadores fueren el agua, no podían esperar apagar el incendio que habían encendido tan solo con vaso.

     No solo llamó a los libertadores de lo peor, sino que también su inteligencia cuestionó al sugerir que listos para una guerra no estarían. Mas Daniel olvidó algo que debió haber aprendido en la época de Somoza, aquella que tanto defendía: dale un motivo al pueblo para unirse y luchar, y no habrán obstáculos que los detengan para cumplir su cometido. 

    Pobre Daniel, poniéndose en pie luego de media hora de no decir nada. Ignorando por completo la lucha, ciego del resultado, ignorante de la historia y orgulloso de ello. Para un pueblo que es gobernado por un bachiller como él, no había de sorprenderse que sus palabras fueran tan vacías como hipócritas sus acciones. Mas el pueblo volvió a gritar cuando tal personaje entonó las notas de un himno que habla de paz, de la unión de hermanos, del trabajo de sus antepasados y que de la guerra quieren librarse. 

    Lo que hizo en ese día fue reafirmar lo que todos temían: su falta de cooperación, su falta de escucha, su falta de empatía y su falta de misma humanidad. El tambor de la guerra sonaba tan fuerte que destruía los oídos de todo el país...

Dolor del puebloUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum