Mariposas de cristal - primera parte

9 1 0
                                    


Borboleta salió con cuidado del angosto receptáculo con paredes de plástico esmerilado que era la cabina de la ducha. No se molestó en cerrar la puerta corredera. El resto del cuarto de baño era apenas algo mayor. Podía abarcarlo de pared a pared sin estirar los brazos del todo.

Con un saltito que la hizo flotar en el aire durante un instante, se colocó justo debajo de gran secador del techo y presionó el botón rojo que lo ponía en marcha. Se giró de espaldas a la pared y contempló como las gotas de agua de la ducha acababan por caer al suelo, con lenta y delicada parsimonia, y se dirigían al sumidero, atraídas con pereza por la escasa gravedad de la minúscula sala de aseo. Entre ellas brillaban como pálidos rubíes cuentas de color rosado.

Entrecerró los ojos y empezó a girar despacio. Casi con voluptuosidad, dejó que el chorro de aire caliente la secase por completo. Esa siempre había sido para ella la parte más divertida de lavarse. El aire del secador era una brisa cálida y extraña que acariciaba su piel y agitaba su pelo. Le hacía pensar en las historias que le contaban sus padres sobre el viento, los huracanes y las tempestades, allí abajo, en los planetas habitados. Se preguntó cómo sería el viento de verdad, natural, corretear entre las colinas y los valles de la Tierra. Eso era algo que Borboleta nunca había experimentado y sabía que jamás llegaría a conocer. Pero no le importaba. Como muchos otros antes y después que ella, no podía añorar aquello que nunca había conocido. El pensar en sus padres hizo que sintiese la familiar punzada de dolor. Torció la boca en una mueca de disgusto. El tiempo había conseguido que la nostalgia y el pesar se redujesen a un zumbido sordo y constante. Paro aún dolía. A veces con una intensidad que la dejaba casi sin respiración, estrujándole la garganta y golpeándole en las sientes.

De un manotazo presionó el botón que apagaba el secador y salió del cuarto de baño.

Se desplazó flotando por el largo corredor, el largo pelo castaño moviéndose en suaves ondulaciones sobre sus hombros. La fuerza centrífuga creada por la rotación del asteroide conseguía una débil y escasa gravedad en el baño, situado en el extremo más exterior del edificio. Pero esta acción fruto de la cinética se desvanecía al avanzar hacia el centro del largo cilindro que era la base minera, o al menos lo que quedaba de ella. Las leyes de la física no preocupaban en absoluto a Borboleta, que se movía con gracia y agilidad, sin chocar en ningún momento con las paredes del pasillo, impulsándose con suaves y perfectos movimientos de manos y pies. Estaba acostumbrada. Era lo que había hecho toda la vida.

Era alta y delgada, de cuerpo estilizado y largas piernas, aunque a sus trece años la pubertad había ya empezado a conseguir algunas redondeces. Sus músculos, sin embargo, eran débiles, y sus huesos frágiles. Mi pequeña y preciosa mariposa, la llamaba su padre, cuando la sentaba en sus rodillas y la acunaba hasta que se quedaba dormida.

Pero Borboleta no era una excepción. Toda la gente que conoció en su corta vida era como ella. Delicados, altos y esbeltos, con ese aire etéreo de elfo que tienen todos los que han nacido y vivido fuera de las tenazas de la atracción gravitatoria. Esos larguiruchos del espacio, les llamaban la gente de la Tierra, y se compadecían de ellos porque nunca podrían pisar el suelo del planeta madre, disfrutar de una puesta de sol o sentir el embate de las olas del mar. Los espacianos respondían con una risotada agridulce y trataban de despertar la envidia de esos terranos que nunca sabrían de las maravillas de hacer el amor en ausencia de gravedad, ni contemplarían con sus propios ojos los portentosos paisajes del espacio exterior. A pesar de su aspecto frágil y su alterada fisiología, los habitantes del espacio no eran débiles, ni mucho menos cobardes. Eran conscientes de que su pueblo representaba los límites de lo que era posible, del postrero paso de la especie, de que ellos eran la última frontera de la humanidad. Más allá de ellos, no había nada. Al menos nada humano. Borboleta lo había aprendido desde la cuna. Junto con el valor, el desafío y las precauciones necesarias, inculcadas en incontables lecciones, para sobrevivir en un entorno donde sólo un par de capas de metal y plastiacero te separan de la ineludible muerte en el vacío cuántico entre los mundos.

Mariposas de cristalNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ