Capítulo 2

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Mi madre era de esas pocas personas que en pleno siglo XXI, seguía tomándose el tiempo y el placer de escribir cartas de su puño y letra. Siempre lo hacía en unos pliegos muy elegantes de papel de alto gramaje color beige, enmarcados con una elegante hilera de florecillas grabadas en las esquinas. Las escribía con mimo y con una delicadeza de orfebre, elaborándolas con una caligrafía impoluta siempre con pluma y en tinta púrpura. Posteriormente guardaba la carta en un sobre a juego siendo su cierre mi parte favorita: sacaba un pequeño cazo con en el calentaba el lacre sobre la pequeña llamarada de una vela y lo vertía en la solapa del sobre, dándole forma a la colofonia y a la trementina con un sello de mango dorado que presionaba hasta dejar un círculo esmeralda presidido por una flor de lis. Pasé los dedos por el relieve del sello que se había deformado al estar guardado en el bolsillo del albacea. Tristemente ya no olía a mi madre, había perdido el delicado olor a azar a favor del de regaliz y de la colonia masculina. Lo abrí con cuidado con las manos temblorosas. Para mi sorpresa eran solo tres líneas escritas con letra rápida y casi descuidada, sin embargo, la tinta púrpura aún mantenía la elegancia propia de las cartas de mi madre.

Feraud libraire, 37 Square Rapp, 75007 Paris, Francia. Pregunta por Madame Miraillés.

Ten mucho cuidado hija mía, sé lo fuerte que eres. Te quiero muchísimo.

Tu madre.

A pesar de mis intentos por mantenerme, me volví a derrumbar, deslicé mi espalda por la pared hasta sentarme en el suelo y hundí la cara entre mis manos ahogando mi llanto. Una mezcla de soledad, miedo y rabia se mezclaban en mi interior. Apreté el papel contra mi pecho como si las palabras de mi madre pudieran hacer efecto así de alguna manera, pero tan solo pude sentir la incertidumbre y la sensación de soledad que aquella escueta carta había provocado en mí. Antes de colocar el pliego de nuevo en el sobre lacrado, pude ver que en su interior había una pequeña llave dorada ennegrecida por el tiempo, la analicé sin éxito buscando algún detalle y finalmente la devolví a su lugar de procedencia.

Arrastrando los pies al igual que el alma, me adentré en el dormitorio de mi madre, y me senté en su tocador, fue extraño encontrarme conmigo misma frente al espejo, pude sentir cómo mis ojos no podían ocultar el enorme abismo que tenía en mi interior y cómo reflejaban que había tocado fondo, aunque realmente aún quedaban demasiadas profundidades por descubrir.

Cogí con delicadeza el cofre plateado que presidía el tocador, admiré aquel trabajo de orfebrería en el que miles de flores de plata se entrelazaban para formar aquella cajita. La abrí con cuidado, en el interior forrado de terciopelo morado se encontraba una bolsita de tela dorada de la que saqué un precioso colgante de una flor en aguamarina. Mi tío le había regalado aquella joya a mi madre el día de su boda, y se había convertido en una de las posesiones más preciadas de mi madre, ya que hacía menos de un año un accidente de coche se llevó a mi tío y con él parte de mi madre al darse cuenta de que la vida le había arrebatado a los dos hombres de su vida. En el fondo del cofre había una foto de ambos en la boda, mi tío que acompañaba a la pareja era solo un chiquillo. Sonreí al recordarlo con el pelo alborotado caminando descalzo por mi casa mientras jugueteaba con un cigarrillo entre sus dedos repletos de grandes anillos. El día que se fue el cielo lloró durante una semana, la oscuridad que las nubes negras dejaron en la ciudad simbolizó de alguna manera en lo que se convirtió mi casa sin su constante alegría, sin sus bromas, sin su vitalidad, y cómo se quedó el interior de mi madre en el que las pérdidas empezaron a pasar factura. Aquel 27 de noviembre Tim Robbins murió a sus 30 años y comenzó la cuenta atrás de mi madre que acabaría apenas seis meses después.

"¿Estaremos malditos?" Pensé mientras acariciaba la fotografía con la yema de mis dedos.

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